martes, 5 de julio de 2011

Serie de Cuentos de Hilitos

LAS COSTURAS DE MAMÁ

Por esos caminitos
que cruzan la montaña,
entre azules reflejos
y chispazos de luz.
se descubre modesta
escondida en la selva
la cabaña pequeña
adonde habita ese niño
al que guardamos todos
un inmenso cariño.

(Hilitos es un niño
que inventó mi marido
cuando compró mi máquina
PARA coser los vestidos.)

Muy cerca del arroyo
entre piedras y juncos
chinas de mil colores
y hojas de seda y sol,
a la vuelta del río
en el monte profundo
lejos de los conflictos
que hoy asolan al mundo,
está la cabañita
la de piso de tierra
con techo de bejucos
donde Hilitos nació.

La familia es muy pobre
y don José Carrucha
Vive en eterna lucha
Para "batir el cobre"
Y aunque no falta nada,
Puede que nada sobre,
pero a todos alcanza
el esfuerzo del hombre.

Y doña Elna. la suiza
Que fabrica camisas
Tiene ya cinco niños:
Hilitos el mayor,
que padece de fríos
y duerme entre los dos,
el par de gemelitos
que nacieron pequeños,
duermen en la gaveta
donde se guarda el queso
y las niñas, las hembras
"Agujita y Dedal"
Apenas han crecido,
duermen en el corral,

Ayudan a la mnadre
porque trabaja tanto
amantener el nido
limpio como un cristal.
Y esas dos pequeñitas
ya saben cocinar.
Temprano en la mañana
Van hasta el gallinero
a recoger los huevos
que están en el potrero,
y don José acusioso
saca el agua del pozo,
mientras que las dos niñas
ordeñan la cabrita.

Hilitos trae la leña
que mamá necesita
Hilitos siempre lleva
su gorro tirolés
un corto mameluco
y descalzos los pies
Las chiquitas con trenzas
Overoll y camisa,
mientras los gemelitos
gatean por la repisa.

En el jardín de enfrente
hay una linda fuente
y en el patio de atrás
vive el ave torcaz.
Tienen a un perro flaco
un gato, y dos pericos
una chorcha que canta
y un montón de pollitos.

Cuando la tarde es linda
Hilitos va a pescar
Y se lleva la caña
y un pedazo de pan.
A mí me gustaría
ir a jugar con él,
con "Agujita y dedal"
son muy lindos los tres.
Y el par de gemelitos
comienzan a crecer,
muy pronto los veremos
erguidos, ya de pie.

Cuando la araña Craquen
salió por la rendija
Hilitos pegó un grito
Y tirò las cobijas.
Doña Elna fue al cerco,
Se trajo un palo grande
Y le dio una lección
a esa araña cobarde.
MIentras "pulgas" el perro
ladró sin compasión
y los gatos jugaban
a cazar un ratón.

Doña Elna casi sienpre
cose y cose parejo
para toda la gente
que habita cerca de ellos,
Por vestir a los niños
La dama se dispone
servir a los vecinos
y ayudar a su viejo.
Eso a mi me parece
un excelente ejemplo
de como debe ser
la gente de mi pueblo.

En Tiempos de Upa en la Villa Nueva de la Boca del Monte

EN TIEMPOS DE UPA

UNA CONVERSACIÓN EN FAMILIA


COPI SALAZAR CASTRO 
UN SAN JOSÉ QUE PERDURA.

Johnny Araya Monge,
Alcalde de San José


En cada uno de los muchos esfuerzos que a hacemos por avanzar en nuestro proyecto de regeneración y repoblamiento urbanos, nos encontramos, a menudo, con un pasado de la capital que se niega a desaparecer, sea porque éste se evidencia en cada espacio que se recupera para la calidad de vida ciudadana, o porque son los propios ciudadanos, o ciudadanas, quienes vivifican un ayer que les llena de nostalgia.

Este último es el caso de María Teresa Salazar Castro, una escritora que se consolida en este siglo XXI, cuando su vida personal rebosa de recuerdos de un San José en el que el país se transformaba, inevitablemente, y en el que el paso de cada día, dejaba una impronta que ahora es nostalgia y acaso reclamo de lo que ya no es, aún cuando sea base entrañable del proyecto de ciudad re humanizada por la que trabajamos con tanto ahínco.

Visto desde la perspectiva de nuestros días, aquel San José deviene, sin dudas, en un referente obligado. Doña María Teresa se encarga del inventario detallado de aquel pasado, en el que ella fue actriz primerísima, sin dejar de regresar, con frecuencia y por la vía de la comparación, y hasta del reproche, a esta actualidad nuestra tan agitada y tan desafiante.

Y eso es particularmente importante, cuando participamos de un proyecto de rescate y de mejoramiento urbano, dinámico y colectivo, humano e incluyente.

Si a estas tareas se unen empresas privadas como el Banco de San José, que agrega su entusiasmo patrocinador a nuestro proyecto Editorial de la Boca del Monte, --que busca rescatar del acerbo josefino--, en buena hora.

La obra: San José en los tiempos de UPA, una conversación en familia, de doña María Teresa Salazar, será un eslabón más en la larga cadena de esfuerzos por hacer de nuestro pasado urbano, un faro orientador que, como aquellos de antaño, orientaron la conquista del futuro josefino.















PRESENTACIÓN
Esta obra es el resultado de la conjunción de elementos disímiles e interrelacionados: el entrañable sentimiento de orgullo de ser costarricense, la sed espiritual, el testimonio personal de observaciones sobre valores, costumbres, patrones y normas de conducta social, episodios, situaciones, ocasiones y encuentros de la vida cotidiana en Costa Rica antes y después de la segunda guerra mundial, y por sobre todo, el amor de abuela.
El marco del libro lo constituye la conversación en familia. La vida cotidiana se sucede principalmente conversando, mediante la comunicación las personas construyen el sentido de la realidad social. El diálogo convierte la vida cotidiana en una existencia dotada de plenitud. El influjo de la conversación en la vida social de las sociedades americanas fue muy importante en los albores de sus independencias. Las conversaciones promovieron de un modo creciente la toma de conciencia del hombre americano sobre sus condiciones de vida.
La rica capacidad para percibir, describir y rememorar hechos y acontecimientos cotidianos y enlazarlos con algunos fenómenos nacionales y mundiales, sugiere a los investigadores y estudiosos, filones para el análisis de los cambios abrumadores a los que ha asistido la sociedad costarricense en el período que cubre la obra.
Abundan las nostalgias y las añoranzas de costumbres y normas que ya no existen, que cambiaron a veces con velocidad inusitada. La sociedad sencilla pasó, en corto tiempo, a ser compleja.
El señalamiento de contrastes, cambios y modificaciones abundan y en más de un caso se indica, desde una posición moral, la desmejora o el deterioro de la vida personal, familiar y de la toda la sociedad. Parecen inevitables los juicios y contradicciones al valorar que el pasado fue mejor. El tono intimista de la narración imprime el sello de quienes son los destinatarios de la misma: hijos, nietos y aquellos costarricenses que accedan a su lectura.
Recibir el testimonio emocionado de una mujer mayor que vivió una parte de su vida en una sociedad con reglas claras y respetadas y otra en una sociedad que emergió a golpe de veloces transformaciones, y que sigue cambiando en todo, bajo la determinación y el influjo imparable del proceso de globalización económica y de la creciente universalización del modo de vida, debemos acogerlo como una cálida invitación a examinar la actual vida cotidiana que ya no deja mirar hacia el pasado ni tampoco facilita desentrañar las tendencias que nos hagan entrever el futuro que nos espera.
Es delicadamente poética de la manera de hilvanar los temas para darles conexión en el afecto por todo lo propio, por todo lo costarricense que regresa a la memoria, pasado por el tamiz de un sentimiento de orgullo legítimo. Amerita mención especial la descripción de las relaciones al interior de la familia. El desvelo continuo de las madres para, consentir, mimar, disciplinar, formar, atender y solventar los problemas de los todos días al interior del hogar y de la familia ampliada de tías y tíos, primas y primos, como arquetipo de las mamás de casi todo el siglo XX. Las ausencias frecuentes y en ocasiones prolongadas de los padres para cumplir con el sustento como único, y por lo menos el más importante, proveedor de la economía del hogar.
Una bella figura destaca al padre que era Ingeniero de Carreteras como “habitante de la montaña y del ensueño”.
Se infiere del texto que la autora leyó mucho antes de escribir el relato de sus recuerdos y tuvo el cuidado de separar todo lo desagradable a fuerza de una prosa poética. Cuando la invade la tristeza en algunos pasajes del escrito, apela a señalar que “el cielo no es el mismo”, “ni los sonidos son iguales” en la ciudad actual, con lo cual perfuma los limbos de morriña que dibuja en su romántica nostalgia.
Toda escritura es una forma de agradecer, Copi Salazar Castro expresa gratitud a los suyos y a sus amigos por compartir la vida cotidiana con ellos, a sus conciudadanos con tenerlos como compatriotas y a Costa Rica toda por haber nacido en este retazo del planeta felizmente verde, que es el color que simboliza la esperanza.
Hernando Ochoa
Colombia




INTRODUCCIÓN
Esta historia, nació del deseo de relatar a mis hijos y nietos, cómo fue, para las personas de mi generación, la vida cotidiana en la antigua ciudad de San José, profundamente añorada por mí, por su sencillez, su piedad y su cálida humildad.
Al difundirse en forma oral algunos detalles del relato, encontré interés, no solo entre mis contemporáneos, que disfrutarán recordando aquellos tiempos, sino también en jóvenes cercanos a mí, muy curiosos acerca de los contenidos.
De allí resulta la escritura de este relato, ya que deseo que mis descendientes, y los costarricenses de las nuevas generaciones, en cuyas manos queda depositado el destino de la patria, conozcan algunos detalles de la manera en que se desarrolló la existencia en aquella tranquila y acogedora ciudad que nos vio nacer.
Arribamos al Siglo Veintiuno habiendo alcanzado progreso en algunos aspectos, aunque despojados de casi todas las virtudes por las que fuimos conocidos, cuando el nuestro era un pueblo diferente, culto, honesto, moral y respetuoso, y la ciudad de San José, un sitio tranquilo y pacífico, adonde era agradable y seguro vivir. Los habitantes del San José de mi infancia, en su gran mayoría, estábamos orgullosos de ser costarricenses.
De aquella modesta ciudad capital, apreciábamos: el estupendo clima, la limpieza, la tranquilidad, la seguridad y el encanto del entorno, la amabilidad de que hacíamos gala, y la belleza moral y física de nuestras mujeres. En el concierto de las naciones, Costa Rica era un país respetable, y respetado, cuya democracia merecía el reconocimiento del mundo entero.
La población de aquella época se caracterizó por su integridad y honorabilidad, hombres decentes y trabajadores cuya palabra era valiosa; un pelo del bigote o un apretón de manos garantizaban la validez de la palabra dada. Damas virtuosas, hijos responsables, respetuosos y temerosos de Dios, y hogares estables.
Hoy todo ha cambiado, la ciudad es otra, los pobladores también cambiaron, y no para mejorar, la globalización llegó y la vida familiar, de la forma en que la vivimos los abuelos, desapareció.
Hemos logrado indiscutible progreso en cuanto a lo material, a diario la tecnología descubre nuevos métodos para facilitar el trabajo, mejorando la salud y la calidad de vida del ciudadano. Hay logros increíbles en el campo de la ciencia, la medicina hace milagros, y nuestra gente humilde, goza ahora de posibilidades que no tuvo antes, el Seguro Social alcanza a todos, y por vez primera, hasta los indigentes consiguen una pensión para su vejez. La juventud estudiosa se puede preparar con más facilidad que nunca, pero una vez graduados los profesionales deben de lograr maestrías en su campo de acción, la competencia es atroz.
Las damas compiten en los mismos espacios que los varones, mujeres excepcionales, bellas, inteligentes, preparadas y sagaces, ocupan posiciones importantes. La lucha por la vida, forzó un cambio en las costumbres. En el hogar, ambos esposos deben de trabajar para conseguir estatus digno, y no se conforman con cualquier cosa, desean y obtienen lo mejor que ofrece el mercado.
Hay enorme contraste con sus madres y abuelas, que preparábamos el futuro hogar con cortinitas de cretona, bancos del mercado “vestidos”, y una “coqueta” en lugar de tocador, sin pensar en comodidades y lujos, y complacidas dedicábamos la vida a la atención del marido y de los hijos, sobrándonos el tiempo para visitar a enfermos y prisioneros. Hacíamos los oficios de la casa lo que no nos impedía conversar interminablemente con las amigas sobre banalidades, mientras cuidábamos de los niños, sentadas en los pollos del parque. Éramos física y mentalmente sanas y virtuosas. Mucho más que la virtud, la salud y la apariencia física son hoy primordiales e importantísimas. Todos hacen deporte y procuran una alimentación bien balanceada, pero el tiempo es insuficiente para atender debidamente a los niños que nacen y crecen, vigilar sus logros en la escuela, su salud, su moral, su religiosidad y su felicidad. Hoy es más difícil que nunca, el logro de unión, comprensión y amor en el hogar, se trabaja demasiado para conseguir bienes materiales, y no hay tiempo para compartir entre generaciones.
También la ciudad perdió elegancia, señorío y actitud, porque la avalancha de extranjeros indeseables, invadió, de pronto a esta localidad tranquila adonde las leyes no fueron pensadas para protegernos de tal contingencia. El flagelo no es exclusivamente nuestro, hay muchos países sufriendo el mismo agobio de inmigración indeseable y peligrosa, contra lo cual, diferentes autoridades de gobierno intentan defendernos, como lo hace la Municipalidad con su Política de Regeneración Urbana, y el trabajo de la Policía Municipal, resguardando las calles y actividades públicas.
Costa Rica, históricamente fue sitio soñado por muchos extranjeros para retirarse, lo que nos trajo el regalo de una migración deseable, cuya compañía nos favoreció, acrecentando nuestra cultura. Hoy son los miembros de los carteles de la droga y la delincuencia internacional, quienes solicitan y obtienen visa para que, este país sin ejército ni armas, les sirva de trampolín desde donde ejercer su deleznable oficio.
La ola nos absorbe, vamos, dando tumbos, al compás de la modernidad. Los medios de comunicación nos mantienen al día con la información de noticias generadas en el resto del mundo. Sin embargo creo saludable dar un vistazo al pasado, y tratar de rescatar un poco de nuestra idiosincrasia perdida, la que, por mucho tiempo, nos hizo un pueblo diferente del montón.
LA AUTORA.
AGRADECIMIENTOS
Dedico este escrito, a las personas que tuvieron la paciencia, de escuchar, por años, los temas aquí expuestos. A mi dilecto amigo y consejero, Hernando Ochoa, prestigioso educador y literato colombiano, con residencia en Bogotá, Colombia, que me dio la pauta a seguir para contar mi historia, cuando apenas se trataba de una idea.
A los profesores que me alentaron a publicar, especialmente a mi mentor: el desaparecido profesor y autor don Jézer González Picado. A la licenciada Sonia Morales Solarte, escritora laureada, mi valiosa profesora y guía actual.
Al recuerdo de mis primeros profesores de literatura, en la Universidad de Costa Rica: Rafael Ángel Herra, Alberto Cañas, Lenin Garrido, Alfonso Chase, y Joaquín Gutiérrez Mangel.
Y allá en las aulas de AGECO, al recuerdo imperecedero de don Francisco Zúñiga Díaz, doña Clara Amelia Acuña de Sojo, don Jézer González Picado y don Ricardo Martin. A los antiguos compañeros que partieron.
A mis compañeros de taller actuales: Sonia Morales, Sofía Baltodano, Flora Jiménez, Ana Teresa Odio, Cecilia Hidalgo, Aramis D´alessio, y Deyanira Elizondo. A mis hijos y nietos que gustosos colaboraron, especialmente José Francisco y Roxanita Ortiz V. que han sido mis manos en este proyecto. A mis amigas de toda la vida, las invaluables compañeras-hermanas, con quienes comparto desde la niñez, penas y glorias: Lía Isabel Echeverría Alvarado, (Machita), Denise Agüero Lindo (Q.D.D.G.), Rosemary Jiménez Vargas (Q.D.D.G.), Vilma Loría Cortés, Virginia Sáenz Domínguez, Magda Jinesta Guevara, Liliana Vargas Rohrmoser, Haydeé Terán Alvarado, Ana Isabel Crespo Perera y Ana Isabel Lara Tomás, para todas mi inmenso cariño y reconocimiento.
LA AUTORA  
PRIMER CAPÍTULO
FAMILIA DE ORIGEN
Mi familia fue siempre, para mí, motivo de orgullo. De cultura vasta, principios sólidos, indudable piedad y amor al prójimo, mis antecesores, padres y tíos, tías abuelas, quienes me criaron y vieron crecer, fueron personas sencillas y correctas, con excentricidades, a juzgar por el concepto arcaico de la sociedad capitalina de entonces.
La nuestra es familia de muy larga data. Por el lado paterno: Salazar Aguado y Quesada López Calleja, el historial parte desde el siglo XV, en línea directa del rey Fruela de Asturias.
Por el lado materno: Castro Méndez, y Echeverría Aguilar, tuvieron desempeño importante en la historia del país. Mi bisabuelo, don Vicente Aguilar Cubero, socio, concuño y vicepresidente (durante el gobierno de don Juanito Mora), también Ministro de Economía del gobierno de Montealegre, y el primer costarricense en exportar el café a Inglaterra. Por un tiempo se juzgó el hombre más poderoso de Centro América, y fue acusado por algunos de haber participado del delito de traición contra don Juanito Mora.
Unos vinieron de España, llegaron en primera instancia a Guatemala, después viajaron a Nicaragua, para al fin radicar en Costa Rica definitivamente. Otros llegaron de España a Cuba, y por motivos políticos se vieron forzados a partir, haciéndose costarricenses desde hace varios siglos. Algunos de mis bis abuelos, todos mis abuelos y mis padres, nacieron en Costa Rica. Soy costarricense por los cuatro costados, a mucha honra, de allí mi apego a nuestra historia y mi amor por esta pequeña ciudad.
Vine al mundo cuando el inmenso capital familiar brillaba por su ausencia, no conocí a ninguno de mis abuelos, y partiendo de familias numerosísimas, fui una niñita sola, hija única, de un hogar sencillo y muy modesto. La historia de mi nacimiento, es un cuento que me relataron siempre, y que me fascinó escuchar:
“Me contaron que fue una tibia madrugada de principios de abril, lunes de Gloria, Habían resucitado las campanas y aún las lluvias no llegaban. Los días se prolongaban cálidos y ventosos. Un coche solitario transitaba por la desierta avenida. La mortecina luz de los faroles se reflejaba en la calle y el resplandor de una luna hermosa iluminaba las entejadas tapias. Las guarias moradas y blancas recibían la amorosa caricia de la plateada luz. De repente el silencio se rompió, y de una ventana surgió trémulo el reflejo de la luz de una lámpara. En la vieja casona se escucharon pasos apresurados, alguien salía de las habitaciones principales, encendió las luces del corredor y atravesándolo ruidosamente se aproximó a los cuartos del servicio: ¡Pilar, Pilar ven por favor! ponte un chal y vas a la casa de don Miguel Castro, dile que venga, que estamos en una emergencia. Ángela está de parto y doña Matilde la partera no llega. Tampoco he podido localizar a Toño Facio.
¡Avemaría Purísima Caridad, que calamidad tan grande! Me pongo la toalla y voy a hacer el mandado. Ojalá no me haga daño el relente, con lo resfriada que me siento. La vieja sirviente rezonga más por preocupación que por quejarse, ella ama a Angelita esa dulce muchacha que hace casi treinta años vio nacer y a quien cuidó siempre con especial esmero, ahora que ya no están los patrones Pilar se siente un poco su madre y teme por ella, que no es tan joven para enfrentarse a un parto por primera vez. Pilar es la empleada de confianza de la familia Castro Echeverría, llegó muy jovencita a trabajar para ellos y el joven Mario, Mariano le dice, y María de los Ángeles, Angelita, hijos menores de la familia, son sus predilectos, porque ambos nacieron durante su servicio.
Pilar es una mujer de tipo aindiado, alta, delgada y enjuta, viste una oscura falda de hilo, cotona de cuello alto y manga larga y es descalza. Alrededor de la cabeza luce la apretada trenza de negrísimos cabellos. En sus ojos oscuros la mirada firme y sincera retrata su carácter. Con ágil movimiento la mujer se envuelve en la severa toalla negra que la cubrirá de arriba a abajo y sale apresuradamente.
¡Llamá a Jacinto! Insiste Caridad, dile que te acompañe, él es muy servicial, contale nuestras trifulcas, Roberto no ha llegado de la finca y estamos solas. Vas más segura con él, pero por Dios no tardes mucho que esto va a ser ya , agregó casi llorando.- Eso sí, se van directamente a casa de don Miguel Castro y te lo traes para que nos auxilie, Tinina acaba de tener un bebé, él sabrá de seguro qué hacer!_ Obediente Pilar sale de la casa y llega hasta la esquina, escucha el pregón del guarda:_” Las doce de la noche y sereno” …Un perro flaco se esconde en el quicio de una puerta lanzando a la luna gemidos lastimeros, un escalofrío recorre la espalda de Pilar, quien acercándose al individuo le dice:” Jacinto, pide la patrona que me haga el favor de acompañarme a casa de los Castro Echeverría ¡Es una emergencia!”
“Desde luego, Ña Pilar, vamos pa allá. Para mí es un gusto serviles.”
En la habitación se escucha la respiración agitada de la parturienta, sus quejas y sollozos aumentan de tono. Asomada a la puerta de la calle, que mantiene entornada, Caridad tiembla y reza esperando la providencial llegada de quien las pueda socorrer. Ella jamás ha visto ni menos asistido a un parto.
Con voz enérgica regaña a su hermana para que no sea tan cobarde. No seas tan inútil, si te portas así desde el comienzo no vas a resistir el parto será mejor hacerte una cesárea. ¡Hay Cary, es que me estoy muriendo! Dice la infeliz.
Al fin se escuchan pasos, y Pilar entra a la habitación con Miguelito Castro del brazo, la llegada es providencial. La cabecita de la niña está coronando.
Aquí don Miguel, en esta botella está el alcohol por si se ofrece y en la mesa puse las sábanas limpias, las tijeras y una olla de agua hirviendo. Lávese bien las manos que ya viene el bebé.
Se escuchan sollozos apagados, con gran trabajo para madre e hija, ha concluido el parto. La niña es pequeña y negrita, más bien fea, después de tanta lucha para nacer quedó maltratada.
“Igualita a la mona Pascuala” dijo mamá sonriendo. Pasada la emergencia, la tía Cary amarró un pañuelo a la garganta de la enferma.”Para que no te salga Güecho” sentenció convencida. Y mamá respondió “Eso habría sido útil mientras pujaba. En aquel momento el reloj marcaba las cuatro en punto de la madrugada.
Me dijeron que papá llegó al mediodía siguiente, junto con el doctor Facio. Ambos venían de Limón, hubo un descarrilamiento y el tren de la tarde no salió, tuvieron que esperar... Doña Clotilde, la partera, una señora muy coqueta, tardó tantísimo en ponerse el corsé y arreglarse, que cuando al fin apareció ya yo había nacido.
Mamá se puso malita por el parto sin asistencia, sufrió gran hemorragia y el doctor decidió operarla. Con gran temor él y papá fueron a decírselo a la paciente, temiendo su reacción, ella aceptó feliz, decía que por nada del mundo habría pasado por la experiencia de otro parto, yo la recompensé dándole seis nietos.
Mi relación más conflictiva fue con papá, ausente y lejano, indiferente y parco, al mismo tiempo ansiosamente necesitado de cariño, siempre le adoré, a pesar de sus defectos. Papá fue ingeniero y poeta, un habitante de la montaña y del ensueño, venía con muy poca frecuencia a visitarnos. En aquella época las distancias eran enormes, no existían medios de comunicación entre la capital y los pueblos, mucho menos con las regiones inhóspitas y montañosas adonde mi papá abría brecha entre las rocas y los suampos para tender caminos y fabricar puentes, cuando trabajó para el Ministerio de Obras Públicas, e intervino en la construcción de los caminos y puentes de la capital, la pavimentación del Paseo Colón, y otras obras de progreso. Por motivos políticos, durante el gobierno de don León Cortés, perdió su trabajo en Obras Públicas, y quedó cesante, entonces se fue a trabajar para la United Fruit Co. a la región del Atlántico, alternativa única para el desempleado de esos días, profesional o no. Desde siempre nuestro país tuvo la osadía y la grandeza de competir mano a mano con las grandes potencias. Mi padre fue un pionero del progreso. En la montaña virgen se encontraba su trabajo, allí, entre las lianas que colgaban de los árboles añosos y fuertes, la cuadrilla de papá limpiaba con machetes un cuadrado entre la selva, y sembrando cuatro estacas tendía una lona, a manera de techo, que cubría el tapesco en el que papá dormía sobre un petate, muchas veces, en forma inadvertida, una serpiente amaneció arrollada bajo su cabeza. La alimentación de la cuadrilla dependía de lo que se pudieran cazar, a menudo zainos, chanchos de monte, monos y lo que diera la montaña, elementos que “el Cuque” cocinaba bajo el cielo desnudo sobre los tenamastes y ante el sol de la mañana, para los ingenieros y toda la cuadrilla de peones. Había tal vez alguna latería comprada en un Comisariato Rural, galletas, huevos, café y tabaco. Con sus botas de cuero y sus polainas eternamente humedecidas por el barro, su pantalón de dril y su camisa caqui, mi héroe, el pionero de los caminantes, aparecía en casa muy de vez en cuando, con su casco y su teodolito al hombro, la libreta de campo y la regla de cálculo. Moreno como el polvo, sus ojos increíbles, dos luceros de fuego, encendían para mí la luz del sol en la dulcísima sonrisa blanca con que me saludaba.
Fueron años de privaciones y entrega para aquellos pocos ingenieros que, bajo las peores condiciones, agobiados por fiebres palúdicas, distribuidas por los mosquitos en aquellos suampos, abrieron el camino a la civilización de todo un pueblo. Condiciones que fueron culpables de la prematura y dolorosa desaparición de casi todos aquellos apóstoles de la civilización que dejaron su salud y sus esfuerzos sembrados en los caminos y caseríos del país, recibiendo como alimentación la peor dieta concebible, sin nada fresco nunca, ni vegetales verdes, ni frutas, únicamente avena, arepas, a veces miel silvestre. Ocasional y desgraciadamente más a menudo de lo deseable, guaro de contrabando de una saca y las aguas, muchas veces contaminadas, de algún río. Ingenieros como los hermanos Gutiérrez Brown y papá, formaron nuestra patria.
Yo extraño la presencia de papá, mi encantador poeta, el soñador, el casi desconocido, que faltará durante mi infancia y mi adolescencia. Le amo mucho, pero quisiera que fuese diferente, estaré muy vieja cuando al fin comprenda que casi nadie cambia, hay que aceptar a las personas como son. Él era encantador y dulce, a pesar que parecía furioso, porque era muy serio, muy distraído, tanto que una vez que vino a casa, me trajo de regalo una muñeca Shirley Temple exactamente igual a la que me había traído el Niño Dios, meses atrás. A pesar de que mamá me retorció los ojos para que yo no dijera nada, no pude evitar que él notara mi desencanto.
Su vida no fue fácil, quedó huérfano de ambos padres muy pequeño, lo criaron sus abuelos millonarios que no podían ofrecer a los pequeños herederos de su hija mayor, fallecida en el parto, demasiada atención.
Aquellos abuelos tenían once hijos jóvenes e inquietos que cuidar, un enorme capital que les permitía una activa vida social y artística, siendo el abuelo un reconocido pianista internacional. Era difícil atender a los huerfanitos, por muy buena voluntad que pusieran en ello. Los pequeños huérfanos, al ser llevados fuera de Cartago, apartados en forma abrupta de su ambiente acostumbrado, crecieron faltos de cariño y atención. Lejos de su abuela paterna que los había criado desde que la madre murió, sin la sombra del padre, lejos de su tierra, de su familia, de su mundo, introducidos a fuerza en un mundo ajeno, ayunos de amor y rodeados de lujos y dinero, tuvieron una extraña formación. Papá fue ingresado a la escuela, en el Colegio Calasanz de Barcelona, apenas contando con cuatro años, hizo la secundaria en California, en colegios de jesuitas y entró graduado bachiller, en MIT a los trece años.
Vivió en un viaje continuado, entre Europa y los Estados Unidos, al vaivén del deseo de su abuelita, que cuando estaba en Cuba quería visitar California, y de allá deseaba regresar a España, y de nuevo venir a Costa Rica, y así hasta el cansancio. Durante aquellos viajes, el abuelo fletaba un barco para la familia, iban todos, incluido el jardinero, el palafrenero, la cocinera, y sus familias, el gato que se llamó Moisés, y la lora. En los muelles los gamines gritaban al verlos arribar: “Llegó el circo!”
Inesperadamente vino la ruina para don Francisco Quesada Esquivel, los hermanos Tinoco (apoderados generalísimos del capital del abuelo y administradores del mismo) con su golpe de Estado dieron al traste con aquella fortuna. Aparentemente quisieron suavizar el golpe, y, ya en el poder, le adjudicaron a la familia los terrenos de Gandoca, en la Provincia de Limón, una parcela mayor que toda la cubierta por la provincia de San José. Nadie se interesó jamás en hacer valer esos derechos, y cuando yo intenté recuperar algo, estando ya casada y con varios hijos, fue muy poco lo que pude hacer. los papeles estaban en Archivos Nacionales, tenían más de cien años.
Al momento de la ruina del abuelo, papá apenas comenzaba a estudiar su profesión, abandonó la universidad y regresó a Costa Rica, no quiso de ninguna permanecer siendo carga para don Francisco. En un café de la avenida central, frente al congreso, retiró la silla a Pelico Tinoco cuando el señor presidente iba a sentarse, en venganza por el daño infringido a su abuelo. De inmediato fue tomado preso, y enviado a San Lucas. En una novelesca escena, escapó del presidio en una lancha proporcionada por la negra Alvarado, nuestra amiga de siempre. Contaba que lo primero que escuchó a su llegada al país vecino, en un rancho del camino, fue a un hombre que le decía a su compañera: “Choho, me ejcupijte Mariya.”
Profundamente religioso y creyente, mi padre quiso ser sacerdote y no lo consiguió, cambió de idea, prefirió ser un buen hombre que un mal sacerdote, según sus propias palabras.
Trabajó en la montaña que fue su paraíso, hasta que la cruel enfermedad lo conminó al hogar por diecisiete años consecutivos, sin leer, hablar, ni escribir, a resultado de una trombosis cerebral. Murió siendo todavía joven, dando un testimonio de humildad y paciencia que todavía me conmueve. Aunque de joven no conoció la experiencia de una vida de hogar, trató de ser un buen padre, aunque fue un pésimo marido. Él normalmente vivía en la montaña, no había comunicación con la ciudad y nunca anunciaba su llegada, venía si acaso una vez al mes, pero aunque no lo avisara, mamá y yo presentíamos su venida, siempre soñábamos con él, de modo que cuando aparecía, la sorpresa no lo era tanto.
Llegaba a casa generalmente el día viernes después del pago en la Compañía, entraba a saludar y directamente a bañarse y cambiar de ropa. Almorzábamos, si era de mañana, y él después salía a hacer sus diligencias. Posiblemente al Club a ver a sus amigos, y comenzaba así para mamá y para mí la angustia prolongada de no saber cuándo y cómo iba a llegar de vuelta, porque le encantaban el trago y la parranda, y como su conversación era maravillosa, y él un hombre muy simpático, siempre encontraba audiencia para comenzar su recital de poesía, que solía terminar hasta la madrugada. Sin embargo, aunque casi nunca compartíamos, papá tenía su curiosa forma de acercarse a mí, me cortejaba como a una novia cuando estaba en casa.
Aquel domingo yo despertaba absolutamente dichosa, sabiendo que iríamos juntos a Misa, y que me llevaría consigo a almorzar al Hotel Costa Rica, al almuerzo danzante de todas las semanas. Mamá me vestía con mis mejores galas, un trajecito negro de terciopelo con cuello de guipiure, altas medias blancas, zapatitos de charol y guantes blancos. A veces un sombrerito negro, del que sobresalían indomables los rizos rubios que nimbaban mi cabeza como una corona. De la mano salíamos los dos, como dos novios por la puerta principal, caminando sobre la Avenida Central, íbamos saludando a vecinos y amigos.
En la esquina del almacén “La Magnolia” cruzábamos hacia el Sur, hasta llegar a la Iglesia Catedral, a la Misa de doce. Escuchábamos la Misa con devoción, a la salida íbamos hasta Las Arcadas, por la Avenida Segunda. Atravesando el parquecito llegábamos a nuestro destino.
Subíamos al último piso, al llamado Roof Garden, en el ascensor, y allí, atendidos por el metre, ocupábamos una mesa en el balcón, con vista a la ciudad. La comida excelente, una copa de sangría para la niña, y un Whisky para el señor. Elegantes parejas se deslizaban por la pista, la orquesta amenizaba la reunión, todos los asistentes eran amigos, se acercaban a nuestra mesa y felicitaban a papá por la niñita que estaba, según ellos, tan grande y tan bonita. Mamá casi nunca nos acompañaba, no le agradaba vestirse tan temprano. Después del almuerzo regresábamos a casa, papá le llevaba un ramito de flores, comprado en la calle, al salir del hotel. Por la tarde íbamos los tres juntos al cine, a la tanda de cuatro. Y muchas veces saldríamos de esa tanda únicamente para pasar al Cine Palace, y entrar de nuevo a ver la película de aquella sala, a los tres nos encantaba el cine.
Eran domingos maravillosos para mí, el recuerdo más bello de mi vida de niña.
Cuando duraba su estadía, cualquier día de entre semana papá me llevaba a comprar un helado, en la heladería situada frente al Parque Central, y de allí a la Botica Francesa, a ver a doña Amparo de Zeledón mi tía abuela, quien nos atendía con cariño. En una de aquellas visitas, aquella dama de personalidad fuerte, increíble para su época, me regaló un Niñito de Praga, de bulto, que guardo todavía.
Papá era sumamente distraído, en una de nuestras visitas a la Botica Francesa, me llevó primero a comprar helado, en una heladería que estaba donde fue después Radio María. Mientras él pagaba en la caja, otro señor, igualmente distraído, me tomó de la mano y salimos los dos. Me llevé un enorme susto cuando escuché los gritos que lanzaba papá desde la heladería, el señor se quedó muerto del susto también, ninguno de los tres se había dado cuenta de la equivocación. Los tres habíamos estado “en el limbo”, dijo mamá.
De otras personas presentes en mi vida desde que nací, recuerdo con especial cariño a mi tía Cástula, la menor de los trece hijos que tuvieron mis bisabuelos, nunca se casó y olvidó su anhelo de dedicar su vida a la vocación religiosa, para permanecer soltera y así poder asistir adecuadamente a sus padres, en su vejez enferma. Cástula, la tía abuela ocupaba el dormitorio del fondo, enseguida del baño, y su habitación era casi una capilla. Entre los muebles antiguos de madera oscura, sobresalían varias repisas con los Santos de su devoción, siempre titilantes bajo una vela de aceite, que repartía reflejos y chispazos de luz sobre la inmaculada colcha blanca de crochet. Flotaba en el ambiente una fragancia, el aroma a vainilla, a lavanda inglesa, tan prudente como ella, por doquier profusión de fotos familiares, y en el armario enorme, estaba, para codicia de las niñas: ¡El baúl de los tesoros escondidos! Cuando se lo pedíamos las sobrinas, ella abría aquella fuente prodigiosa de sorpresas e iba sacando lentamente sus tesoros secretos: los” Programas” de bailes en Palacio, con el carnet firmado por sus cortejantes, postales de Paris, un par de castañuelas de Andalucía, los recortes de la sección de sociales de su tiempo, reproduciendo fechas importantes para la familia. Daguerrotipos con la efigie del abuelo, otros más con la abuela en su traje de bodas, cajitas, botellitas de colores, estampas religiosas con oraciones cortas, cintas del Santo Sepulcro de las que venden en Semana Santa, medallitas. No hay idea de la diversidad de objetos que ella atesoraba y guardaba celosamente entre cajas de raso atadas con cintas, bolsitas de encaje, y mil detalles delicados, codicia de las niñas que no cesábamos de molestarla para que nos mostrase tales maravillas, entre las que siempre encontró un detallito para regalar a cada una. Con su ejemplo de profunda piedad, y entrega absoluta a nosotros, ella me enseñó cuán importante es la familia.
La presencia de mamá fue definitiva en mi vida, era un ser humano muy especial, la persona más importante para mí, la imprescindible, la ejemplar, la mujer fuerte, inteligente y bella. Destellaba un halo de luz que alcanzaba a quienes estuvieran cerca. Desde que yo nací estuvo dedicada a cuidarme y protegerme. Encantadora, llena de vida y de gracia, tuvo muchas y magníficas amigas. Cuando salíamos de compras a la avenida, siempre entrábamos a alguna iglesia, a Catedral o al Carmen, para hacer una corta visita al Santísimo, allí ella me enseñó a rezar, y a confiar en la Divina Providencia. Iba siempre que hubiese rosario o estuviera el Santísimo expuesto, también los jueves a la Hora Santa y casi a diario a misa de seis en la Soledad, era piadosa y trató de enseñarme a serlo yo también, en contraste fue una gran jugadora. Desde niña mantuvo un mazo de naipes debajo de su almohada. Era una mujer guapísima y simpática. Tenía unos ojos verdes preciosos, y un cuerpo escultural. Cariñosa pero severa, tuvo un carácter fuerte, sabía comprender y perdonar.
Un detalle que la describe, y que ahora recuerdo, se dio estando papá en casa, salieron ambos, como casi siempre cada uno por su lado. Ella se fue temprano a jugar a casa de una amiga, aquellos juegos de póker o de canasta interminables, que acababan en la madrugada. Papá salió para el club, y también regresó tardísimo. Cuando papá entró al dormitorio, mamá, que en aquel momento comenzaba a desvestirse, se volvió a vestir y levantándose se dirigió a la puerta. Papá asombrado se la quedó viendo ¿Y para dónde vas ahora? Para Misa ¿Pues a qué horas llegaste a casa? Yo regresé temprano, dijo mamá, muriendo de la risa, vos fuiste quien llegó a deshoras ¿No te da pena? Ya van a ser las seis. Papá, dudando todavía, se terminó de acostar, mientras susurraba una frase muy suya: “compadre, juraría que yo llegué primero.”
Mamá lo bolseaba cuando llegaba a la casa, se lo confesó al sacerdote y que éste la autorizó para hacerlo siempre que pudiera. Cuando riendo se lo contó, papá decía, utilizando su expresión predilecta. “¡Compadre, si siempre me dejás “limpio”, qué tal ahora con autorización sacerdotal!”
Hubo entre ellos un gran entendimiento, un conocerse bien y un enorme respeto. Aunque sé que su unión no fue demasiado feliz, ninguno de ellos la quiso romper jamás, por apego a la religión y por mi causa. Guardo inolvidables recuerdos de algunas ocasiones, cuando desde mi camita les miré felices, tocando la guitarra, y cantando juntos valsecitos criollos, bambucos colombianos, o recitando poemas a la luz de las velas; son chispazos de dicha que perduran en mi mente, cuadros de una época corta pero muy feliz. Desde que papá se fue a la montaña, casi siempre estuvimos solas mamá y yo. Cuando celebré mi primera comunión, para mi graduación de primaria, cuando estuve internada en el hospital en diferentes ocasiones, por la operación de apéndice, de glándulas, para mi graduación de bachiller, en mis presentaciones de ballet, siempre estuvimos solas las dos. Milagrosamente para mi boda, enfermo y casi ciego, al fin vino papá.
Mamá era una mujer de cultura, adquirida de forma autodidacta porque leía mucho. En el hogar paterno debieron afrontar una seria situación económica luego de que el abuelo Castro Méndez, invirtiera su capital en bonos del gobierno, bonos que de la noche a la mañana perdieron todo su valor. Por tal razón únicamente permitieron a las hijas mujeres cursar la secundaria hasta el tercer año, no había dinero para pagar más, a sus hermanos varones les estaban financiando la profesión, una costumbre machista y muy costarricense. A pesar de no haber podido estudiar cómo le habría gustado, mamá continuaba con sus lecciones de canto con Zelmira Segreda Castro, admirable cantante nacional, amiga y pariente suya. Su padrino, don Alberto Pinto, quiso financiarla para que fuera a Paris a culminar su carrera, era el esposo de su tía Amelia Echeverría Aguilar, que la quería mucho. Llegó papá al país, se hicieron novios y decidió casarse. ¡Craso error! Lo dijo siempre.
Tía Cary “mi mamá-Cary” como yo le llamaba de pequeña, fue elemento trascendental en mi desarrollo, la quise con temor, con lástima, hasta con odio a veces. No lo sabría explicar. Bonita, simpática y chistosa, casada varias veces no logró ser feliz, vivió casi siempre con nosotros, imponiendo su presencia aunque con eso destrozara la armonía familiar, ya que no podía evitar intervenir en todo.
A su primer marido no lo recuerdo, estaba muy pequeña cuando se separaron. Su segundo esposo, Fernando, un hombre talentoso y bohemio, sufrió un accidente en México, adonde viajó en compañía de sus eternas amigas Yolanda Oreamuno, Eunice Odio y Chabela Vargas, la tía movió cielo y tierra para viajar a cuidarlo.
El hombre se durmió fumando, y el colchón de lana de borrego se incendió, allí se estuvo cocinando hasta que el olor alertó a los otros huéspedes de la pensión.
La tía viajó de inmediato, se hospedó en casa de unos amigos ticos, y por seis meses o más durmió sentada a la par de la cama de hospital, en la Cruz Verde mexicana, en un tabanco, y acompañada por una india “Chiminita” que le alcanzaba de “la banqueta” lo que pudiera comprar para alimentarse: una tortilla con chile chipotle y una copa de pulque, eran su cena frecuente.
Muerto el marido, llevó luto con velo negro largo, que llegaba hasta el suelo. Nos envió varias fotos arrastrando su velo por las calles de México. ¡Un caso el de la tía! Por supuesto al poco tiempo ya estaba de vuelta en nuestra casa.
Ella me consintió siempre, me quiso como si yo hubiese sido su hija. Era romántica, le encantaba la poesía y declamaba bien, me dedicaba grandes ratos, enseñándome poemas para niños, especialmente poemas colombianos como el de “La pobre viejecita” y “Simón el Bobito”, cuando pequeña ella me peinaba, haciéndome sentar en una sillita baja, al sol, para que la colochera llena de linaza se secara al fin.
Más adelante, cuando por las tardes acudía a una tertulia con el famoso novio, a mi salida de la escuela, me llevaba a casa de Carmen Lira, adonde conocí algo de la bohemia y la cultura, personas intelectuales muy interesantes. Hubo una tercer tía, la mayor, que se llamó “Chayito” María del Rosario Castro Echeverría, quien sufrió un derrame cerebral al cumplir sus quince años, repitiéndose cuando cumplió los treinta. Un caso extraño, cuyo diagnóstico acertadísimo se debió al ojo clínico del famoso Dr. Durán de la época. Yo no la conocí, como tampoco conocí a los abuelos.
Por parte de mamá dos fueron los tíos varones, ambos ausentes: el tío Mario, ingeniero de máquinas, solterón que vivía en Panamá. Y el tío Rogelio, dentista, casado, vivió primero en El Salvador y luego en Chiriquí, Panamá. Mi tío Rogelio venía con su familia a pasar las vacaciones de fin de año con nosotros. ¡Qué alegría! el alboroto en casa con la visita de ellos era impresionante.
Su esposa, la encantadora, tía Eva Fajardo, con sus dos hijos menores, uno de mi edad, Sídney y el otro niño cinco años mayor que nosotros, que se llamó Rogelio, y cuatro hijastros adolescentes, una niña y tres varones, tres de ellos fruto de un primer matrimonio de ella, y el cuarto un ahijado “entenado” que había perdido a sus padres. ¡Sorprendente que una madrina aceptara esa encomienda!
A Sídney, y a mí, nos estaban preparando para recibir la Primera Comunión al año siguiente, de modo que se planeó que para la oportunidad ellos deberían regresar, y lo celebraríamos juntos, eso me hacía muy feliz.
Mamá se esmeró en hacerme un traje de organdí, lleno completamente de alforcitas, con mangas largas, anchas, de puño, un velo de malín muy espumoso, y una coronita preciosa de flores pequeñas. Fuimos juntas a comprar los zapatos de charol blancos, y la bolsita para las estampas. Estaba ilusionadísima. Mi tía ya había encargado adonde un sastre, el traje entero de Sídney para la ceremonia. Cursábamos el segundo grado de primaria.
Pasadas unas semanas llegaba yo de la escuela, y al entrar en casa escuché a mamá llorando a gritos, como enloquecida. Sus lamentos se escuchaban desde la propia calle. Subí las gradas de dos en dos, mi tío Toñico trató de detenerme sin conseguirlo, abrí la puerta, y vi a mamá sobre su cama desatando a gritos su dolor, acababan de avisar que mi tío Rogelio había fallecido al llegar a La Cuesta, una localidad cercana a Chiriquí, en el cantón de Corredores, territorio costarricense, cuando se preparaba para tomar el vuelo hacia San José, estaba muy gordo y su corazón falló. Por vez primera me vi enfrentada con la muerte de un ser querido, fue algo muy doloroso, no podía hacer nada para evitarlo, solo quedaba resignarse y rezar. Mamá estaba desolada, el tío Rogelio era su hermano predilecto.
El pobrecito de mi primo no tuvo a su padre cuando hizo su Primera Comunión. Me di cuenta de que la vida puede ser demasiado dura, incluso para algunos niños. ¡Qué triste en realidad, pobrecito mi primo!
Mis tíos paternos fueron: “Sor María Salazar”, religiosa de la Congregación de María Auxiliadora, quien huyó muy joven del hogar de sus abuelos llevando como dote las joyas de su mamá, herencia de los tres hermanos, para consagrarse a la vida religiosa. Fue formadora de toda una generación, en el colegio de María Auxiliadora en San Pedro de Sula, Honduras adonde se desempeñó como madre superiora durante veinticinco años. Murió en olor de santidad, rezando sus propios responsos, después de padecer por largos meses un cáncer en el hígado. A su muerte recibí una cajita con su herencia: tres pañuelos blancos de hombre, tijeritas para las uñas, unos anteojos y una castañuela sola. Su enorme capital estaba en el cielo.
Y mi queridísimo tío Chisco, famoso arquitecto y pintor retratista, creador del Templo de la Música del Parque Morazán, con el que se ganó un trofeo en los Juegos Florales del año 30. Arquitecto del viejo Club Unión, y de mil preciosas construcciones, pintor y retratista, cuya obra pictórica en su mayoría se encuentra en Europa porque el resto se perdió en un incendio en Nueva York, en casa de su única hija Violeta. Existen todavía en San José algunos cuadros pintados por él: el retrato de Melico Salazar en el Teatro Nacional, de Monseñor Sanabria, en la Casa Amarilla, y de varios ex vicepresidentes y expresidentes de la Asamblea Legislativa, señoras de sociedad y muchachas de entonces, incluido mi retrato que fue su regalo para mis quince años, y que luce en la portada de este libro.
Yo fui una chiquilla corriente, de mediana estatura, crespa, herencia de las tías Quesada, con grandes ojos café, herencia de papá, ñata y trompuda, herencia de mamá, (una caricatura de ella) y entonces muy flaca. Por supuesto al ser la única niña de la casa y de la familia, todos me creían divina. Era rubia y colocha, más bien baja y muy delgada pero con buenas piernas, ojos grandes oscuros, que llamaban la atención, aunque usé anteojos desde muy pequeña.
Además del ballet cuando jovencita, y de mis poesías escritas de los ocho años en adelante, después de graduada practiqué la pintura al óleo, la acuarela, el pastel, la cerámica, la fabricación de flores de muchos tipos, modelado en barro, etc. Las artesanías me cautivaron, y por muchos años, fiel a mi herencia, cosí disfraces para fiestas de fantasía, y vestuarios para las alumnas de ballet.
En mi vida de adulta siempre estuve ocupada y jamás me aburrí. Tuve un hogar estupendo, con un marido amante, seis hijos cuyas edades cubrían desde meses hasta los dieciocho años, y varios adultos mayores que atender. Era una vida simple, que se llenaba con las cosas sencillas y agradables que ofrece algunas veces la existencia, a las mujeres sencillas y buenas.
Además del cariño constante de mi familia y de mis amistades, son mis hijos, nietos, y bisnietos, el mayor regalo que la vida me dio.


CAPÍTULO SEGUNDO
DUERMEVELA
”Se deslizan oscuras las aguas en el caño,
Estoy de pie, en las sombras, confusa y esperando”…
Retirada en mi alcoba descabezando sueños, viejos temas que se ciernen sobre mí como nubes oscuras, que vienen a perturbar mi calma, y entrelazando pensamiento y recuerdo sobre la almohada fría, caigo en sopor…
Corre el año de 1934 y cuento con tres años de edad. Desde mi cama de baranda, escucho los apagados ruidos del amanecer. En el patio central, mi tía riega las plantas, se trata de la tía Cástula, hermana de mi abuela materna, quien ha vivido con nosotros desde siempre, ahora que nos mudaremos al nuevo apartamento ella ya no vendrá ¡la voy a echar de menos! Su presencia me fascina, es como la brisa tenue que pasa inadvertida, ella siempre está allí, lista para aliviar mis penas, su voz es un susurro que borra la tristeza, sus brazos son el nido que acuna mi cabeza cuando mamá no está, ella es quien me consuela.
Las avecillas trinan sobre la fuente y se escucha la escoba sh, sh, sh acariciar la piedra con un sonido lento y prolongado, es Margarita, mi Nana, que barre la acera del frente de mi casa.
Escucho que por la Cuesta de los Moras, vienen bajando lento las carretas, con su fugaz chirrido, un canto rítmico y constante que adormece a la tierra.
Vienen cargadas de caña de azúcar, leña, vegetales y carbón. El boyero azuza con sonidos bucales a la yunta, lleva el chuzo a modo de cayado, mientras con su bronca mano, limpia el sudor que cae, desde la frente, bajo las greñas de cabello hirsuto, que brota indómito bajo el “chonete” de lona.
En la vecina Iglesia de La Soledad, repican las campanas, su voz metálica y vibrante se extiende en oleadas sobre los techos de mi barrio. Imagino cómo, al igual que gaviotas negras, bajan ansiosas la Cuesta de los Moras las devotas que van para la misa, envueltas en sus toallas, con la cabeza baja, y junto a ellas, muchachillos vistiendo un uniforme color rata, caminan rápidos hacia el Liceo, jugando y riendo como chiquilines. Enredada en la oscura repetición de un mal sueño, un sueño triste y feo que me asusta, sufro de nuevo esa cruel pesadilla recurrente, que ensombrece las noches de mi niñez inocente.
Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.
Llegué hasta aquí llorando, buscándote mamá, hace frío y tengo miedo. En el piso de lajas de la calle hay un brillo espectral ¿Adonde estás mamita, adonde fuiste?
El gorro de dormir cubre mis rizos rubios y sobre las baldosas congeladas, mis pies pequeños luchan por evadir los ruedos de la camisa larga, temo caer. Hay una puerta enorme de madera, subo la grada de piedra y me levanto en puntillas tratando de alcanzar la aldaba, de hierro herrumbrado. La puerta está entornada, la empujo y sus herrajes chillan, despacio se va abriendo, por aquí la vi pasar. Frente al pasillo oscuro me estremezco gritando, mamá, mamá, mamita…. Mi voz se escucha hueca, a lo lejos el eco repite mis palabras, vacío y gris…
Junto al zaguán hay otras puertas altas, todas están cerradas. La niebla flota sobre mi cabeza, me circundan la nada y el silencio, hay cortinajes blancos meciéndose en lo alto. Atisbo la fugitiva sombra, mamá camina rápido, parece que volara, desaparece detrás de cada puerta que se cierra, y cuando llego allá, solamente el aullido del viento me acompaña. La persigo con inseguros pasos cortos, lo que mis piernas dan. Levanto los brazos intentando evitar las telarañas que cuelgan del artesonado, la viscosa materia se enreda entre mis dedos, por Dios mamá, me estoy cayendo, regrese aquí… Aletear de murciélagos cerca de los horcones, Un gato maúlla lastimeramente y el viento ruge sobre el tejado frío.
Mamá, regrese ya, que tengo miedo…”Hay bruma alrededor, una capa de niebla fría y oscura, envuelve cuanto toca”.
Mi mente se despierta, saliendo de la bruma, siento mis ojos húmedos y rojos, la luz del sol comienza a despuntar. ¡Al fin! estoy en casa, acostada en mi cuna, en la vieja casona familiar, al centro mismo de la Avenida Central. Amanecí naufragando en un mar de nostalgia, la ensoñación sobre mi lejana infancia, y el recuerdo del mal sueño, dejaron en mi boca, un amargo sabor. Querida, ¿Estás despierta? Tía Cástula me llama, ¡Estoy despierta al fin! Despacito me bajo de la cama, me pongo las pantuflas y la bata, y salgo queditito para no despertar a mamá...
Me lanzo a los brazos amorosos de mi tía mientras exclamo: ¡Otra vez soñé la pesadilla tía, otra vez tiita, otra vez! Tranquilita mi amor, solo fue un sueño, no piense más en eso, ya pasó, ya pasó…
¿Vas a ir al kínder? Sí, claro que sí. Entonces ¡A correr! porque son casi las seis y hay que bañarte, vestirte y darte el desayuno. ¡Margarita! Por favor tráeme el agua caliente, la palangana grande y una toalla. La tía me alza en brazos, levantándome del suelo, me envuelve toda con una toalla gruesa, mientras va desvistiéndome. Entrambas me conducen al baño. Al llegar al sitio, el fúnebre túnel gris que aborrezco, de nuevo me ponen sobre el suelo. Este cuartillo oscuro y tenebroso me da miedo, sus paredes son muy altas, y de su techo cuelga una sola bombilla parpadeante, que casi no alumbra. Hay una cadena larga para prender y apagar la luz, pero está alta, yo no consigo llegar hasta allí. El horrible lugar, tiene la pintura cuarteada, hay lamparones oscuros de humedad en las paredes. Al abrir la puerta se ve el “servicio” de tanque alto, con cadena, un lavamanos altísimo, de hierro enlozado, que debo alcanzar subiéndome en un banco, para lavar mis dientes o mis manos. Ya en la ducha, desde la primitiva aspersión de hojalata, el agua cae helada, con un chorro fuerte como un chilillo. Me incorporan sobre la alfombra de hule, un frío de muerte me traspasa. Margarita mezcla el agua caliente de la olla con la friísima de la cañería, y me va enjabonando con un paste, mientras tía me echa encima palanganadas de agua tibia. Concluida mi ablución, de nuevo me llevan en brazos hasta el cuarto, me visten y me peinan.
Mamá despertó: “Buenos días mi amor, ¿Vas a para el kínder?” Sí, ya me voy, muy buenos días, dame un besito que te quiero mucho.
Margarita me entrega la bolsa de papel con un bollo de pan con mantequilla y una manzana; de su mano alcanzo la puerta de salida, caminamos media cuadra y llegamos al kindergarten de las niñas Soto, el Kinder Garden Moderno. Junto al portón cerrado espera una larga fila de niños con sus acompañantes. Al frente de esta propiedad, está la residencia de los Kepfer Echeverría, primos de mamá, allí vive María Isabel, una prima que a menudo viene a jugar conmigo por las tardes.
Al sonar el tan de las siete, la portera abre la puerta y los niños en fila ingresamos al jardín. ¡Pórtese bien mijita! ¡Gracias Margarita, que te vaya bien!
Ingreso al corredor feliz, haciendo caballito me uno a la cadena de compañeros que juegan, y de la mano de Macha y Ana Lottie llego al fondo del patio. Hay una cubeta con arena, Robertillo Lang se acerca rodando una rueda de bicicleta con un aro largo, las niñas juegan con tucos y piedritas. Buenos días niños, dice la voz amable de la profesora, (la niña Virginia Mata), respondemos en coro: buenos días niña. Los alumnos hacemos fila en el jardín y entramos al aula, donde mesas con sillitas pequeñas nos esperan. Tomo asiento en mi sitio de siempre, y la lección comienza. Al medio día concluyen las clases, y de pie, atrás del portón, espero por Margarita. Hay revuelo en la calle, una procesión se acerca. Personas diversas acompañan la imagen del Niñito Dios, al que invocan como “El Dulce Nombre”. La pequeña imagen de un niño rubio y sonrosado, que viste una túnica también rosa; su carita redonda nimbada de rubia cabellera. Viene de pie sobre unas andas pequeñas que descansan sobre los hombros de señoras piadosas.
De casi cada casa de la cuadra, salen señoras a improvisar altares. Cada una pone el suyo: sobre una mesa con mantel, habrá floreros con flores y velas, colocan allí la imagen, y piden bendición a los niños de la familia, si están enfermos para que sanen y si no, para pedir que no se enfermen.
Los devotos recorren los barrios capitalinos durante algunos días, hasta cubrir la totalidad de la ciudad. Previamente, los vecinos interesados, deben llamarles, preparar el altar y ofrecer una limosna para el querido Niño visitante.
En aquella época de la historia, las familias enseñaban lo relativo a la fe y a la religiosidad, de una forma constante y casual, los niños desde muy pequeños aprendíamos a convivir con la Iglesia y sus exigencias. Desde entonces para todos nosotros, Dios fue un amigo, un refugio, un confidente amable y de confianza.
De pie, frente a mi casa, espera mamá, y me sonríe de lejos, corro hacia ella.
Al igual que las otras vecinas ella vistió su mesa con un mantel bordado, un crucifijo, los candeleros de plata (ningún cuidado de que se los pudiesen robar, no había ladrones) y unas flores. Los devotos bajaron la imagen a la mesa, mamá encendió las velas y rezamos tres Ave Marías, acompañadas por la filarmonía y el grupo. ¡Hola mamita! la abracé fuerte, mientras subía a sus rodillas. Mamá entregó su limosna. . ¡Muchas gracias señora! Dicen los devotos al partir. Para ustedes las gracias, necesitamos mucho la Bendición de Dios. El piadoso grupo ya se aleja. En el aire perdura el eco de los cantos: Ave, Ave, Ave María, Ave, Ave, Ave María…
¿Adónde iremos por la tarde mamá? Vamos a visitar a papá Yayo, estamos invitadas a tomar el té, con Gata y las muchachas. ¡Salto llena de alegría, me encanta ir, a casa de papá Yayo!-
Mis hijos, vienen, una vez por semana, a reunirse conmigo. Este fue el día elegido, para comunicarles mi decisión, de poner sobre el papel, aquellos recuerdos de los años viejos que tanto me hacen suspirar. Sucesos, carentes de importancia para otros, pero muy importantes para mí, y que deseo compartir con ellos. Y así comienzo, con el relato, que registra mi mente, desde la más tierna infancia, sobre mi entrañable ciudad de San José, la primorosa tacita de plata de la que me enorgullezco, y comienzo así la historia:
NACE LA CIUDAD
Sobre buena tierra, germinó la semilla
En un sitio pequeño de la meseta central de Costa Rica, al centro mismo del continente americano y al pie de la imponente cordillera, centro medular de la actividad volcánica de la región, se empezó a desarrollar un humilde caserío, originalmente denominado “La Villa Nueva de la Boca del Monte.” Estuvo conformado por una limitada población de artesanos, agricultores y comerciantes. Aquel asentamiento, con el correr de los años, llegaría a transformarse en la ciudad de San José.
Fue, a partir de la segunda mitad del siglo dieciséis, cuando en Costa Rica, aparecieron las “Villas,” definición autóctona nuestra durante aquellos siglos.
“La Villa Vieja,” dio origen a la ciudad de Heredia, la ”Villa Hermosa,” fue después Alajuela, y en la “Villa Nueva”, se gestó el actual San José. Ninguna de aquellas regiones, obtuvo título de villa por permiso, o concesión, declaró, en su oportunidad, el “Fiscal de la Audiencia” en Guatemala.
La tendencia a nombrar “Villa” a los poblados, continuó; mucho tiempo después, se fundaron: Las comunidades de Villa Colón, Villa Neilly, y últimamente Villa Esperanza, en Pavas.
Principal motor de la fundación de las villas, fue la necesidad de la población blanca, española, de obtener un permiso de la Iglesia, para poder asistir a la Misa dominical y celebrar ciertos ritos eclesiales, como los Sacramentos, en especial la Confesión y Comunión, el Bautismo y la boda, en iglesias cercanas. No deseaban los pobladores, verse obligados a desplazarse hasta la iglesia de Cartago para esos fines. Esto molestó a las autoridades eclesiales de Cartago, pues cercenaba sus beneficios.
Cuando se interrogaba a los vecinos acerca del sitio de su domicilio, aunque vivieran en otro lugar, siempre aseguraban ser vecinos de Cartago, para ganar importancia y atención. La nómina de solicitantes, muestra la existencia, desde entonces, de una aristocracia ruralizada que deseaba mantener su “status”, al través de su vecindad con Cartago. Lo que me recuerda cuando uno de mis hijos trajo a un amigo a almorzar después de la escuela, y al preguntarle al niñito adonde vivía, él respondió, nosotros vivimos cinco mil metros al sur de Mac Donald•s de Plaza del Sol.
Las iglesias de los suburbios, fueron planeadas exclusivamente para servicio de indígenas conversos, cholos y negros. Se suponía, según los cánones de la Iglesia de la época, que un español católico no debía asistir a ellas, aunque su vivienda estuviese muy cerca. Vivía la Iglesia Católica todavía resabios de monarquía, de sangre azul, y jerarquías. La gestión se resolvió, autorizando la fundación de “Ayudas de Parroquia” en los valles.
La primera ermita se estableció en 1706, en el sitio llamado “Alvarilla”, hoy Lagunilla de Heredia, hubo otra en Curridabat, que cuando le habitaron sus fundadores huetares, se llamó Currirava.
Hay restos arqueológicos encontrados aquí, que indican la influencia de la Cultura Azteca, en ese término, posiblemente derivado de Cuhacán, (típico mexicano). La historia nos relata que el conquistador español, Juan Vásquez de Coronado, visitó la Provincia de Abra (nombre original) y conoció al cacique dueño de las mismas.
En el caso de “La Villa Nueva” el proceso iniciado desembocó en el cambio de la capital provincial, dado que poco después de la Independencia, se evidenció la hegemonía urbana de San José. Factores determinantes para el desarrollo de San José fueron, aparte del asunto religioso, la política de una economía monocultivista y monopolística, auspiciadas entonces por la Corona.
La ciudad de San José desde 1793-94, había ordenado su aspecto urbano, en cuadrantes, y estas manzanas estaban cerradas con tapias de adobe y teja. Al centro de la ciudad se construyó el primer edificio importante: La Factoría de Tabaco, en el sitio que hoy ocupa el Banco Central.
Cuentan que el Presbítero José Antonio Díaz de Herrera, en compañía del padre Francisco Moya, inició el movimiento para la construcción del templo en el mismo sitio en que permanece hasta el día de hoy la iglesia catedral. Don José Antonio Díaz murió en mayo de 1737, y es probable, que para rendirle un merecido homenaje, adoptaran el nombre del “Patriarca San José” para templo y ciudad.
La más antigua descripción de la ciudad de San José que se conserva, la escribió en 1751, el obispo Agustín Morel de Santa Cruz, dice el religioso: “Cuatro leguas al norte de Aserrí, en un llano muy ameno, está una poblazón con el diminutivo de Villita, porque ahora se va formando. Compónece de once casas de teja y quince de paja, sin firmar plaza ni calle. Faltábale el agua y se ha conducido por acequias. La iglesia es la más estrecha, humilde e indecente de cuantas vi en aquella provincia, su titular San José. Trátase de erigirla en Parroquia, porque la administración es muy penosa en tiempo de invierno y el territorio dilatado. Su longitud se extiende a diez leguas, su latitud a cinco, en esta distancia se hallan situadas doscientas y veinte casas de teja, y ciento noventa y cuatro de paja, unas con haciendas de trapiche, otras con ganado vacuno, otras con labores de los frutos que el país produce, a saber: trigo, maíz, tabaco, frijoles, cebollas, ajos, anís, culantro y eneldo y otras. Finalmente sin crianza ni cosa alguna, por la pobreza de sus dueños. Las familias se reducen a trescientas noventa y nueve, y las personas a dos mil trescientas y treinta. De todos colores menos indios porque no los hay...”
En 1813 fungía como gobernador de la Provincia de Costa Rica don Juan de Dios Ayala y gracias a la propuesta hecha ante las Cortes de Cádiz por don Florencio del Castillo, San José adquirió el título de ciudad.
En abril de 1823, a dos años de la independencia del reino español, y a pesar del permanente sentimiento civilista que nos caracteriza, nuestro país había sufrido ya su primera guerra civil, originada por las diferentes posiciones asumidas por las provincias centrales: Cartago y Heredia votaban porque Costa Rica se uniera al Imperio Mexicano, y San José y Alajuela apoyaban la formación de la República. Como consecuencia de esta guerra civil, la capital, que estaba en Cartago, fue trasladada a San José.
La población de Costa Rica, tuvo diversas procedencias y orígenes. Con el devenir del siglo arribaron a nuestras costas, inmigrantes: americanos del norte y del sur, europeos desplazados, asiáticos y negros, que se acercaban movidos por nuestra fama de país pacífico, abierto para todos y de excelente clima. Algunos vinieron obligados por motivos políticos, otros en busca de trabajo y oportunidades, y muchos huyendo de desastres naturales en su región de origen. Cierta cantidad de ellos permaneció en las costas, tal el caso de los negros y chinos que poblaron los puertos. Otros siguieron adelante y cruzando montañas llegaron a la meseta central.
A la ciudad de San José, adonde según nos dice el padre Morel, no hubo población indígena, llegaron gentes de otras provincias que esperaban encontrar en la capital mayores oportunidades de educación y de trabajo. La infraestructura de la diminuta ciudad capital era modesta, conformada por embarrialadas calles que luego cubrieron de ripio, piedra o tierra. Aceras de piedra y caños profundos, dado lo lluvioso de la zona. Casas de bahareque, de adobes o de madera, con contraventanas también de madera, por falta de vidrios, muy onerosos para aquellos primeros pobladores misérrimos. Cuenta la historia, que para aliviar el impacto del viento, usaban unas cortinas de tela muy delgada, prensadas, con tachuelas, alrededor del marco de madera, y cuenta también, que el primer gobernador, tuvo que asistir a la Misa Dominical, acompañado de su señora y de dos de sus hijas, aunque tenía cinco, porque las tres restantes aguardarían hasta el próximo domingo, no había en casa suficiente ropa para vestir a todas correctamente.


INMIGRANTES
Es la nueva España, la que huele a caña, tabaco y brea.
Pese a sus limitaciones en el pequeño asentamiento que nacía, hubo oportunidad de trabajo para todos y la población era amable y receptiva. Los recién llegados podían desarrollar sus habilidades mucho mejor que en su propia tierra, ellos estaban acostumbrados a pasar necesidades y llegaban a América en busca de una vida mejor. Procedían de una Europa terriblemente castigada por la guerra y su decisión fue la salvación para muchas familias.
Algunos experimentaron la aventura viajando hacia un continente lejano y desconocido, superando justificados temores. Muchos exponían su vida y a veces la de toda la familia, cruzando el océano en embarcaciones inseguras y después de pasar meses en alta mar, comiendo apenas, sin agua potable y sin ninguna comodidad, posiblemente enfermos, llegaban al fin al río San Juan y subiendo por su cauce llegaban a Puerto Viejo, en la costa atlántica, o, en su defecto, a Tivives, en el Pacífico, porque Puntarenas no tenía muelle.
Es importante recalcar, que muchos de aquellos inmigrantes, vinieron, con gran necesidad a “buscar vida” y el sitio les resultó tan de su gusto, que, en cuanto se acomodaron, llamaron a sus parientes más cercanos: mujer, padres, hermanos, familias enteras llegaron a Costa Rica en busca de una nueva oportunidad. Nuestra tierra les brindó la esperanza de una vida mejor.
Como lo expresa el obispo Muriel de Santa Cruz citado, en la ciudad había huertas, animales de tiro, vacas, gallinas, maíz, algunas cabras, para que aquellas familias pudiesen sobrevivir, aunque su iglesia fuese “la más indecente que él hubiese visto”.
Hubo de todo entre aquella población viajera de inmigrantes: agricultores, comerciantes, catequistas, obreros, exiliados políticos, aventureros, impostores y hombres de bien. La mayoría de los conquistadores no pasó de conocer las costas, a la meseta central no llegaron muchos. Los que lo hicieron atravesando la cordillera, fundaron algunas ciudades en el interior, y perdieron el interés, al no encontrar el tesoro que esperaban. Aunque los indígenas hacían, en su indumentaria y durante sus ceremonias, derroche de adornos y artículos de oro, pareciera que supieron guardar el secreto de las fuentes de donde se abastecían del dorado metal.
La realidad es, que lo que ofrece Costa Rica a cualquier ser humano, es mucho más valioso que todo el oro del mundo y como sucede aún, muchos turistas, después de conocer este país, deciden refugiarse aquí para vivir en esta tierra sus postreros años. Resulta interesante pensar que, siendo el planeta inmenso, mucha gente pensara en refugiarse en Costa Rica, un país pobre y subdesarrollado.
Continuaron llegando de España, sobre todo de las Islas Canarias, hombres de trabajo, obreros calificados, que venían a buscar sustento para sus familias. Aquellos inmigrantes, por gratitud y por necesidad, enseñaron a nuestra gente cómo desempeñarse en diversos oficios, formaron fontaneros, hojalateros, carpinteros, constructores, zapateros, maestros de obras, sastres, cocineros, saloneros, y lo que se nos ocurra pensar, lo que constituyó un impresionante beneficio para la población local, que había trabajado históricamente en forma empírica, en agricultura y ganadería, actividades a las que se dedicaron con escaso conocimiento y aprendiendo de sus errores sobre la marcha. A diferencia de otros países de la región, aquí no existió la convivencia, ni la competencia entre razas. El mestizaje, fue, entre nosotros, tan absoluto, que nuestra .población, estuvo, desde siempre, constituida por mestizos. Las mujeres indígenas del servicio, históricamente tuvieron hijos con los patronos españoles. Los “entenados” y quienes “se criaron en casa”, eran parte importante y reconocida en casi cualquier familia.
Llegaron grupos humanos de diferentes etnias, como el contingente de judíos sefarditas, posiblemente parte de un grupo mayor que se estableció en Colombia, lo que explicaría el por qué los habitantes de algunas regiones de aquel país tienen nuestro mismo acento. Colombia fue nuestro vecino inmediato antes de que le fuera cercenada parte de su territorio para dar origen al nuevo país: Panamá, por esa misma causa perdió Costa Rica la región de Chiriquí y Bocas del Toro, originalmente nuestras. La cultura colombiana de aquella época nos influyó en diferentes formas. De Colombia venía la música, los “bambucos” y valsecitos criollos que tocaban y cantaban mamá y papá con la guitarra, de allá los poetas, los relatos, los versos para niños: “La Pobre Viejecita, Simón el Bobito, etc. Las novenas y oraciones que rezaba mamá, lo mismo que las recetas de cocina. A la vuelta de muchos años comenzó a imponerse en Costa Rica la influencia de la música y el folclor mexicano, y norteamericano. Nos fuimos alejando de la influencia sur americana, los tangos argentinos, las universidades chilenas, que habían demarcado en la época de los abuelos los gustos de aquella generación, mucho más exclusivista y refinada que la nuestra.
Al abandonar la influencia suramericana, quedamos bajo la influencia mexicana y norte americana, en música, comidas, modales y defectos, porque no servimos para aprender virtudes ajenas, pero sí sus vicios.
Llegaron también contingentes de europeos desplazados, italianos, contratados para trabajar en la construcción del Canal de Panamá, en el ferrocarril y en las fincas bananeras. De entonces data la expresión popular que denomina al grupo italiano como: “tútiles”, como se les nombró en Costa Rica hasta hace algunos años. El estribillo de: “Tútile manyátile la gallina verde”, nació en los campamentos de peones italianos, que trabajaban para la United Fruit Co. y que, al no conocer a las loras, les llamaron “gallinas verdes”. Cuando el capataz les avisaba en italiano: “todos a comer” el tico entendía “Tútile manyátile” de allí salió el dicho y la costumbre de llamarles de esa forma. Aquel primer grupo de itálicos se vio muy diezmado por efecto de las fiebres y el paludismo de la zona.
Años después, una nueva agrupación de cuáqueros italianos, llegaría a fundar un asentamiento agrícola cerca de la zona limítrofe con Panamá. Les invitó al país el capitán don Vito Sansonetti y formaron la Comunidad de” San Vito de Java”.
Un proyecto que resultó en beneficio para todos. También a la parte alta de la Provincia de Puntarenas llegó otro contingente de norteamericanos menonitas, que fundaron la comunidad de “Monte Verde”, desarrollando la magnífica producción de ganado lechero de esa zona, una de las zonas turísticas más bellas e interesantes de que disponemos. Un importante grupo de alemanes constituyó el valioso núcleo de agricultores y empresarios, gracias a cuyos conocimientos en fincas de café y de azúcar, lograron formar verdaderos imperios, ya que conocían mucho de agricultura y sobre todo de ambos cultivos. Destacaron, produciendo capitales importantes, dada su acertada forma de trabajar. Vinieron libaneses y turcos, incluso algún egipcio, que se dedicaron mayormente al comercio. Nuevas oleadas de españoles, de las Islas Canarias, y algunos hindúes, llegaron contratadas para trabajar en el ferrocarril, igual que isleños de Jamaica y otras islas del Caribe.
Otro grupo se formó, con familias adineradas, que se vieron obligadas, a abandonar su país de origen, huyendo de situaciones políticas difíciles, como sucedió con la familia López Calleja, mis ancestros, que salieron de Cuba escapando a la persecución a que se vieron sometidos por los españoles, en la primera guerra de independencia. Allí uno de mis tíos abuelos, ondeando la bandera entre sus manos, al ser fusilado murió gritando: ¡ Viva Cuba!
Al igual que los miembros de la familia Salazar y Aguado (mis bisabuelas, paterna y materna, hermanas entre sí, originarias de Guatemala), después radicadas en León, Nicaragua. Sus progenitores llegaron a esta tierra, trayendo más de cincuenta esclavos y una gran fortuna, el viaje se debió a que la actividad volcánica asolaba Nicaragua. Se dice que habitaron la casa en la avenida central que albergaría después al edificio Steinvorth, y su hacienda fue la de la vieja casona de Los Yoses, que después sería el Beneficio Dent, y ahora es el Mall San Pedro.
Según escrito de mi tío abuelo, don Manuel Echeverría Aguilar, en Revista de Archivos Nacionales. Dice textualmente: “El año de 1835, hizo el volcán Cosigûina una erupción tan fuerte, que sepultó a León y sus cercanías en cinco varas de cenizas, las que llegaron volando por el Norte hasta México, por el Este hasta Jamaica, y por el Sur hasta Colombia. Para librarse de esas expansiones se vino a Costa Rica el señor don Juan Salazar y Lacayo de Briones, con su mujer, doña Mariana Aguado de Mendoza y Croker (sangre aria), sus doce hijos y sus cien peones. Trajeron hasta las piedras de moler el pinolillo, y cuando testó don Juan, dispuso que, en la misma bóveda que él y su esposa, fueran enterradas la Tana y la Toña, criadas fidelísimas insuperables en el divino arte de la cocina y la preparación del tiste y del tibio, y así se hizo en el panteón del cólera, ya arrasado por la Junta de Caridad.” De Nicaragua arribaron personajes destacados de nuestra historia, como el Bachiller Osejo y la familia Montealegre. Sea por nuestra paz, por la amabilidad de nuestra gente, por el buen clima, o por sus bellezas naturales, Costa Rica continúa siendo Shangrilá soñado para los habitantes del mundo desarrollado, cosa que nos llena de genuino orgullo y que no debíamos arriesgarnos a perder, cambiando nuestra primogenitura por un plato de lentejas.
Graduados en Nicaragua, arribaron a nuestras costas los primeros profesionales costarricenses, ya que en aquella época, Costa Rica carecía de Universidad. Al través de la historia hemos sido hermanos de los nicaragüenses, debiéramos ser conscientes de esta realidad, cuando protestamos por la actual avalancha de gente humilde, que viene de aquel país, forzada por su pésima situación. Pertenecen a un pueblo hermano que ha sufrido demasiado y efectúan labores que a los nuestros ya no les interesa desempeñar, como recolector en el campo, empleada doméstica en la ciudad, o guarda de construcción. Justo sería mostrar mayor gratitud a las madres nicaragüenses que, abandonando allá a sus hijitos pequeños, vienen a cuidar gentil y responsablemente de los nuestros.
Padecemos hoy de la inmigración dañina de diversos grupos de malvivientes, pandilleros y mareros, desplazados de otros lares, que buscan y fácilmente obtienen asilo en Costa Rica. Este es un motivo de preocupación que deberá ser subsanado pronto, superando y mejorando la legislación y la impericia del actual Poder Judicial.
A diferencia de viejos tiempos, en esta nueva Costa Rica de hoy, existe enorme distancia entre ricos y pobres. El licor y la droga imperan en los suburbios, absorbiendo a los muchachos de familia adinerada. El costarricense perdió el concepto de los valores, no somos los “hermaniticos” que fuéramos un día.

CAPÍTULO TERCERO
HIJOS DE LA TIERRA
En la lucha tenaz de fecunda labor.
Siendo Costa Rica un país agrícola por excelencia, hubo siempre tendencia al monocultivo, un cultivo especial, que fue cambiando con el tiempo. Primero fue el tabaco, después el café, y pareciera que ahora sucede con el cultivo de la piña, que inunda el territorio nacional, causando, por falta de previsión, daños serios al sistema ecológico.
La actividad agrícola y la siembra del café, fueron, en su momento, la salvación para este país, porque el arbusto productor de nuestro “grano de oro” se dio en nuestra tierra maravillosamente. El gobierno de don Juan Rafael Mora colaboró en forma intensa con su difusión. Durante su administración la semilla fue obsequiada y repartida entre la población. el gobierno obligó a sembrar los predios vacíos, los patios, las colinas, todo terreno desocupado para que el cultivo se extendiera, lo que ocasionó la circunstancia especial que tiene Costa Rica de contar con pequeños productores independientes, a diferencia de otros países en donde el café es patrimonio exclusivo de grandes terratenientes. Desde niños, durante el mes de marzo nos llevaban a visitar diferentes pueblos para disfrutar de la belleza de las plantas florecidas de los cafetos, su aroma y su blancura, y también admirar las tapias cubiertas de guarias moradas, nuestra flor nacional, en árboles y jardines. La naturaleza exuberante de nuestro suelo era motivo de orgullo para todos, y a menudo se hacían paseos al campo para apreciar el maravilloso espectáculo que gratuitamente se nos ofrecía
.” Sobre la tapia entejada, sus péalos suaves agita, La linda guaria morada, flor de esta tierra bendita…
Arrancada a la tierra que nos daba el alimento, la ciudad comenzó a brotar entre matas de café, bosque y potrero.
LA FAMILIAR CASONA SOLARIEGA
Era yo muy pequeña, cuando, con sufrimiento, debimos abandonar la vieja y bella casona familiar. Algunas escenas de lo vivido allí, permanecieron gravadas en mi mente para siempre. El teléfono negro de manigueta a un lado, pegado a la pared, en el espacio donde, para sentarse a conversar, hubo un escaño rústico de madera. Las canoas del corredor, derramando por los bajantes, cántaros de agua sobre el jardín, en las tardes de invierno. La planta de azaleas blancas que sembró la abuelita, y los apliqués con ángeles dorados que adornaban las paredes del mismo corredor. Mis primeros intentos de montar en patines y mi primera bicicleta roja, el árbol prodigioso del patio de tender, y el cuarto de costura de mamá.
Estuvo situada la hermosa casona, en el propio centro de la ciudad, sobre la avenida central, entre calles segunda y la calle primera, Alfredo Volio, exactamente frente al switch del tranvía. Como casi todas las casas de aquel barrio, la fachada se planeó directamente sobre la acera, sin corredor externo ni balcón. Construida por mi abuelo materno, don Genaro Castro Méndez, el edificio se levantó en un lote de aproximadamente mil metros de extensión, con cincuenta metros de frente, que abarcó casa de habitación y local comercial esquinero, donde se abrió el negocio de pulpería y cantina que don Genaro bautizó como “El Águila de Oro”. La casa era de un solo piso, bajo y plano, con paredes de adobe enjalbegado, grandes horcones de madera y techo de teja.
Posteriormente se dio en San José un cambio importante en las estructuras, se sustituyó el adobe o bahareque por ladrillo, al menos en las paredes externas. También se utilizó el bahareque francés, hecho con cal y trozos de ladrillo partidos, porque esa estructura es resistente y a la vez liviana, óptima contra terremotos.
Las casas que se construyeron entre 1900 y 1935, utilizaron como materiales el ladrillo y la madera, los techos en su mayoría fueron de zinc, así fue en las construcciones del barrio de Amón y el barrio de La California.
En la fachada de nuestra casa, hubo una grada de piedra para llegar a la puerta principal. Y en las ventanas, cuadradas y profundas, quedaron, a manera de balcones, unos nichos internos en donde, a finales de siglo, se colocaban hermosos almohadones bordados para que las damas apoyaran sus codos sin maltratarlos y mantuvieran su piel tersa y suave. Entre ambas ventanas, y al abrir la puerta principal, aparecía el vestíbulo, con piso de mosaico de arabescos, de dos tonos: rojo y amarillo, que se prolongaba en el corredor, que alrededor del patio central, daba acceso a las habitaciones. El vestíbulo estuvo separado del corredor por una cancela de vidrios de colores. La puerta de la calle se mantuvo siempre abierta. El visitante simplemente debía anunciarse con un: “Upe, con permiso” y entraba sin problema. En aquella ciudad bucólica y tranquila no se cerraban con llave las puertas delanteras.
El huésped es un enviado de Alá, decía e libro para visitantes, que lucía en la consola de la entrada-
Característico del viejo San José, las visitas eran muy bien recibidas, se acostumbraba visitar y corresponder a la visita. Aunque los hijos se marcharan de casa al casarse, el hogar paterno continuaba de puertas abiertas para todos y así es todavía en algunas localidades campesinas del país. No soñaron jamás nuestros ancestros, con la pesadilla de ver un San José pleno de alambres de púas, rejas, alarmas y bocinas, donde da miedo hasta abrir la puerta sin preguntar ¿Quien vive?
Por la noche, en las calles desiertas, tibiamente iluminadas por faroles, el policía de la esquina daba un empujón a cada puerta, con el fin de constatar si alguna permanecía abierta. De ser así, golpeaba fuertemente, para advertir a la familia, que ya era tarde y debían cerrar puertas y portones por detrás, “pasar el pestillo”.
El jardín central de aquella casa, lució, en cada esquina una estatua, cada una de las cuales representaba una estación. Cuatro vestales griegas de impresionante porte, envueltas en sus túnicas de mármol. Al centro, una fuente, gorjeaba tonadas, entre innumerables macetones de cemento, con orlas en relieve de frutas y de flores, de pájaros cantores, de sonrisas y soles.
Hubo una puerta clausurada, la de la habitación dada en alquiler, para un negocio de zapatería. Pasando frente a ella, llegábamos al dormitorio, donde dormían papá y mamá conmigo. Las puertas interiores eran de madera, pintadas de blanco al igual que los marcos, lucían una decoración de arabescos calados, estilo Art Deco, también blancos. Se acercaba al estilo Victoriano que surgió a principios del siglo XlX, en el que la estructura se reviste con tablillas y elementos prefabricados como marcos de ventana y puerta, celosías de madera, capiteles y cornisas.
Siguiendo por el corredor, estuvieron el dormitorio de la tía Caridad y enseguida el de mi tía Cástula. Fue mi destino vivir y crecer entre mujeres, rodeada siempre de su amoroso cuidado, y un poco ajena a la realidad cotidiana de convivencia entre pareja e hijos. Al fondo del pasillo, estaba el cuarto de baño, angosto y oscuro, de paredes altas y sin ventana alguna. Había sombras de humedad en las paredes, en los que, en mi natural ingenuidad, creía descubrir enormes ogros, temibles fantasmas. Con mi imaginación de niña solitaria, creía ver, “gnomos verdes,” subiendo la cornisa, para tomar del zinc, los bananos “pasados”, que la cocinera ponía a madurar, encima del tejado. Sentía pavor de ir al baño sola, por la noche usaba, como todos, la bacinilla; que mi Nana dejaba junto a mi cama, sobre una silla alta o sobre un banco, para que la pudiera alcanzar. Por el corredor hacia la derecha, junto al baño, una amplia estancia abarcaba sala y comedor. Sobre una alfombra, grande y oscura, los muebles severos y cómodos, sillones forrados de cuero, en la sala, y en el comedor, el juego que trajera el bisabuelo de Europa. Un trinchante con vitrina, el aparador, la mesa grande con diez sillas y dos sillones con brazos para las cabeceras, tapizados en damasco. Esta sala se utilizaba sólo “cuando repicaban fuerte” decía mamá, (Se reservaba para ocasiones importantes).
Presidía el salón con elegancia, el infaltable piano, con su mantón encima, había muchas mesitas bajas con exceso de adornos de plata, de cristal, y de mármol, y cuadros, en marcos tallados, litografías, reproducciones de pinturas famosas, la mayoría de ellos. Era costumbre inveterada, que las casas “buenas” lucieran adornos de plata, cristal cortado, bacará, mármol y porcelana, relojes de campana cubiertos por un nicho de cristal, todo en profusión, esos mismos adornos que heredamos de los viejos, y que nos hizo tan felices recibir, hoy las jóvenes los rechazan porque hay que gastar mucho tiempo en limpiarlos, prefieren mil veces los objetos modernos de acero inoxidable, paja, vidrio ordinario y hasta plástico reciclado (cosas veredes amigo Sancho).
Continuando por el mismo trillo, llegábamos a otra puerta de vidrio, igual a la del frente, de donde partía un pasillo para el departamento del servicio, cruzando hacia la izquierda, al fondo de la propiedad. Estuvieron allí la cocina grande, con su estufa, el moledero de piedra, la pileta para lavar los trastos, un filtro para el agua, un armario con puertas de cedazo, “la fiambrera,” para guardar los abarrotes, etc. La nevera de madera y latón, y un basurero, con una mesa grande de madera, para uso del personal de servicio. La cocina era, mi sitio de reunión predilecto, al que acudía, cuando mamá no estaba en casa. Las empleadas allí me distraían, con cuentos y canciones y cubriendo mi ropa con un delantal, me enseñaron a hacer pudín de pan, mayonesa casera, o melcochas de dulce, acercando a la mesa un banco alto en que me ponían de pie a trabajar, con una cuchara de madera, el cernidor de harina y una fuente. Por navidad, era mi regocijo participar de la hechura de tamales y galletas, sobre la enorme mesa de madera.
Hubo también en esa zona, un comedor de diario, un dormitorio para las empleadas con cuarto de baño, el cuarto de lavar y aplanchar, el tendedero y dos “cuartos de chunches” (que debía tener cualquier casa que se respetara) además del cuarto de costura. Decían que, en Heredia, las casas de habitación tenían otro cuarto, al fondo del patio, para guardar al loco, cuando llegaban visitas inesperadas.
Saliendo de la zona del servicio, retomábamos el corredor para llegar a otros tres dormitorios en el ala derecha de la casa, los dormitorios de mis tíos ausentes que por años permanecieron vacíos, mientras ellos estudiaban, vivían en el extranjero y venían poco.
El cuarto de costura de mamá, fue, durante mi niñez, mi paraíso. Era también, el espacio preferido, para recibir las visitas femeninas de confianza. Entre poltronas y mecedoras, hermanas y primas se sentaban a bordar, a coser y a conversar, en tanto yo, sobre la amplia mesa de cortar, jugaba de tiendita. Entre retazos de rasos, terciopelos, brocados, encajes, galones dorados, cordones, hilos de colores, botones, broches, lentejuelas y abalorios, mi imaginación me hacía sentir dueña de un enorme tesoro. Guardaba mamá, de sus pasadas glorias, abanicos de grandes plumas de avestruz, plumitas “egrettes” (unas coquetas plumitas pequeñas y crespas, usadas en los peinados) venidas de Paris, boas, zorros plateados (con cara, dientes y uñas del zorro original), trajes bordados íntegramente con chaquira, resabios de la moda de los años veinte, collares largos, peinetas y pelucas, aretes largos y bolsos de terciopelo y raso. Con el espíritu teatrero que arrulló mi niñez, yo soñaba vivir en “Les Champs Elisée”. “Paris, del lujo emporio, y fuente del placer, amor, dinero y gloria ofrece a la mujer, y en su aire saturado de voluptuosidad, oculto lleva el nombre que amor cantando va…” Hasta el día de hoy, casi un siglo después, ya cerca de cumplir mis ochenta años, inventar y fabricar adornos con ese tipo de objetos, constituye un goce para mí. Me la paso ideando nuevas creaciones, utilizando retazos y brillos, no lo robo, lo heredo…
VIDA COTIDIANA
Hacer mandados en la calle del comercio, fue la única forma aceptada por la sociedad, de entretención para las señoras de aquella época, diariamente ellas salían con sus hijos pequeños por la mañana, a recorrer la Avenida Central, a hacer sus mandados. Casi a diario, tenían que ir a comprar algo a las tiendas. “La Gloria” era la tienda predilecta de mamá, allá iba a comprar desde una “carrucha de hilo”, todo lo que pudiera necesitar para sus costuras, regalos, etc. Salíamos ambas de casa compuestísimas, ella con traje de gala, cartera, sombrero, muchas veces con velito en la cara, zapatos altos, y si hacía frío también usaba guantes. Yo, luciendo mi mejor traje, medias cortas y zapatos de charol (los de dominguear).
Visitábamos entonces: la Farmacia de don Mariano Jiménez para buscar medicinas, (en aquel tiempo al alcance de cualquier bolsillo), casi no existían medicinas de patente. El boticario preparaba con sus manos y en su laboratorio la medicina que el médico recomendara y nos la entregaba llenando la botellita que habíamos llevado vacía y limpia. También comprábamos alcohol puro y de fricciones, bicarbonato en onzas, espíritu de azahar, Mentholatum, tintura de yodo y de benjuí, algodón, jabón de olor y talco. Según estuviese la salud: un purgante de castor, sal de uvas Picot, Antiflogistina, aspirinas y para fortalecernos el infaltable Aceite de Hígado de Bacalao, que perpetuamente se nos dio en cada comida del día, a lo cual sinceramente, creo deber mi salud y longevidad.
Otra parada obligada hacíamos en la Tienda de doña Carmen Henning, para saludarla y conversar un rato con ella, quien vendía ropa interior muy fina, guantes y sombreros y era nuestra vecina y amiga de mamá.
En la siguiente cuadra, visitábamos la Librería Lehemann, y entrábamos a la Zapatería El Record, que ofrecía novedades de bellísimos zapatos. Se hacían múltiples “estaciones” en el camino, deteniéndonos con cada amiga que mamá encontrara, las demás señoras habían salido a lo mismo, ellas conversaban por largo rato y yo, niña al fin, me desesperaba, porque quería reanudar el paseo, pero no chistaba, no correría el riesgo de que no me volviera a llevar.
Ninguna dama de aquel tiempo habría osado salir a la calle “en fachas”, en shorts, con camiseta de punto, zapatos bajos y pantalones de mezclilla, llevados entonces solamente por obreros. Tampoco despeinada, y muchísimo menos con los horrorosos y antiestéticos zapatos tenis, no existían los de marca entonces, los que se ofrecían eran de la fábrica Bilsa, salvadoreños, y baratísimos, tampoco existían los buzos, que ninguna mujer en su sano juicio habría usado ni siquiera para dormir. Las damas guardaban compostura y se mantenían elegantes y a la moda. No en todos los hogares tenían automóvil, yo conté con la ventaja de que mi tío Chisco tenía el suyo, a menudo atendía a mis peticiones, y me llevaba a pasear. De estar aburrida en casa, lo llamaba por teléfono y le pedía me llevara a dar una vuelta por la ciudad, generalmente venía por mí, e íbamos a dar la vuelta a La Sabana, y a casa de la tía Amparo Zeledón, la casa de la pajarera de los bellos quetzales, doña Amparo era mi tía abuela.
Me agradaba convidar amigas a mi casa para que viniesen a jugar, abundábamos en ideas: a veces el juego de casita con muñecas y en otras ocasiones de escuelita, utilizando las puertas de mi closet que eran negras, para escribir en ellas con tiza, motivo de regaño de mi tía Cary, porque las puertas quedaban manchadas, esa era la razón para que yo prefiriese ir a jugar a otra casa, si tía Cary venía, no me dejaría sacar los juguetes, hacer ruido, ni desordenar, y regañaba a mis invitadas.
A la hora de dormir, yo traía al dormitorio, un foco de contrabando, y bajo las sábanas leía hasta la media noche, y leía lo que me cayera en la mano, cualquier libro mal puesto que me encontrara por allí. A la edad de nueve años me leí íntegra la novela “Lo que el Viento se Llevó”, en su versión más extensa. Y esto me recuerda un cuento divertido de la incomparable tía Cary: “Angelita,” preguntó mi abuela a mamá “¿Usted no ha visto mi libro de cocina?” Estoy loca por hacer una receta nueva que apunté, y el libro no aparece por ninguna parte. “¡Qué raro mamá! yo no lo he visto!”, le respondió mi madre.
Entonces Pilar, la empleada de muchísimos años, interrumpió la charla diciendo: “Niña Aurelia, yo creo que lo vi en el cuarto de Cary, me pareció muy extraño, lo tiene escondido debajo del colchón”. “¿Y eso?” dijo mi abuela, y agregó sofocada por la risa, ¡Fregada muchacha, seguro ella imaginó que se trataba de otro tema!, el libro se titula: “Los secretos del arte culinario”.
Los señores tenían su forma particular, de distribuir el tiempo. Iban a su oficina de siete de la mañana, hasta las once y media, para llegar en punto de las doce a tomar el almuerzo en casa. Marchaban de nuevo al trabajo a la una, y salían a las cinco de la tarde, daban un corto paseo por la ciudad y llegaban a comer antes de las siete de la noche. Después de comer, salían “A tomar el fresco”, daban otro corto paseo, para “hacer la digestión.” Si eran socios de algún club, Casa España, Club Unión, Casa Libanesa, Rotarios o Leones, irían allá a compartir con sus amigos, tomar un copetín, o jugar cartas, y en caso especial, irían a hacer algún “mandadito” por ahí. Se comentaba a “soto voche” que algunos señorones mantenían sus “entretenciones” en casas que alquilaban muy próximas a su residencia familiar, para que fuera más cómodo ir a visitarlas a ratos. No había teléfono aún y las señoras no salían jamás.
Entre tanto las damas, excluyendo la semanal visita a madre y suegra, se recogían temprano en casa, no era bien visto que salieran solas, y mucho menos de noche. Mamá se adelantó a su tiempo y a menudo iba con amigas a comer o al cine, para aliviar así su eterna soledad.
El hecho de hacer todas las comidas en casa, constituyó un vínculo importante y estrechó lazos entre padres e hijos, les hizo vivir en comunión de ideas, de proyectos y de sueños, porque ese tiempo, sentados todos alrededor de la mesa, hacía que una familia realmente lo fuera. Hoy todos comemos adonde se pueda, los que trabajan difícilmente pueden venir a almorzar a casa, algunos llegan a comer, pero los niños ya están acostados, y los jóvenes comen a la carrera en una mesilla portátil frente a un televisor, o en la computadora, no hay forma de entablar conversación general, como lo hubo entonces, y dentro de la juventud casi nadie conoce los modales correctos para comer en ´la mesa.
EL MERCADO CENTRAL Llevo llevo…tengo saco.
Este era el slogan de los jaladores del mercado central, en busca de clientes…
Muchos hombres y muchachos, para asistir a las señoras, jalaban las bolsas del mercado. Tengo vivo el recuerdo de tiempos de mi niñez, cuando acompañaba a mamá a aquel sitio tradicional, donde iba la gente incluso a tomar un refresco, o a comer un helado, en la refresquería de las hermanas Tapia original. Semanalmente todas las señoras hacían esa excursión. La efectuaban en forma personal, para asegurarse, de la conveniencia y frescura de lo comprado.
En contraste con los magníficos Súper Mercados de hoy, en donde todo se exhibe adornado, cubierto e impecable, y las señoras compran casi igual que en una joyería, el Mercado Central que nosotras visitamos de niñas fue infinitamente más familiar, menos elegante pero con calor de cosa nuestra, al igual que las verdulerías de barrio, en donde todos nos sentíamos en casa.
Para la mayoría de los niños, aquel era motivo de regocijo, porque era un sitio lleno de curiosidades, de aromas y color. Relucía en la Calle del Comercio, el edificio de mampostería, pintado de celeste, con suelo de ladrillo colorado. En esta época dorada de mi lejana infancia, el mercado era visitado frecuentemente por señores y señoras. En una ciudad de pocos habitantes, sin aglomeración de ninguna índole, un sitio limpísimo y agradable, la población estaba lejos todavía de contar con el medio millón de habitantes, ingresábamos por una puerta de arco; donde nos esperaban diversos tramos, ofreciendo: flores frescas, plantas, artesanía, bisutería y artículos para costura. Un rincón estaba dedicado al maíz, venta de masa, de tortillas, y pozol.
Aquellos tramos sencillos de madera, destacaban la maravilla de nuestra producción agrícola en despliegue imponente de apetitosas frutas: allí las naranjas, zapotes, granadillas, duraznos, moras, fresas, bananos, anonas, guanábanas, piñas, papayas, sandías y aguacates, de colores brillantes.
En una cama de vegetales frescos, un mundo de lechuga verde claro, con variaciones de amarillos y morados, relucían los rabanitos rojos, el repollo morado, la blanca coliflor y el brócoli verde oscuro, junto a zapallos, zuchinis, ayotes tiernos y sazones, en una gama del verde al dorado prodigiosa. En otros estancos las pescaderías, palanganas repletas de pescado fresco, adornado por matas de apio blanco y verde.
Que yo recuerde, no había posibilidad de adquirir mariscos, camarones, langostas, pulpo o calamar como tenemos hoy, supongo que eso sucedía por no haber comunicación con los puertos.
En un puesto blanco, huevos y pollos, gallinas y otras aves. Y en la carnicería, la cabeza del cerdo rosada, presidía, con sus orejas paradas y la trompa roja, la decoración del lugar. Toda clase de carnes y embutidos, chorizos, salchichón y otros.
Los quesos deliciosos esperaban por clientes entusiastas, en diversos platones y cajones, quesos duros para rallar, tiernos, compuestos, también quesos de cabra, leche y otros productos lácteos.
Terminada la compra, mamá contrataba al muchacho que nos acompañaría de regreso a casa, llevando sobre sus hombros el saco con las carnes, vegetales y fruta, que habíamos comprado. El joven faquín entraba a la casa, atravesando corredores, hasta llegar a la cocina, donde depositaba el saco colmado de víveres y frutas en la mesa central. Mamá sacaba del carriel, (cartera) lo correspondiente al pago, “la propina” para el mandadero.
Como niña pequeña, los tramos más interesantes para mí, eran los que vendían artesanías y juguetes de madera. Allí podía admirar maromeros, carretas, camiones, caballitos de palo, cocinitas de lata con horno y quemadores, cunas y coches para los muñecos, ollitas de barro, tablitas de picar y de cortar vegetales, mesas, sillas, y poltronas, chanchos de alcancía, y figuras de “La Nigüenta”, que traería buena suerte.
Generalmente el joven escogido para llevar la compra, se hacía amigo nuestro, nos esperaba, cada martes, frente a la puerta de entrada, y al ser ya “un conocido”, su destino continuaba paralelo al nuestro. Si tenía familia, podía ser él, quien brindara recomendaciones, para alguna hermana o prima que se empleaba, lo mismo que un buen jardinero. Por años esa relación familiar con el faquín, iba estrechando lazos, si se casaba, el muchacho nos pediría acompañarlo y muy a menudo sus hijos serían los ahijados de la casa, ambas familias continuarían una relación de patrón a empleado, más bien paternalista.
Determinados artículos, podían adquirirse en la calle, a vendedores que, a voz en cuello, los ofrecían al pregón: escobas y cepillos, sacudidores, bateas para lavar, escobones, bancos de madera y escaleras. No existía todavía el material plástico, los muñecos y juguetes eran de celuloide, y los baldes, ollas, palanganas, etc, eran de latón. También pasaba por las calles, una vez por semana, el carretón del ropavejero, comprando artículos usados en buen estado.
Comenzaban a llegar al país, panfletos para niños, como la revista Billiken, argentina, y los folletines de Superman y de Mandrake el Mago, para conseguirlas íbamos a La Casa de las Revistas, junto al cine Variedades, en donde vendían unos deliciosos helados de palito, de colores, que se llamaban combinados, eran una delicia y valían únicamente un diez.
Los varoncitos, estudiantes que todavía no trabajaban, no recibían dinero alguno de sus padres, que por otra parte cubrían los gastos de su hijo pero no sus diversiones. Aquellos jóvenes que crecieron conmigo, no necesitaron del auxilio de psicólogos ni gurús para enfrentar la vida. Fueron criados como varones, sin estúpidas vanidades, aparentemente no le temían a nada. Por eso nos gustaban tanto, eran “muy machitos”. Ni nosotros, ni ellos, supimos de modas ni marcas. Los varones no se “peinaban” en estilos sofisticados, ni se dejaban crecer el pelo como profetas, ni se lo paraban como cactus, ni se teñían de verde o de morado. Andaban sencillamente vestidos, y eran muy varoniles. Mucho menos se harían “tatuajes” en su cuerpo, ni usarían aretes en ningún lugar, eso quedaba para gente de otra ralea, los marineros, o los boxeadores.
Y desde luego las niñas, teníamos clarísima la condición de señoritas, respetuosas de lo establecido, no mostrábamos nuestros encantos por pudor y recato, fuimos sencillas y absolutamente naturales, nuestra belleza principal era interior.
TODOS IGUALES ANTE DIOS
No hubo, en aquel mundo nuestro, diferencia de clases notoria. Lo maravilloso de aquella Costa Rica, fue que no pesaban las diferencias sociales. Asistíamos a la escuela pública, junto al hijo del policía, del carpintero, de la mujer que vendía los huevos o las tortillas, en el mercado o en la calle y del empresario millonario. Vestíamos uniforme, calzábamos los mismos zapatos negros de amarrar que habían de durar todo el año. Las mismas tres blusas blancas y una sola falda azul, a la que el año siguiente le darían la vuelta y un lazo en la cabeza, (también se daba vuelta a cuellos y puños de las camisas de hombre). Asistíamos el domingo a la misma misa y al mismo cine. Compartíamos todo por igual. Eso hizo del nuestro, un país diferente a los demás, sin las diferencias abismales que se dieron en otras latitudes.
Mi esposo me contaba acerca de su firme amistad con compañeritos de escuela, que fueron niños descalzos y que, con esfuerzo, lograron alcanzar destacadas posiciones, esa es una de las mayores virtudes del ser costarricense, la posibilidad para el éxito para cualquiera sin importar su origen. Se vale por lo que se es, y no por lo que se tiene.
Los parientes eran tomados en cuenta para todo, se visitaban a menudo y ellos correspondían cada visita, “visita hecha, visita pagada”, después de haber sido invitado, la consabida “visita de digestión” era de rigor, decía mamá, eso era educación. Se visitaba a la madre y a la suegra, al menos una vez a la semana, con niños, si era pertinente, o la pareja sola, según fuese el caso y el carácter de la “doña”. Para celebraciones de cualquier tipo, alegres o tristes, la familia era lo primero.
También los vecinos, solían ser amigos entrañables, frecuentemente intercambiaban viandas, sobre todo si había enfermo en la vecindad. En tal caso la cuadra era clausurada por el policía, que no permitía el paso de vehículos, ni ruidos y los vecinos suspendían cualquier reunión social en beneficio y por respeto a los deudos del enfermo; si se trataba de fallecimiento con mucha más razón. Los vecinos a menudo compartían sus problemas con los otros. Existía la solidaridad.
Cuando tuve a mis primeros hijos, recuerdo con gran cariño a Gladys Acuña, una vecina, a quien acababa de conocer y que fue después una excelente amiga y me enseñó todo lo relativo a bebés, porque ya ella tenía varios. Así actuaba casi toda nuestra gente, de forma solidaria, cariñosa y servicial. Con muchas de mis amigas compartí trajes maternales que apenas comenzaban a llegar del extranjero. La nuestra es una hermandad que, dichosamente, dura hasta el día de hoy. Actualmente, con escasas excepciones, la mayoría de las personas se preocupa únicamente de su problema, no hay caridad ni amor para con el prójimo, ni verdaderos cristianos; pareciera que lo único importante, es producir mucho dinero, divertirse, estar “en forma” y deslumbrar a los demás con posesiones materiales, es la razón, de que, de aquellos tiempos idos, lo extrañe todo.
En primer término, la unión familiar, que no fue algo impuesto, los niños realmente adorábamos la compañía de los mayores, nos agradaba vivir en familia, nos interesaba participar de las conversaciones con los mayores, no era simplemente una obligación. Y el comer juntos daba la oportunidad, de reunir a la familia, creando una situación de amistad, comprensión, y aprecio entre generaciones, que hoy no existe. Los jóvenes practicábamos juegos de mesa, pintábamos, dibujábamos, se bordaban pañuelos, servilletas, manteles, tejíamos aunque solamente fuera una bufanda, cosíamos ropa para las muñecas, escuchábamos programas de radio, de música, de poesía, y nos encantaba conversar, intercambiar criterios, sueños y deseos, una sana costumbre que dejó de existir, para suplantarla llegaron los psiquiatras y los psicólogos, a los que hay que pagar, para que nos escuchen. Decían nuestros viejos que “en una mente ocupada no entran malos pensamientos”, todos debimos cumplir con una labor en casa. “El que no trabaja que no coma” había dicho San Pablo, y nos criaron de acuerdo a esos conceptos. Debíamos ayudar a poner la mesa, recoger, y a veces lavar los trastos, tender cada uno su cama, remendar medias del padre y de los hermanos, mientras los varones sacaban la basura, recogían botellas y periódicos para venderlos y así cubrir sus gastos, ayudar a jalar la compra, limpiar sus zapatos, arreglar su uniforme y el bulto del día siguiente, y cualquier trabajo pesado que se presentara, como levantar bolsas, bajar fruta de algún árbol casero, sería asumido por los varones, y absolutamente todos los niños íbamos a hacer mandados. Yo iba constantemente a comprar a “La Tienda Azul”, hilos, botones, agujas, o lo que mamá necesitara para sus costuras.

¡VAMOS A LA PULPERÍA
! Anda niña, a comprarme un diez de queso, que se me terminó!
En aquel tiempo, esparcidos por la ciudad, hubo pequeños comercios, las pulperías, en donde se compraba al menudeo. El personal de aquellos establecimientos, generalmente el padre de familia, dueño del negocio y varios miembros de la misma, atendía a cada parroquiano, pesando y midiéndolos artículos, envolviendo la mercadería o poniéndola en bolsas de papel, que luego pagaríamos en la caja. El proceso era lento y entretenido, con intercambio de sonrisas y conversación, sin importar la espera. Nadie tenía prisa, no había autoservicio ni entrega a domicilio. El cliente debía esperar por un dependiente desocupado que le atendiera. Se promocionaban las ventas, con la donación del “timbre de la Feria,” un regalo de estampillas, por cada pago hecho en la caja, nos entregaban las estampillas para coleccionar, que luego se pegaban en un librito, hasta llenar el mismo, y más tarde sería canjeado por regalos, en la sede de las oficinas.
Como entretenimiento jugábamos a “La sortija” o a las adivinanzas, y pintábamos con crayolas o lápices de color. Todavía no se inventaban los marcadores, ni había “plumas de fuente”, mucho menos marcadores. Para escribir en manuscrito se usaba una plumilla de metal, sostenida en una base de madera, mojada la plumilla en un tintero que contenía la tinta del color requerido, que había que usar con cuidado para que no se manchara lo escrito. Por tal razón, en los escritorios, siempre había un cartapacio, cubierto con un papel secante, para que lo escrito no se manchara. Recuerdo cómo, en el colegio, la inolvidable Mére Andrea, nos enseñó a repujar en cuero esos elementos, para regalar a nuestro padre en navidad.
ASESINANDO EL IDIOMA
A los niños de hoy, y a los muchachos, les debemos una disculpa. No les enseñamos a hablar correctamente el idioma castellano, ni a escribirlo. En ese aspecto fue maravillosa la antigua costumbre de hacer “dictados” y redacciones en la escuela y en casa, igual que las prácticas de caligrafía, que nos permitieron escribir con elegancia. La forma actual de expresión de los varones, y muchas de las niñas, esa cansina repetición de vulgaridades sin ningún sentido como: maje, cabrón, huevón, el chingo de tal cosa, o la pura vida, hijoetal, como único vocabulario, nos da a los mayores, una sensación de tristeza y de vergüenza ajena. Hace varios años no viajo en bus colectivo, pero durante el tiempo en que lo hice, me sonrojaba escuchar la vulgaridad, de los términos utilizados en su conversación, por los universitarios que viajaban conmigo. ¡Ni los carretoneros de mi juventud se habrían atrevido a usar semejante léxico! Aquellos compañeros de asiento, bulliciosos, serían nuestros profesionales del futuro, incluso nuestros gobernantes y nuestros diputados. Aun entre periodistas y locutores de radio escucha y lee uno, errores garrafales, ni siquiera ellos se interesan por conocer el idioma. ¡Qué realidad tan amarga!
Desdichadamente, pienso que en parte a causa de la televisión, nadie tiene un rato desocupado para leer. No hay tiempo, ni deseo, de cultivarse, de crecer intelectual ni moralmente, a veces, con dificultad las personas, leen el periódico, y al no asistir a la iglesia, tampoco escuchan la palabra de Dios.
En aquellos años de mi lejana niñez, teníamos tiempo para ir a almorzar a casa. Se desayunaba, almorzaba y cenaba en familia. Así aprendíamos los niños y los muchachos reglas de urbanidad, la educación en los modales y adquiríamos un extenso vocabulario escuchando hablar a los mayores, en un idioma espléndido, el castellano heredado de nuestros ancestros, el mismo idioma maravilloso que hoy asesinan sin piedad.


CAPÍTULO CUARTO
EDUCACIÓN Y PROGRESO
El progreso fue lento y la educación deficitaria. Al no haber vivido el pueblo costarricense una guerra de independencia, no surgió a su debido tiempo la lógica necesidad de convertir la enseñanza de la historia en una forma lícita de cultivar “conciencia ciudadana” en la población. La herencia colonial pesaba mucho sobre aquella población sumida en la pobreza, carente de comodidades y servicios médicos, huérfana de libros y profesores, de cultura casi nula.
Entre lo poco que debían conocer los maestros de escuela, a enero de 1821, elementos preponderantes e indispensables fueron la lectura, la escritura, suma, resta y multiplicación, principios de cortesía y urbanidad, y política social, además de los principales misterios de la religión. Debían asegurarse los examinadores, de que los maestros conocieran la Constitución Política de la Monarquía. Los Estatutos de la Casa de Enseñanza de Santo Tomás, de 1822, determinaban que el maestro debía estar impuesto de los deberes de la religión, enseñar con su ejemplo la doctrina y dar buen testimonio cumpliendo con los mandamientos y acercándose frecuentemente a los Sacramentos. Todos los alumnos asistirían a la plática la mañana del domingo, por la tarde al rezo del Rosario, y a Misa los terceros y cuartos domingos de cada mes. Los maestros darán clase de doctrina los sábados por la tarde, explicación e historia sagrada o profana los jueves entre siete y ocho de la mañana, y de Catón, constitución o policía, el sábado a las mismas horas. Asegura don Cleto González Víquez, en su testimonio acerca de la educación en época de su infancia, (1866): (”Nada de gramática o muy poco, nada de Ciencias Naturales, nada de historia nacional o general, mucha doctrina cristiana que nosotros recitábamos como pericos.”)En la Constitución de 1844 se estableció que la ilustración es un derecho de los costarricenses y un deber sagrado del gobierno. En 1849 se dio el Reglamento Orgánico del Consejo de Instrucción Pública que estableció la gratuidad de la enseñanza primaria. En 1858 declararon obligatoria la educación, y en 1862 se estableció el mandato de asistencia a la escuela para niños entre 7 y 12 años-
El COMERCIO EXTERIOR centroamericano y el nuestro, experimentaron entre los años 1821 y 1915, tres momentos definidos. Primero: la inserción en el mercado que fue una respuesta empresarial, Segundo: la competencia para Inglaterra del decidir geopolítico del gobierno norteamericano. Y Tercero: el pasar de una economía de subsistencia a una “Economía Tropical de Exportación.”
Hubo inversiones británicas en Costa Rica, hechas a corto plazo, como la financiación de la producción cafetalera, y algunas obras de infraestructura como los ferrocarriles y muelles. La ferrocalización de las economías centroamericanas sentó las bases para la diversificación de las actividades empresariales.
FERROCARRILES Durante el gobierno de don Jesús Jiménez Zamora en 1866, comenzó la inquietud por lograr la construcción de un ferrocarril que uniera la ciudad de San José con el Puerto de Limón, para así facilitar el comercio, y habilitar una enorme zona cuyos habitantes carecían de medios de comunicación adecuados. Gracias a la tenacidad y la visión de algunos gobernantes, el proyecto se concretó. Un ejemplo dio el gobierno de don Tomás Guardia, que comenzó la construcción del Ferrocarril al Atlántico en 1879. Guardia fue constante al defender su idea, insistió a pesar de que muchos trataron de disuadirle, dado lo difícil del terreno y la falta de medios característica. El presidente importó de Inglaterra la primera máquina de carbón, y logró que, jalada por carretas de bueyes, atravesara valles y montañas, saliendo de Puerto Limón hasta lograr ponerla en Alajuela. Lo que motivó al resto de los interesados, a mover cielo y tierra para completar la línea hasta San José. El Ferrocarril al Atlántico nos comunicó con el Puerto de Limón y abrió camino al comercio, siendo receptor y despachador de todos los productos que salían y entraban al país. Abrió nuestras fronteras al mundo. En el año de 1890, el tren completó su primer viaje de Limón a San José.
Para la construcción del Ferrocarril Eléctrico al Pacífico, el trayecto se fue armando en tractos separados, hasta completarse. La administración de don Próspero Fernández Oreamuno, inauguró el primer trecho ferrocarrilero que une a Esparza con Puntarenas. Durante la administración de Don Ascensión Esquivel, se construyó la parte de la línea que une a Alajuela con el Pacífico, y fue declarado Puntarenas “Puerto terminal del Ferrocarril al Pacífico” en 1904. El gobierno de don Cleto González Víquez concluyó la construcción en 1910.
En 1866, en San José se inició la construcción de una cañería de hierro que fue inaugurada el 25 de octubre de 1869, el agua se purificaba en los tanques situados en el Barrio de Aranjuez, junto al actual Hospital Calderón Guardia. Treinta años más tarde, se abrió una licitación, para ensanchar y reformar la cañería, que conduciría el agua, por medio de un acueducto cerrado, y se aumentaron 10.000 metros de tubo de hierro para llevar el agua a ciertas partes de la ciudad que anteriormente no la recibían, antes de eso el sistema había sido un canal a cielo abierto, que llevaba en su cauce, el agua potable, a parte de la ciudad, además se comenzó a brindar un servicio de cloacas y se canalizó la acequia de las Arias hasta El Rastro y Las Pavas, desde la Avenida Segunda hasta la Boca de la Sabana y la Quebrada Lantisco.
Persiste al día de hoy un gran problema de aguas residuales y aguas negras, que los gobiernos alternos no han podido solucionar. Dicho problema se da en la ciudad y también en playas y sitios turísticos.
En el mismo Barrio de Aranjuez, don Manuel V. Dengo y Luis Batres instalaron una rueda Pelton, y fue esa la primera planta de energía eléctrica para el alumbrado público de la ciudad, el servicio se inauguró el 9 de agosto de 1884. Ellos se comprometieron a instalar 36 lámparas de arco, que luego ampliaron a 50-inicialmente
Debido en parte a da la carencia de educación ciudadana, al hecho de haber abandonado la enseñanza importantísima de Educación Cívica en escuelas y colegios, y a la falta de disciplina que nos caracteriza, casi todos esos servicios carecieron del mantenimiento y revisión constantes, que necesitaban. Los habitantes actualmente tiran basuras y desechos al cauce de los ríos, se contamina el agua y se violentan las fuentes subterráneas, construyendo mega proyectos que arruinan los nacimientos de agua que debían de abastecer a todo un pueblo.
. Fuimos la tercera ciudad en el mundo en tener luz eléctrica, después de Paris y Nueva York. Según el contrato, la luz comenzaría a alumbrar a las seis y media de la tarde, permaneciendo en servicio hasta el alba. Folclórica fue la decisión de que, en noches de luna llena, no se encendería la planta durante las horas en que la luz de la luna fuese lo suficientemente luminosa para que los ciudadanos pudiesen transitar por las calles. Inicialmente el servicio cubría de la calle de la estación, hasta la iglesia del Carmen, cruzando allí hacia la iglesia catedral, y luego se extendía a otros puntos de la ciudad. Posteriormente se le vendieron los derechos a Mr. Minor Keith, quien formó la “Compañía del Tranvía” de capital inglés. El tranvía no llegó a establecerse sino hasta principios del siglo diecinueve, en el Año del Señor de 1905. Diversas opiniones atrasaron su construcción. Típico de nuestra idiosincrasia el hecho de que todos quisieran opinar sobre los proyectos en discusión.
En el mes de abril de 1899, transitó por las calles un primer tranvía del sistema Trolley que daba servicio de la Estación del Ferrocarril al Atlántico, hasta la Sabana. Un año después se extendió ese servicio desde la Sabana hasta San Pedro. Después de tres años dieron al fin la autorización, para extender una línea hacia Guadalupe al Norte, que después llegó hasta los Barrios del Sur, a Plaza González Víquez.
La Compañía del tranvía, ofrecía sus servicios de seis de la mañana a siete de la noche durante la estación lluviosa, y de seis de la mañana a cinco de la tarde en la época seca. También compró Mr. Keith a Amón Fasileau-Duplantier los derechos de la explotación de la fuerza hidráulica de los ríos Tiribí, María Aguilar y Anonos, y construyó una planta eléctrica gracias a lo cual en 1892, se estableció el sistema incandescente en las casas de habitación. La Electric Bond and Share, de capital inglés, tuvo el monopolio del servicio eléctrico por largo tiempo. Felizmente la electricidad y la energía se nacionalizaron, y se fundó el ICE, durante el gobierno de don Francisco Orlich Bolmarsich.
LA LUZ ELÉCTRICA En aquella época, la luz eléctrica llegaba a las cinco de la tarde, y era muy débil, los cielos rasos de las casas eran muy altos, y la bombilla incandescente iluminaba escasamente los rincones. Las sombras, surgidas a partir de la luz de una candela, pueden sugerir, a un niño solitario, las atrocidades más espectaculares, si deja correr su imaginación, sobre todo después de escuchar, en la cocina, los cuentos de miedo de las criadas. Los niños temen a la oscuridad, yo fui temerosa y crédula. Usé lentes, desde antes de cumplir mis siete años, no veía bien en la penumbra, por lo que, a menudo, prendía una lámpara adicional, para ver mejor, al preparar mis deberes de la escuela. Entonces, alrededor y sobre la mesa del comedor en la que trabajaba, enjambres de “abuelitas” sobrevolaban los bombillos, dejando caer sus alas transparentes. Eran pequeñas hadas castigadas por el sol. Entonces, un tendido de cristal, embellecía el tapete.
Las candelas estaban a mano en una gaveta del trinchante, junto con los fósforos, que eran de mala calidad, y peores todavía los cerillos que se fabricaban. Jamás encendían, y cuando lo hacían, lo quemaban todo a su paso hacia el suelo. Me estaba prohibido terminantemente encender fósforos y candelas.
En los sitios, adonde aún no llegaba la electricidad, se usaban lámparas de canfín o candelas. Hubo candeleros de loza en dormitorios y estancias, pero los niños no teníamos acceso a ellos. Hoy con los tubos de luz neón, de luz blanca, se obtiene una completa iluminación, que no molesta la vista, pero no existía en aquel tiempo. Recuerdo con horror, el día en que conecté, en el comedor, una lámpara de pie de bronce, que tomé prestada del cuarto de mamá, y que coloqué cerca de la mesa.
El alambre eléctrico pelado, hizo contacto con el metal del pie, se prendió el cordón a lo largo. El circuito levantó una llama y casi se quema el mantel de la mesa con mi cuaderno encima.
Viendo las llamas, tía Cary (que lo veía todo), se tiró de la silla en que leía y arrancó con sus manos el alambre encendido del tomacorriente, no sin antes darme, de pasada, un pellizco de monja en la pierna.
Luego llamó por teléfono a los bomberos, se me salía el corazón del susto. Mamá llegó furiosa, a prepararme un remedio para los nervios, puso unas gotas de Espíritu de azahar en medio vaso de agua y me lo dio a tomar intentando calmarme. Minutos después, escuché cómo se detenía frente a nuestra casa una bomba de incendios. Los vecinos salieron a las puertas. La empleada corrió a abrir y los uniformados entraron a la casa arrastrando mangueras. Ya tía, con una cobija había sofocado las llamas, pero yo estaba espantada, tirada en una cama deshecha en llanto, sintiéndome culpable y tan inquieta como habrá estado Nerón cuando incendió su ciudad. Los uniformados fueron muy claros al comunicarnos que estaba terminantemente prohibido travesear los aparatos eléctricos y las conexiones de la luz, a riesgo de provocar un incendio. La tía escuchó el sermón como si no fuera con ella, que constantemente hacía conexiones con un cuchillo mocho.
La tele no existía en mis años de infancia, comenzó cuando ya estaba casada y tenía varios hijos. Había salas de cine, y semanalmente nos llevaban, al Teatro América, a ver fábulas y cómicas los domingos, en tanda de una de la tarde, algunas veces íbamos al Variedades.
Durante mi niñez crearon para el cine al ratón Miguelito “Mickey Mouse” y Minie, de Walt Disney y del mismo dibujante se hicieron famosos: el Pato Donald, Guffy, también inventaron a Popeye el Marino comiendo espinacas con Rosario.
No existían los parques de Disney en la Florida, ni Disneylandia en California, ni Disney Word en Paris, ni en Japón, ni en ninguna otra ciudad del mundo.
Los “tiquillos” de entonces debimos conformarnos con ir de paseo al Parque Zoológico Bolívar, con sus monos titi y cariblancos, los sucios y perezosos lagartos, una jaula de pájaros con una cacatúa, un nido de oropéndolas, un búho y varios colibríes, cuatro jaulas terriblemente hediondas, un puma, un tigrillo y un jaguar, un acuario de cemento, un serpentario, un pizote y un caucel, y pare usted de contar. ¡Y todos tan contentos!
Anualmente, y durante el período previo a la navidad, exhibían en el cine películas de Disney: “Fantasía”, “La Bella Durmiente”, “Bamby”, “Blanca Nieves” ”Dumbo” etc. y algunas mexicanas pésimas, como “Cucuruchito y Pinocho”. Disfrutamos también de la presentación de excelentes películas de Shirley Temple, una niña actriz muy famosa, que hizo las delicias del público por largos años. A cada película que venía de la pequeña, (por muchos años la niña estrella más importante del mundo del cine) colocha y rubia y que se parecía un poco a mi tipo, mamá imitaba para mí, todos los trajes que usaba ella y me peinaban igual. Hacían lo mismo con Vilma Fernández, mi amiga querida, más bonita y más parecida a la joven actriz y de una edad más cercana a la suya. Para entonces comenzaban a aparecer revistillas con historietas, Flash Gordon, Mandrake el Mago y otras parecidas. En las calles no había tráfico y la gente era buena y respetuosa. Los niños, como avecillas silvestres, nos manteníamos revoloteando y jugando en aceras y calles, corriendo en los potreros, tomando frutas de los árboles cercanos, rodeados y cuidados por una población de gente colaboradora, preocupada por el bien de todos. Los varoncitos jugaban con: patines, bicicleta, bolas, carritos, aviones, pistolas y sombreros de vaquero, traje de marinero, nada en exceso porque la época era difícil.
A veces, por navidades, el Niño Dios traía una bicicleta y la dejaba entre las camas de dos hermanos, era para compartir. Y todos los años se perdía la bicicleta o el velocípedo, un poco antes de diciembre, para regresar en navidad “como nuevo” pintado de otro tono. En el caso de las mujercitas, sucedía lo mismo con el cochecito y la cuna de los muñecos, el triciclo y la mesita de madera.
La realidad es, que los niños de aquel tiempo, sobre todo los varones, gozaron de una irrestricta libertad, para, sin gastar un céntimo, jugar en la calle, bañarse en pozas, subirse a los árboles, robar frutas, pescar en ríos, elevar cometas, cazar y pescar, hacer toda clase de travesuras, “diabluras” que llamaban, sin el menor peligro. La condición única que se les ponía, era la de llegar puntual a las horas de comida, ninguna madre tenía que preocuparse por lo que hacían el resto del día, sobre todo si estaban en el período de vacaciones. Para las niñas el asunto fue diferente, mientras los varones hacían en la calle lo que se les antojara, nosotras debimos mantenernos en casa, ayudando a mamá a remendar medias con un huevo de madera, tender camas, tejer, bordar, coser, hacer ruedos al menos y pegar botones, e incluso a veces aprender a cocinar platos sencillos. Durante los años 30, el ciudadano común no sentía la necesidad de tener automóvil, la ciudad era muy pequeña y la gente caminaba, no había la urgencia de poseer al menos un carro en cada casa, como sucede hoy y en consecuencia, tampoco había obesos entre la población. Cuando llegó el momento de la importación masiva de vehículos, la propaganda que la presidió fue convincente. Concluida la guerra, las fábricas en los Estados Unidos recomenzaron la fabricación de automóviles, en lugar de los armamentos que habían sustituido a la producción original, pienso que esa sería una de las principales razones para retirar el tranvía; no habría suficiente espacio para los coches en avenidas tan angostas y existían intereses al respecto. Hay que recordar que las calles por donde aún hoy transita nuestra enorme flota vehicular, continúan siendo las mismas trochas originales que nuestros abuelos construyeron para el paso de carretas.
En 1895 se creó la sociedad anónima “Teléfonos de Costa Rica” para explotar la concesión hecha por el Estado, a favor de don Francisco Mendiola Boza, el 17 de abril de 1893. Cuatro años después la compañía se comprometió a establecer el servicio telefónico en San José, Cartago, Alajuela, Heredia, Tres Ríos de La Unión, Desamparados y Santo Domingo. El Congreso le otorgó una subvención de quince mil pesos para su instalación. La compañía ofrecía el servicio de mensajeros y cartas telefónicas por veinticinco céntimos la comunicación. De nuevo alcanzamos el primer lugar en Centro América, al establecer el servicio de Telégrafo, en el año de 1869, entre Cartago y Puntarenas, pasando por San José, Heredia y Alajuela. Ya en 1890 se incluyeron Limón y Liberia.
Durante aquella época nunca fuimos a la zaga de los hermanos centroamericanos, en conseguir logros importantes. El telégrafo fue el medio más empleado por mi familia para comunicarnos, durante mi época de niñez y adolescencia, cuando viajé invitada por familias amigas de paseo a Puntarenas, al arribar al puerto me dirigía directamente al telégrafo del lugar, a poner un telegrama avisando que había llegado bien. Teníamos teléfono, pero la costumbre fue enviar un telegrama. Igual cuando papá estaba lejos, trabajando en la montaña, sus noticias nos llegaban por medio del telégrafo, hoy sustituido ampliamente por las redes inalámbricas de Internet. En cuanto a los logros alcanzados por Costa Rica, en importantes aspectos de desarrollo, al doctor Rafael Ángel Calderón Guardia, debemos: la creación de la Ley de Garantías Sociales, y la fundación de la Caja Costarricense de Seguro Social, sin los cuales los trabajadores, el peón, y el obrero, jamás habrían logrado ascender en la escala laboral, dando un mejor futuro a su familia, no habrían logrado realizarse ni surgir, ni cuidar adecuadamente de su salud y educación. Nos adelantamos en esos logros a casi todos los países americanos, incluidos los Estados Unidos de América. A don José Figueres, debemos agradecer la redacción de la actual Constitución y el Establecimiento del Voto Femenino, la creación del Tribunal Supremo de Elecciones y la Supresión del Ejército, acción que nos hizo destacar como país único en la región. En la proclama correspondiente, firmada en el Cuartel Bellavista se señala: “El Ejército Regular de Costa Rica, digno sucesor del Ejército de Liberación Nacional, entrega la llave de este cuartel a las escuelas, para que sea convertido en un centro cultural. La Junta fundadora de la Segunda República, declara oficialmente disuelto el Ejército Nacional, por considerar suficiente para la seguridad de nuestro país la existencia de un buen cuerpo de policía.” 1 de diciembre de 1948.
¡¡QUE ALEGRÍA, VIAJAR EN EL TRANVÍA! Durante la mayoría de los fines de semana, en la esquina de mi casa, aquella niña que fui, subía ilusionada al metálico coche amarillo, para viajar a casa de los Faerron, la familia de una de mis mejores amigas, compañera del kínder, que vivía en la localidad de San Pedro de Montes de Oca, en una casa de madera, rodeada de enorme patio: árboles frutales, huerta y jardín, cocinaban con leña y usaban un filtro de piedra para el agua, todo lo cual, me parecía magnífico. La comida era exquisita, y aquel espacio para jugar, con muchas plantas alrededor, me encantaba.
La casa de Ana Lottie estaba situada en el sitio que hoy ocupa el centro comercial
“La Calle Real”. La propiedad se llamaba: “Villa Lourdes”, yo iba a jugar con mi amiguita durante los fines de semana, cuando no había clases en la escuela. El sábado al mediodía salía de casa, y regresaba domingo en la tarde. Mamá me acompañaba a la parada, en la esquina del apartamento, la Cantina Chelles donde juntas esperábamos el amarillo cajón, y nos despedíamos hasta con lágrimas, dado que yo, pasaría lejos de casa, el fin de semana. Una vez dentro del vehículo, sentada en la banca lateral con otra banca con parroquianos al frente, disfrutaba plenamente mi aventura. La línea del tranvía corría al centro de la avenida central, recorría la ciudad de oeste a este, desde su inicio en el predio de La Sabana, hasta su terminación en San Pedro de Montes de Oca. Ya desde mi sitio, iba observando el camino: pasábamos primero por la Cuesta de Moras, adonde destacaban: el Cuartel Bella Vista, el Castillo Azul, la Logia Masónica, el Colegio de Nuestra Señora de Sión y el nuevo barrio de La California. Algunas cuadras adelante llegábamos a la esquina de la llamada “Calle de los Negritos”, donde termina San José y comienza el Cantón de Montes de Oca. “La Calle de los Negritos” a la entrada de San Pedro, se llamó de esta forma porque se decía que hasta allí podían llegar los negros que vinieran de Limón, no autorizados para ingresar al centro de San José. Desconozco si el dato es cierto, pero recuerdo que muchas casas allí, estaban habitadas por familias de color.
Pasábamos después frente a la esquina donde estuvo la Pulpería La Luz, donde la línea del tranvía se cruza con la del tren, y comenzaba el desfile majestuoso de cafetales a ambos lados de la calle, en las haciendas cafetaleras de Montes de Oca. El camino era espléndido y romántico, bordeado de fincas de café, con árboles hermosísimos. En la esquina del Beneficio Dent, adonde es ahora el Mall San Pedro, terminaban las fincas cafetaleras, y en las cuadras siguientes, comenzaba a verse, grandes casas de habitación, con jardines muy bellos y cuidados. Estábamos en “las afueras” de la ciudad de San José, adonde miembros de la élite, tenían sus residencias. Frente a la Iglesia de San Pedro, destaca el parque, que luce un quiosco central, adonde algunas noches había retreta. Posteriormente ese predio fue bautizado con el nombre de “Parque Kennedy,” y hubo allí un busto del famoso ex presidente asesinado, que nos visitara una vez. El busto terminó roto, y pintado de verde, con brocha gorda, hasta que alguna alma misericordiosa, lo hizo desaparecer, luego de que otro vándalo le destrozara la nariz con una piedra.
Dos cuadras al sur de dicho parque, perdura desde hace setenta años, la Escuela Franklin D. Roosevelt, con su plaza de deportes enfrente, edificio emblemático del Cantón de Montes de Oca, declarado de interés histórico y arquitectónico, en 1991.
El paseo semanal a San Pedro, era, para mí, maravilloso. Allá no me aburría. “Dios nos libre,” mamá me escuchara decir que estaba aburrida, para remediarlo había muchísimas cosas, que una niña podría hacer: como coser, bordar, leer, escribir cartas, rezar. Siempre se dijo que el ocio es un pecado, el simple hecho de estar vivas, tener familia, un techo, y salud, era motivo suficiente para estar conformes y dar gloria a Dios. La pereza era algo detestable para las personas de aquella generación luchadora: “Teresa, tiende la mesa, señora, tengo pereza, pues yo te la quitaré, con una coyunda tiesa.”
A la hora de la despedida, juntas en el portón, mi amiga y yo, esperábamos por el tranvía. Nos entreteníamos apostando si sumaban trece, los números de las placas de cada automóvil que pasaba, sería de buena suerte para la primera que lo vio. Previamente yo había llamado a mamá por teléfono para que me esperara en la esquina de Chelles, ella calculaba el tiempo para recibirme a mi llegada.
En el viaje de regreso a casa, el tranvía de nuevo recorría la ruta de las haciendas cafetaleras. Desde la altura de la Cuesta de los Mora, se vislumbraba a lo lejos, el centro de la ciudad, borrosa por la bruma. San José lucía las menudas lentejuelas de su garúa finita y fría, entre los pliegues, de su zarape verde de follaje, a manera de guardianes, las tapias altas de bahareque, coronadas por teja roja, lucían sobre ellas enjambres de guarias moradas y blancas, que, sacudiéndose garbosas, bañadas por la luz del atardecer, destilaban perfume sobre el ambiente de la primorosa ciudad. Los peatones deambulaban descalzos sobre las altas aceras, construidas con cuadros grandes de piedra. Ciertamente mucho polvo se acumulaba durante los días de verano y había charcos entre las piedras cuando era invierno, pero la ciudad fue siempre bella. Algunas de aquellas casonas de bahareque, tuvieron, adosada a la pared, una banca del mismo material, adonde el público se sentaba a esperar el tranvía. Recuerdo una en la esquina, frente al parque de San Pedro y otra al inicio de la Cuesta de Moras, allí se sentaba la gente a descansar mientras esperaba por el tranvía.
VIDA CAMPESINA Yo tengo ya la casita, que tanto te prometí, Y llena de margaritas, para ti, y para mí.-
Los pequeños poblados, surgiendo entre potreros, con casitas de adobe, un trecho largo de vecino a vecino, sus tapias y sus flores, cultivaba los sueños, de aquella población trabajadora y pobre, que agradecía de veras: la verdura del campo, los celajes rosados en tardes de verano, el sonido del yurro triscando entre las piedras, el arrullo del canto, de las aves, que trinan en las ramas, una noche estrellada poblada de luceros, el sonido del viento y los rayos del sol en el amanecer.
Sueños de gente humilde, luchadora y valiente, que supo conformarse con muy poco, y tomando conciencia de sus propios valores, y venciendo al destino, superó los obstáculos, y creció como un árbol, pleno de libertad.
Gente buena y muy pobre, sin ninguna cultura, la población escasa de costumbres austeras, bajo el duro dominio de los conquistadores, que dictaban las leyes y exigían los tributos, como exige el tirano la sangre de su pueblo, sin dar a dicho pueblo una mano confiable, en la cual apoyarse para lograr el éxito.
Como cobijo y guía, para los conquistados, el brazo de la Iglesia, demasiado lejana, indiferente y dura. Así vivió mi pueblo, por un largo período, sumido en la ignorancia, pero en busca de un rumbo. Casas de bahareque, con sus pisos de tierra, limpios como patenas, la cocina, el fogón, los bancos de madera y de “cuja” un cajón, donde dormían los “güilas” cubiertos por coletos.
Al canto de los gallos, en plena madrugada la vida comenzaba. Despiertos los varones se dirigían al campo. Encaminaba el “tata” la yunta con el yugo, regando la semilla, sobre la madre tierra. Los chiquillos descalzos venían a ayudarlo, pero al menor descuido se desaparecían y los miraba el tata subiéndose a los palos y pescando en el yurro. Observando a su tata afilar la cutacha, enfrentando a los bueyes, atravesando el río, aprendían a ser hombres honrados y sencillos.
Las mocitas, haciendo oficios de la casa, aprendían de la madre todo lo necesario para ser buenas madres y damas respetables. Las mamas preparaban el almuerzo del tata, sobre una hoja de plátano la torta y el maduro, la botella de fresco, que ellas le llevarían al ser las diez en punto. Transcurría así, la vida, de aquella gente buena, que recibió muy poco del cruel conquistador, pero con mística y mucha fe en su Dios, trabajando parejo, dicen:” de sol a sol”, formaron a la patria, que airosa como un roble fuerte y firme creció. Yo siento un gran orgullo por este pueblo nuestro, por todas las conquistas que logró con su esfuerzo. Ojalá siempre sea para el mundo un ejemplo.
Las primeras escuelas fueron simples cuartuchos, sin libros ni cuadernos, sin tiza ni pizarra, daba apenas la patria sus primeros pasitos como un niño pequeño que apenas se levanta. Los sacerdotes fueron los primeros maestros, “la letra entra con sangre” predicaban aquellos. En rústicos tabancos y a veces con tizones, aquellos profesores dictaban sus lecciones.
Es muy bella la historia de aquellos pobladores, tan humildes y fuertes, sencillos y conformes.

CAPÍTULO QUINTO
LA PRIMERA INFANCIA
Currículum de una niña nacida en 1931
Soy por sobre todo, un ente gregario, la compañía de seres queridos es para mí vital. Posiblemente debido a la ausencia de hermanos y primos, mi experiencia de la escuela fue una fiesta y la escuela mi sitio predilecto. Después de tres meses de vacaciones, aunque hubiera ido a pasear al campo, a la playa y la vacación fuera linda, al final estaba cansada del descanso y ansiando con desesperación regresar a clases. La compañía de las otras niñas sobre todo, los juegos, las lecciones, para mi fueron regalos que realmente aprecié.
Los padres de entonces no se sentían obligados a hipotecar el futuro familiar para llevar a sus crías a los viajes de rigor, al campo o a la playa, durante la época de vacaciones. Si no se podía salir de la ciudad, nos quedábamos todos, junto a otros muchos a quienes les sucedía lo mismo y gozábamos de la vacación improvisando paseos y juegos que no implicaban sacrificio económico alguno ni gasto para los mayores. En aquella época dorada, nuestras entretenciones fueron absolutamente naturales: ir de paseo a fincas cercanas, o a las piscinas de Ojo de Agua, generalmente en grupo de chiquillas, solas, que íbamos en tren hasta la Estación de Río Segundo, y de allá a pie al balneario, sin temor alguno, sin sospechar siquiera que, en otros lares, existían los sátiros y los bandidos. Íbamos al cine a ver fábulas y cómicas, leíamos revistas y escuchábamos la radio. Mirábamos a veces la “linterna mágica” que fuera del abuelo, con sus postales clásicas de palomas de castilla, piando en grupos sobre una plaza en Venecia.
Nadie se aburría en aquel tiempo, aunque hoy los jóvenes escuchen esto horrorizados, sólo de pensar que, de niños, sus abuelos no tuvimos tele ni computador en casa. En época de mi niñez, el Parque Central de la capital, lució una verja preciosa forjada en hierro y un kiosco igual, con elegantes barandas caladas de estilo europeo, postes alrededor y una fuente de piedra que había sido inaugurada en l868, durante el gobierno de don José María Castro Madriz con motivo del estreno de la cañería principal de la ciudad de San José. Dicha fuente lucía al centro una escultura relatando la historia de Leda y el Cisne, en hierro, y fue trasladada a la Universidad de Costa Rica en el Barrio González Lahmann, para terminar, actualmente, adornando los jardines de la Ciudad Universitaria Rodrigo Facio, con sede en San Pedro de Montes de Oca.
De niños nos llevaban al Parque a tomar el sol, a correr y a jugar, del brazo de la china o con la mamá, porque en esos primeros años de vida nos manteníamos en casa, alegrando a los adultos que disfrutaban de nuestros adelantos y de cada palabrita aprendida, al vernos dar nuestros primeros pasos, notar cuando nos salía un diente nuevo y enseñarnos a jugar sin peligro. En aquella época prehistórica los niños no asistíamos al kínder antes de tener cuatro o cinco años, permanecíamos jugando en casa y la mamá era la encargada de entretenernos todo el día, por lo menos durante el rato en que la china arreglaba nuestra ropa.
En contraste con los niños de hoy, que nacen sabiendo muchas cosas, nosotros ni abríamos los ojos al nacer, igual que los gatos, para conocer el color de las pupilas del niño nuevo, había que esperar casi una semana.
El parque central, era un jardín, que exhibía hermosos y floridos cuadros de zacate, adonde jugábamos los niños, entre senderos de piedrecilla fina. Había arriates de flores y escaños, colocados en puntos estratégicos, para descanso de los visitantes, muchos de los cuales, aprovechaban el rato para hacer que un limpiabotas les lustrara el calzado, mientras leían noticias en la prensa.
Ya de adolescentes, el Parque Central fue el escenario para el recreo y la retreta. Nuestros, entretenimientos eran pueblerinos y los disfrutábamos paseándonos alrededor de su entorno los domingos, después del cine, en lo que llamábamos “el recreo” y por la Avenida Central casi a diario, a la salida del colegio, siempre que no lloviera.
Vagando por el parque, se encontraba, un grupo de muchachos pobres, cada uno con su cajón de madera en mano. Eran los limpiabotas, que se encargaban de limpiar los zapatos a los señores, quienes, acercándose al parque, o sentados en alguna de las bancas, les llamaban a solicitar esos servicios. Para aquellos muchachillos la escuela era la vida, que les obligaba a salir desde muy niños a buscar dinero para ayudar en casa. Los limpiabotas eran descalzos y pobres, se ganaban el sustento, honradamente. Llevaban en su cajón de madera: diferentes cepillos, badana y betún, y hacían su trabajo arrodillados en el suelo, frente al cliente sentado en la banca. Casi todos contaban con clientela fija, y si se les solicitaba, iban a la oficina del cliente o adonde éste prefiriera, para hacer su trabajo. Los limpiabotas abundaban, en busca de clientes, aunque eran muchachos humildes de las orillas de la ciudad, respetuosos y amables. No tuvimos entonces la plaga de los “pachucos”.
Nuestros nietos, y algunos de los hijos, prácticamente desconocen la nomenclatura de la ciudad donde nacieron. No saben adónde quedan las Iglesias, los parques, ni los edificios más significativos, y eso se debe a que la tranquilidad y la paz de la ciudad, dejaron de existir. Hoy existe peligro en todas partes y los niños no deben salir solos, en eso estoy de acuerdo, pero no lo estoy en que, si, a nosotras, sus madres y abuelas, nos vino bien asistir a las fiestas de nuestras amigas en sus casas, o en un club social, con nuestros seres queridos presentes, ¿Por qué razón hoy deben de hacerlo los muchachos solos, para ir a celebrar en bares de ínfima categoría fechas tan familiares e importantes? Quien busca el peligro en él perece, decían nuestros mayores.
Actualmente los párvulos salen de casa antes de cumplir dos años, las madres deben trabajar fuera y prefieren dejarles en una guardería, al cuidado de personas adiestradas, porque sería peor dejar a esos bebés, solos todo el día, en manos del servicio, aprendiendo a hablar nica, y bailando con la cocinera. Aunque la estimulación temprana hace maravillas, los niños ven poco a sus padres, los infantes no rinden, al ser escolares desde los dos años, ya no están en casa jugando y haciéndonos disfrutar, con sus pequeños progresos, ahora vienen cansados del kínder y sus padres, no estuvieron presentes, cuando dijeron su primera palabra, surgió su primer diente, o esbozaron la primera sonrisa al aprender a decir mamá. Se mantienen solitos pero muy ocupados, van al Kids Gym y mayorcitos al karate o taekwondo. Algunas de las niñas van al ballet, la mayoría juega fútbol y va al gimnasio, ninguna, salvo excepciones, sabe coser, bordar o tejer.
Las funciones femeninas en el hogar, simplemente desaparecieron, hoy lo importante es mostrar una buena figura física, y buena preparación académica, lo hogareño y lo moral, perdió interés.
A la edad de cuatro años ingresé al kínder de las niñas Soto, adonde jugábamos con tucos, corríamos una rueda de metal con un palo largo, jugábamos con arena en un cajón de madera, y pintábamos con crayolas, tocando a veces tonaditas en tubos de cristal.
Me inicié en clases de ballet con la niña Grace Lindo, en una ronda en la que dábamos saltitos: Smock, capet, smock, capet…Supongo que fue la moda en aquellos días gloriosos, porque la mayoría de mis amigas y compañeras fueron también y a mamá le pareció algo importante. Era un gran paso al modernismo permitir que las niñas aprendiéramos aquel arte, que nos enseñaría a movernos con mayor elegancia y soltura y que nos mostraría cómo usar las manos con gracia sometiéndonos a una estricta disciplina. Y aunque aún no comenzaba el actual culto a lo físico, el ballet iba a conservarnos en mejor forma, porque era un buen ejercicio. Poco a poco, le fui tomando el gusto. Mi profesora, la señorita Grace Lindo Quesada, prima hermana de mi papá, había estudiado en Inglaterra, en contra de los deseos de su padre, totalmente opuesto a que su hija se dedicara a la danza.
Aparte de ser una gran intérprete y una magnífica profesora, Grace fue mecenas de múltiples bailarinas nacionales, para quienes logró excelentes oportunidades, enseñando y apoyando su vocación en todos los sentidos. El país, especialmente en el campo del arte, le debe a Grace Lindo Quesada, un merecido y justo reconocimiento. Esa gran mujer, sencilla y tímida, dio gran parte de su vida y de su hacienda en pro del desenvolvimiento en Costa Rica de esa disciplina del arte que amó y que practicó por años.
En 1936, las niñas del “Kinder Garden Moderno”, participamos de presentaciones artísticas en el teatro nacional y fuimos solicitadas para el Acto de Clausura de un colegio; salimos bailando, vestidas de hadas y de enanitos, con barbas de algodón.
Cuando salí del kínder, me matricularon en la Escuela República del Perú. La escuela de ballet de moda en aquel momento, era la de Ayda Kogan, una señorita polaca, que llegó a San José precedida por una fama excelente. Me matricularon con ella y continué siendo su alumna por varios años. Cuando la niña Ayda viajó al extranjero para casarse, me incorporé al cuerpo de ballet tico, de Margarita Esquivel, allí continué bailando hasta que sobrevino el inesperado fallecimiento de la directora y creadora de esa escuela, trágicamente fallecida en plena juventud. El Ballet Tico continuó bajo la dirección de Olga Franco Cao, alumna aventajada de la niña Margarita, que tomó la dirección de aquella escuela y que siempre fue mi amiga y vecina. En oportunidades diseñé para las presentaciones del grupo, vestuarios y telones, cuando ya no bailaba porque hubiese sido mal visto hacerlo, siendo ya una señorita grande. Fueron otros tiempos, el recato, la pureza, la castidad, eran dones que se apreciaban en una mujer, una señorita no podía estar levantando las piernas en un escenario ante el público, no tiene mucho sentido para la gente moderna porque todo cambió, pero para las personas de aquella época, era lo correcto.
Con uniforme nuevo, zapatos negros de amarrar, medias azules, enagua azul y blusa blanca, fui a la Escuela República del Perú, de la mano de Margarita mi china, quien me llevaba el bulto, y una bolsa de papel con un bollito de pan con mantequilla. No existían las loncheras, ni cereales en tableta, como las golosinas que hoy llevan los niños al colegio. Mi cabellera rubia, alborotada, era un halo dorado, que me circundaba, a veces con un lazo grande, y otras veces con dos moñas, iba a clases feliz. En la nueva escuela encontré varias ex compañeras de kínder y de ballet, las que fueron desde entonces y para siempre, mis hermanas escogidas. La maestra, doña Lidia Poltronieri de Castro Jenkins, una magnífica educadora, un poco brava que enseñaba muy bien y era estricta. A ella debemos las bases de una excelente formación, tan evidente que poco de comenzar sus ex alumnas la secundaria en el Colegio de Sion, las monjas la llamaron para felicitarla.
En “la Perú” estaban todas mis amigas, las maestras eran buenas y amables y el plantel quedaba muy cerca de mi casa. Durante los recreos jugábamos quedó, brincábamos la suiza, conversábamos y nos contábamos nuestras cosas. Desde los primeros días de clase durante el mes de marzo, se nos enseñó a hacer el “saludo a la bandera”. Aprendimos gustosas todos los cantos y bailes nacionales, estábamos orgullosas de la patria, dispuestas a luchar y a dar la vida por ella, la madre de todos. Nuestra generación creció arrullada por el fervor cívico, amábamos, cuidábamos y protegíamos lo nacional, La Patria era importante.
Casi todo el grupo, de graduadas en Educación Primaria, de la escuela Perú, de aquel año, nos matriculamos en el colegio de Nuestra Señora de Sion, que desde entonces, se constituyó para mí en un hogar más. No fue ese el sentimiento general, algunas compañeras cometían travesuras, se burlaban de las religiosas, no valoraban aquellas cosas bellas que yo apreciaba, posiblemente porque para ellas era costumbre, y para mí fue una maravillosa novedad. Me enamoré de mi colegio. Desde el comienzo de las clases, me sentí parte de la institución, Me sedujeron la serenidad de la Capilla, el hábito y el porte de las religiosas, el elegante uniforme que usábamos: medias negras largas de hilo, falda azul oscuro de paletones y tirantes, blusa marfil de manga larga y cuello, corbata de lazo, capa y sombrero, con los que recorría encantada los anchos corredores de madera, para ir a la Gran Sala, adonde recibía semanalmente las medallas y cordones de honor, como premio de conducta y aplicación. En el espacioso comedor nos reunían, diariamente, una religiosa leía libros piadosos mientras almorzábamos y no se podía hablar, debíamos pedir las cosas por señas. La comida era fea, desabrida, como lo es cuando hay que guisar para muchas personas, pero, por lo general, había alguna compañera con buen apetito, que aceptaba el regalo de mi plato completo. Pasé los cinco años comiendo huevos duros, con un limón ácido y sal, que llevaba de casa. Me cautivó la dulzura gutural del idioma francés, que hablaban las religiosas y que debíamos emplear para comunicarnos con ellas. Aprecié los cantos con el coro, en la Capilla, en la penumbra de la tarde, con aroma a incienso y flores, las velitas del altar, la bendición con el Santísimo, el sacerdote humildemente arrodillado, frente al tabernáculo. “El porte” de las manos, cerradas y recogidas, con profundo respeto, se fijó en mi mente de tal forma, que una de mis hijas nació llevando “el porte” en sus diminutas manos de porcelana.
Cuando se anunciaba un Retiro Espiritual, para el que siempre me matriculé como interna por los días que durase, atesoré cada minuto, vivido en aquel dormitorio comunitario. Las charlas del sacerdote, el baño colectivo, donde no se podía cerrar la puerta, era imprescindible, usar una larga bata blanca, y bañarse con ella puesta. Si la religiosa abría la puerta y encontraba desnuda a alguna bañista, el asunto podía ser serio. Todas aquellas experiencias me emocionaban y alimentaban mi amor por el colegio. Me encantaba sentirme parte de algo grande, importante, valioso y exclusivo.
Para la presentación de los exámenes de bachillerato, estudiamos con ahínco, no eran tan fáciles los temas, y nos entregamos a prepararnos con entusiasmo. Yo me levantaba de madrugada para estudiar, y lo hice a conciencia. Los exámenes fueron orales casi todos, con excepción del de redacción, ortografía y matemática. Los presentamos ante un jurado externo, que calificaba por medio de votación, con bolas negras y blancas. Fue muy emocionante y muy serio. Nos fue muy bien a todas. Fuimos los únicos bachilleres, de aquel año, en presentar exámenes, porque después de la revolución, el nuevo gobierno dio una absolutoria, a los estudiantes, y se les entregó su diploma, sin presentar examen. Celebramos la graduación con un baile de etiqueta en el Club Unión, que comenzó a las cuatro de la tarde, porque salíamos de la huelga de brazos caídos, y había” Toque de Queda” a las diez de la noche.
En aquella oportunidad, dada la circunstancia de que todas las jovencitas desfilarían del brazo de su padre, y papá no pudo venir, fui al baile con mamá y desfilé con mi amigo Luis, a quien Dios tenga en Su Gloria, porque murió muy joven.
Me gustaba nadar, patinar, jugar, escuchar música, cantar, bailar y leer, me encantaba el cine. Fui siempre muy alegre y popular, tuve muchísimos amigos, y jamás “comí pavo” en una fiesta. Era simpática, desinhibida y bailarina nata, bailaba hasta con la escoba. Después de obtener el título de bachiller matriculé, en la Escuela de Comercio Castro Carazo, para estudiar secretariado: mecanografía, taquigrafía, estenotipia, y archivo, lo que las jóvenes necesitábamos para conseguir rápidamente un buen trabajo. También matriculé, en la Universidad de Costa Rica, con la pretensión de hacer dos carreras: la Escuela de Bellas Artes por las mañanas, y la de Ciencias Económicas por las tardes. Pertenecí a un grupo enorme de compañeros, tanto que las clases de economía las dictaban en el Paraninfo de la Universidad, no cabíamos en ninguna aula. Hice nuevos amigos y amigas, el ambiente era extraordinario. Fui feliz mientras duró, me encantó la experiencia, fue algo nuevo e interesante, ya era grande, los compañeros eran hombres hechos y derechos, los profesores excelentes, y la UCR fue para mí un sitio encantador.
En época de festejo estudiantil, la famosa Semana Universitaria, postulamos a Luichi, mi prima, para candidata a reina, por la Escuela de Ciencias Económicas. Trabajé mucho y fue un éxito, Luichi resultó electa, el rey feo fue Otto Kruse. Me constituí en líder de la organización, los compañeros me bautizaron “Tania la bella salvaje”, posiblemente por mi cabellera rubia y alborotada siempre, utilizaron para mí el nombre de la protagonista de una tira cómica.
Como una oleada de gaviotas negras, en mi cielo surgió la tempestad, de Honduras llegó una carta, donde mi papá comunicaba que estaba muy enfermo y casi ciego, debía de someterse a una intervención quirúrgica muy riesgosa, y regresaría desempleado, a afrontar sus problemas de salud. Me vi obligada a buscar un trabajo, y salí definitivamente de todas las clases, lo que más me dolió fue abandonar la universidad, y con ello, todos mis sueños de llegar a ser profesional.
Por aquel tiempo comenzaban los Clubes de Mercaderías, en algunas tiendas: el “Bazar La Casa”, la tienda “New England”, y en la tienda “La Miniatura”. Era una forma fácil de ahorro para la compra de regalos navideños. A comprar a la pulpería, iban las empleadas, o las señoras; algunas veces participábamos los niños, pero casi nunca un señor, habría sido mal visto, era una actividad exclusivamente femenina.
Para mi gusto, las pulperías de antaño, llamadas en otras ciudades “estancos”, todavía subsisten y siguen siendo de gran atractivo. ¡Son tan auténticamente nuestras! Hay en ellas de todo: desde bacinillas y jarros enlozados que cuelgan del techo, baldes de latón, adornos de yeso pintado, que se entreveran en racimos de bananos u hojas de tabaco, candelas de cebo y paquetitos de achiote, exhalando el perfume inolvidable del ayer. En la pulpería de la esquina (siempre había una), los pequeños comprábamos deliciosos confites de mora y de limón, melcochas “Boza” de coco, enlustrados y cucas, refrescos de “cola” y helados de palito. Nos daban “feria”, a veces un confite, o un cancionero “Picot” que era la ilusión de las cocineras de la casa: “El pobre don Pancho que vive en su rancho”.
Proliferaban también las “cantinas,” algunas aisladas, la mayoría aunaban el negocio combinado de “pulpería y cantina.” En tales casos, el local tenía un biombo para separar ambientes. Por la puerta de entrada a la cantina, se observaban, desde afuera, el mostrador con bancos altos, en que los varones tomaban y fumaban, algunas veces “mascando cuecha”, para luego lanzar un escupitajo al suelo. Por la otra puerta las señoras podían ingresar a la pulpería, sin verse obligadas, a pasar junto a los borrachines. Como en casi todos los países centroamericanos, el alcoholismo es y ha sido, azote nacional, todos los sucesos ameritan para el latinoamericano la acción de “tomarse un trago”. Alegres o tristes, celebramos o lamentamos con licor. Hay brindis en bautizos, graduaciones, matrimonios, compromisos, divorcios, contratos y velorios. Vergonzosamente, uno de los renglones de ingreso más importantes para el gobierno fue, desde siempre, la Fábrica Nacional de Licores.
Cuando la señora no podía ir en persona a hacer la compra, enviaba preferentemente a la empleada y en ocasiones a alguno de los niños. Si era cliente conocida o vecina y no traía el dinero para pagar en el momento, el pulpero apuntaba el monto de la compra en una” libreta” que el jefe de familia cancelaría a fin de mes. Mamá no anduvo nunca sobrada de dinero y le encantaba jugar cartas con su grupo de amigas, y como papá casi nunca estaba en casa, ella no tenía donde acudir por un préstamo. Entonces “don Pepe” el verdulero de la esquina, le hacía un “vale” y lo sumaba a la compra semanal. Parecida costumbre tuvo un pariente poeta, quien en la cuenta de su señora, que cosía para ayudarle con la carga, pedía al pulpero: “Sírvame otro trago, y anote otra carrucha de a peso a la cuenta de mi mujer”:
EL CLIMA: Desde mi rincón en el jardín observo el horizonte. Atardece, el girasol del cielo se refleja en nubes sonrosadas como tinajas. Atardece, la noche con su lienzo las va cubriendo lentamente de grises transparencias. Atardece, la oscuridad desciende sobre la tranquila ciudad y el aroma de los árboles floridos y el pasto húmedo penetran en mi olfato como un perfume singular, un perfume discreto que invita a soñar. A lo lejos, montes de vibrante azul, morados y dorados, me hacen temblar mientras admiro la belleza del entorno. Hay un cordón de grises enlazando aquellos montes bellos, que desciende lentamente sobre los tejados de mi humilde ciudad, en donde hombres adultos con sombrero y chaquetón, aunque descalzos, conversan de pie sobre la acera, arrebujados en los arcos de las puertas porque hace mucho frío. Personas jóvenes y alegres les acompañan, los niños pequeños duermen ya. Nuestra gente es bonita, blanca, rubia o trigueña, de estatura regular, delgada o gruesa, sobre todo amable, bien educada y respetuosa.
Atardece en la ciudad. En el corredor frente a su casa, sentadas en poltronas las abuelas se mecen al ritmo de viejas melodías que escuchan por la radio, o siguen con devoción los Misterios del Santo Rosario, mientras sobre su regazo sostienen el eterno tejido o el bordado recién comenzado. Muchas veces, sobre la falda larga, descansa la cabeza de algún nietecillo cuyo cabello “espulga” la viejita buscando piojos. Concluida la tarea enviará al niño a su casa, los pequeños han de dormir al menos sus ocho horas completas.
EL VERANO Jamás podré olvidar este lindo verano…
En Costa Rica, el concepto de verano, no coincide con el de otros países, para nosotros verano es la temporada seca. Amanece más temprano en esa época, y oscurece más tarde. Actualmente, nuestro clima ha cambiado, ya no es predecible saber si lloverá o dejará de llover. Durante mi niñez, el campesino podía predecir con seguridad cual sería el clima a esperarse, estudiando la naturaleza, “las pintas” en el mes de enero, pronosticaban con exactitud las variaciones que vendrían en el tiempo y en los siembros. Durante mi juventud, en los meses del verano, temporada seca, los vientos alisios azotaban valles y montañas, anunciando como heraldos la ausencia de las lluvias y comenzaba el frío. El viento arrebataba los sombreros de los y las transeúntes y se hacía imprescindible utilizar abrigo. Los días transcurrían resplandecientes y dorados, con atardeceres de antología. Los árboles se cuajaban de flores y comenzaba la cosecha de frutas, naranjas, limones dulces, toronjas, mangos, guayabas, nísperos, nances, jocotes, cases, que hacían las delicias de habitantes de todas las edades. En aquel entonces los ríos de aguas transparentes recibían la visita de parvadas de niños y adolescentes, que, escapados de casa, se daban un chapuzón improvisado en las pozas formadas entre las grandes rocas. Presente el peligro de infección por tragar el agua de aquellas pozas, siempre podía venir una fiebre tifoidea, que en aquel tiempo era mortal.
El aire y el agua eran limpios, no había contaminación ni hollín en el aire ni deshechos en los ríos, con excepción del mal olor que dejaban las mieles del café, que a veces se sentían cerca de algunos beneficios. Recuerdo con fruición y con los dientes destemplados, cómo mi mejor amiga Machita y yo nos subíamos al “palo de limón agrio” que había en el patio de su casa, y sentadas en una rama pasábamos la tarde comiendo limones ácidos con sal. En aquella acogedora y bella casa, cuya familia constituyó para mí el descubrimiento de cuán feliz podía ser una niña que contaba con hermanos y unos padres tan enamorados, viviendo lo que se me antojaba una novela rosa. Cada vez que me sentía triste en casa, yo comparaba mi mundo con el suyo. Las mañanas eran cálidas y luminosas y todavía en la tarde la ciudad brillaba dorada bajo los celajes en las nubes del atardecer. Hasta al jardín de mi casa llegaban claros, diversos sonidos en las tardes templadas. El tranvía con su traqueteo frecuente, sonando su bocina cuando arribaba al switch, de la Iglesia de la Soledad nos alcanzaba el repicar de las campanas llamando al Ángelus y por la calle, venían los apagados ritmos de las carretas, carretones y pasos de peatones.
El cansino transitar de bueyes y caballos, el ruido de sus cascos en las piedras, y el eco de las ruedas de madera, con sus goznes sonando a la distancia. “Porque no engraso los ejes, me llaman abandonao…”
¡LLEGÓ EL INVIERNO, NOS VAMOS A NACER!
El invierno se inicia en el país desde el mes de mayo, y llueve constantemente hasta noviembre, por lo que, durante esos meses las actividades fuera de casa quedaban totalmente suspendidas. Ya no era posible salir a jugar afuera, permaneceríamos la mayor parte del tiempo dentro del hogar. Las mañanas soleadas y calientes, dejaban la ilusión de un día espléndido, pero no más pasado el mediodía, el cielo se iba oscureciendo y se anunciaba el aguacero, que reventaba cerca de las cuatro de la tarde, y muy probablemente, continuaría casi hasta el amanecer.
Aunque entretener a los niños no fue algo que en aquella época desvelara a los padres, para aprovechar el tiempo, nuestra actividad principal, sobre todo durante los meses del invierno, fue la lectura. Con un buen libro nos sentíamos dueños del mundo. La saludable costumbre de leer fue importante y general, lo que dio a mi generación una pincelada de cultura elemental.
A los jóvenes nos agradaban: la poesía, las novelas de amor y de misterio, los cuentos de ficción y los de horror. Compartíamos el gusto por la música, las películas, el baile. Formábamos un grupo solidario, íbamos de paseo al volcán, al balneario, no había ningún peligro. Siempre nos acompañaba alguna persona mayor, porque eso era lo correcto. En determinadas noches de entre semana nos reuníamos en diferentes casas a conversar. Igual regresábamos solos y a pie. Al finalizar el sexto grado, de la escuela, escasos doce años de edad, tuvimos nuestro primer baile en casa de Rosema, una de mis mejores amigas.
RECORRIENDO LA CIUDAD A PIE
Durante los años de mi niñez, el Paseo Colón, fue una sencilla y polvosa calle de piedra suelta, con la línea del tranvía corriendo sobre su costado derecho. Tuvo palmeras sembradas a lo largo de la cuadra que siguen ocupando el Hospital San Juan de Dios, y el hospital psiquiátrico, razón por la que el vulgo bautizó como “las palmeras”, a ese hospital que originalmente se llamó “El Asilo Chapuí,” que fuera una donación del Padre Chapuí a la ciudad y que comprende desde el predio de La Sabana hasta ese sitio, incluyendo otros espacios que se destinaron a cementerios pobres. En aquel entonces, La Sabana, era un extenso charral, un simple potrero con ganado; y “El Lago de los Niños” al centro, donde podían asistir las familias a navegar con sus pequeños, abordando para ello unas pequeñas lanchas de madera, que alquilaban. Aún después de edificado el Aeropuerto Internacional de La Sabana, hubo ganado, escapado de fincas aledañas, pastando en dicho lugar, con grave peligro para las avionetas que debían aterrizar. Cuando el tráfico aéreo creció, ese aeropuerto se desechó, porque no cumplía con los requerimientos mínimos, su servicio fue trasladado a Alajuela, donde se construyó el “Aeropuerto Internacional Juan Santamaría”.
Cambios de gobierno y el permanente déficit financiero del estado, hicieron imposible una adecuada disposición en los gobernantes para embellecer y desarrollar debidamente la ciudad. El Paseo Colón, fue y sigue siendo entrada obligada a San José para los turistas que nos visitan, yo supongo, que en un comienzo, se pretendió, que, a partir del Monumento al presidente Cortés, continuaría la construcción de una serie de monumentos conmemorativos a lo largo del paseo, como los tiene la ciudad de México en su “Paseo de la Reforma”, y similares avenidas en otras ciudades del mundo. Se quiso tal vez competir también con el Paseo Colón de Buenos Aires, Argentina, cuando, a cierta altura del recorrido, elevaron el elegante obelisco que hicieron desaparecer años después.
Eso aquí no se dio, hay algunos monumentos dispersos por diferentes parques, no muy bien logrados y desconocidos para la mayoría de los ciudadanos. La Avenida Central, comienza en la esquina este del Hospital San Juan de Dios, donde la calle se bifurca y continúa hacia el este, como principal arteria de la ciudad, durante aquellos años tomó el nombre de “Calle del Comercio”, con edificios como el mercado, almacenes mayoristas y casi todas las tiendas grandes, como: La Gloria, El Globo, La Miniatura, Yamuni, el Banco Anglo original, las librerías Española, Lehmann, Universal, y López, el almacén El Colmado, las oficinas del Diario de Costa Rica, la Farmacia de don Mariano Jiménez, el Petit Trianón, la soda La Garza, y el desaparecido Teatro América. Subiendo la Cuesta de Moras, pasa frente al Castillo Azul, al Cuartel Bellavista, y el antiguo Colegio de Sión, donde hoy se desempeñan las oficinas del Congreso de la República. Dicha arteria continúa hasta San Pedro de Montes de Oca, prolongándose en la carretera a Tres Ríos que lleva a Cartago.
La otra sección, parte de esa esquina en la Avenida Central, y cruzando 100 metros al Sur, da allí inicio a la avenida segunda, pasando junto al Parque de la Merced, (hoy frecuentado por la colonia nicaragüense que lo adoptó como su centro) pasa al costado del hospital San Juan de Dios, atraviesa la ciudad en forma paralela a la Central y luce, en ambos costados, construcciones de importancia como La Catedral Metropolitana, el Sagrario, el Teatro Nacional, el Nuevo Hotel Costa Rica, el edificio de Las Arcadas, el Ministerio de Economía (donde estuvo la Universidad de Santo Tomás) el antiguo Cuartel Bella Vista (hoy Museo Nacional) y muere en el barrio Francisco Peralta, cruzándose con la línea del tren a Limón. Este era el San José por el que todos transitábamos, constantemente, a pie.
Pocos edificios se destinaron para albergar oficinas gubernamentales. Como sucedió con el resto del acontecer nacional, no hubo nunca holgura, ni interés, las oficinas públicas ocupan sitios nada deslumbrantes, con contadas excepciones como el edificio de Correos, el Teatro Nacional, el Banco Anglo original y la antigua Biblioteca Pública, construidas todas al albor de la historia. Hay algunos edificios construidos más recientemente como la Municipalidad de San José, y hoy el Estadio Nacional, muy bien logrados. El resto está conformado por modestas construcciones, sin ninguna ostentación ni estilo, sin embargo he de reconocer que, desde la Municipalidad de San José, se han gestado diversos movimientos de construcción de inmuebles bellos y funcionales, tratando de conseguir que los ciudadanos puedan vivir más cerca de sus trabajos, rescatando al mismo tiempo el centro de esta ciudad que fue bella alguna vez.
La Casa Presidencial de aquellos años ocupó la esquina frente al costado oeste del Parque Nacional, donde hoy está el edificio del Tribunal Supremo de Elecciones. Ocupó una construcción de madera de dos plantas, sin jardín al frente, generalmente pintada de color café oscuro, con un kiosco hexagonal, lateral, como fue la moda en aquel tiempo. La casa fue, originalmente, propiedad del presidente Tomás Guardia. Estas instalaciones se utilizaron, por la mayoría de los presidentes, como oficinas oficiales de gobierno. Al recordar aquella vieja residencia presidencial, viene a mi mente una anécdota que ilustra la forma de ser del costarricense nato, campechano y civilista: es la historia del ciclista, que atropelló con su bicicleta al presidente Ulate, en la propia esquina de la Casa Presidencial, cuando éste se dirigía a su despacho, a las siete de la mañana. Don Otilio fue levantado del suelo y llevado de inmediato al hospital para tomarle una radiografía, mientras el ciclista tranquilamente se fue para su casa, asustado pero invicto. Nadie tomó medida alguna para castigarlo, ni siquiera registraron sus datos.
Hubo tres cuarteles en la ciudad de San José, el “Cuartel Bella Vista”, atrás del Barrio de La Soledad, (hoy Museo Nacional), el “Cuartel de la Artillería”, al fondo de la plaza, donde hoy está el Banco Central, y la” Penitenciaría Central”, presidio para varones, donde es hoy el Museo de los Niños. Los cuarteles desaparecieron por la disolución del ejército, sabiamente decretada por don José Figueres Ferrer, en el mes de diciembre de 1948.

CAPÍTULO SEXTO
LA SALUD
San José, y con ella las ciudades ubicadas en la Meseta Central, gozó siempre de excelente clima, clima paradisíaco que muchos envidian. Sin embargo la región de las costas es malsana por la cantidad de mosquitos y zancudos que atacan a los pobladores. Pasaron muchos años hasta lograr eliminar los criaderos de esas zonas, y todavía el dengue continúa haciendo de las suyas entre la población.
Durante mi vida escolar, en las escuelas públicas a los alumnos se nos vacunaba contra las enfermedades más conocidas, pero aún no se descubrían muchas de las vacunas necesarias. Tiempo después descubrieron las primeras contra la parálisis infantil, rubéola, varicela, sarampión y tifoidea. Antes de eso un gran porcentaje de niños murió por culpa de la ignorancia, la falta de educación en el cuidado de la salud y sobre todo falta de medios económicos. Muchos niños morían por desnutrición.
A pesar de tales problemas insalvables, las familias, especialmente campesinas, continuaban trayendo al mundo el hijo anual que la iglesia aconsejaba. Fue común encontrar, en todos los niveles socioeconómicos, familias con veinte hijos. En absoluta obediencia a las leyes eclesiásticas, los hijos nacían año a año, sin consideración alguna para la pobre mujer que cada año debía afrontar un nuevo parto. En la familia de mi madre, supuestamente clase alta, hubo dos casos de tíos con 18 y 20 hijos respectivamente.
La higiene en aquellos tiempos era difícil, por los escasos medios de que se disponía. Fue la época en que las viejas y los viejos se “tullían,” por no querer o no poder levantarse de la cama, al anciano, a menudo víctima de lo que ellos llamaban “reumatismo”, el clima húmedo y frío le afectaba huesos y tendones y lentamente iban perdiendo su actividad motora, la esperanza de vida era muy corta.
En el mundo entero la medicina y la salubridad eran muy deficientes, la ciencia apenas repuntaba y la gente moría joven, y para un país nuevo y sin recursos, la situación tenía que ser peor.
Nuestro cuerpo médico fue siempre de calidad, y, a pesar de las penurias económicas, el Hospital San Juan de Dios, brindó excelentes servicios a sus usuarios, la mayoría indigentes, personas muy pobres, el servicio era gratuito para ellos y se prestaba un excelente servicio social.
La medicina, tanto en San José como en el resto del país, se encontraba en un período de oscurantismo. Se contaba con algunos excelentes médicos, la mayoría de los cuales estudió en Europa, pero eran totalmente insuficientes para cubrir la demanda. Cuando llegó la pavimentación a la ciudad, la higiene mejoró. Eso se dio pocos meses antes de mi nacimiento, cuando papá, que trabajaba en Obras Públicas, fue el encargado de dirigir la pavimentación desde el Paseo Colón, hasta la boca de la Sabana, y también el tramo del Paseo de los Estudiantes, hasta la Plaza González Víquez. En aquel San José había plagas de pulgas, totolates, moscas, zancudos, cucarachas, chinches, alacranes y toda clase de alimañas, los hay todavía en sitios lejanos. No existían insecticidas en aquel tiempo. Los insectos proliferaban en las calles de tierra. Para tratar de paliar los daños la Municipalidad, enviaba la “bomba Knox”, a regar agua para aplacar el polvo.
En 1939 la población alcanzaba el medio millón de habitantes y existían en San José algunas instituciones de salud. Públicos y gratuitos eran: el Hospital San Juan de Dios, el Hospital Antituberculoso, el Preventorio de Coronado, el Asilo de Ancianos Carlos María Ulloa, el Leprosario, y el Hospicio de Huérfanos, La Gota de Leche, Instituciones de Caridad administradas por la Junta de Protección Social, que se mantenía gracias a donaciones particulares, un impuesto sobre las mortuales y herencias, y las ganancias que dejaba semanalmente la lotería estatal. Esas instituciones fueron atendidas por religiosas “Hermanas de la Caridad” de la Orden de San Vicente de Paúl, que llegaron al país por invitación del gobierno de don Ricardo Jiménez Oreamuno. Se fundó una clínica privada: la Clínica Bíblica, y mucho tiempo después se inauguraron la Clínica Mater y la Santa Rita, seguidas por La Clínica Católica muchos años más tarde.
En las provincias hubo pocos centros de salud. Las Unidades Sanitarias en las cabeceras de Cantón brindaban alguna ayuda a los vecinos pero para el campesinado la oportunidad de recibir atención médica y hospitalaria era casi nula. Se construyeron hospitales en algunas provincias, también insuficientes para la población. Hasta después de la instauración de la Caja del Seguro Social, tuvo el pueblo la oportunidad de beneficiarse con instituciones de salud adecuadas. Previamente a la fundación de clínicas privadas en San José, casi todos los males se curaba en casa. Los partos en su totalidad eran atendidos por comadronas: las parteras, que se encargaban de atender a la madre, en la casa de habitación de la familia. Las intervenciones quirúrgicas muchas veces se llevaban a cabo sobre la mesa del comedor o en la cocina de la residencia del enfermo.
Se trataban enfermedades y problemas que ahora resultan inusitados, como “diviesos, forúnculos que se infectaban y brotaban en la piel de diferentes sectores corporales, y atacaban a mayores y niños. Las “niguas”, que se introducían en los pies descalzos de la población, especialmente de los niños. También “orzuelos” que brotaban cerca de los lagrimales en el borde de los párpados y resultaban muy molestos, todos ellos resultado de infecciones que en aquella época no podían ser controladas. No se descubrían aún los antibióticos ni las sulfas.
Los pobres, al igual que en otros países de Latinoamérica, se veían obligados a curarse mediante curanderos, hierbas, y potajes de dudosa procedencia. Tuvimos, entre otros magníficos profesionales, a un científico de lujo: el doctor don Clorito Picado, descubridor del suero anti ofídico, el primer remedio que se inventó para las víctimas de picaduras de serpiente, flagelo común en latino América, su descubrimiento ayudó grandemente al desarrollo de la medicina mundial y regional. El doctor Picado fue también descubridor de la penicilina, aunque no recayera en él el crédito debido. En general, mientras fui niña, y hasta muchos años después, los enfermos se atendían en casa, con remedios caseros aplicados por la madre de familia. Fue siempre mamá quien me curó durante las mil enfermedades que padecí, en forma casi constante, igual que todos los niños de entonces.
Enfermedades endémicas como la escarlatina, el sarampión, las paperas, varicela, y otras que no recuerdo. Escuché muchas veces los comentarios de mi madre, diciendo que estuve enferma la mayoría del tiempo, desde mi nacimiento, hasta que cumplí los siete años y entré a la escuela. Guardo en mi mente la estampa de mamá sentada tras de mi espalda, sirviendo de sostén para mi humanidad, mientras yo, subida en su cama, utilizaba la fatal bacinilla, con calentura y cansada, llorando de impotencia.
De la farmacopea popular se utilizaba todo. Tés de hierbas, ungüentos de fabricación casera como el ácido bórico con alcohol, aceite de comer con sal, agua de jabón para lavativa, purgantes de hojas de zen con tamarindo, aceite de castor con jugo de naranja, sinapismos, lavativas, laxantes, sahumerios, inhalaciones, ventosas, cartucho con fuego para el dolor de oído y técnicas similares.
Para los males estomacales se utilizaban preferentemente “los purgantes” la técnica consistía en poner un tapón de corcho entre los dientes del niño, para vaciarle el menjunje, ya fuese aceite de castor con jugo de naranja, o con café negro. O alguna desagradable mezcla semejante.
Para problemas más complicados, se usaba poner una: “ lavativa”, la reina de las medicinas para mamá, (cuando sospechaba que yo estaba enferma, deprimida, con calentura, resfriada, enamorada o lo que fuera) ponía agua a hervir, la colocaba en una bolsa roja de hule, que tenía una larga manguera y al final un bitoque, la colgaba de algún clavo en alto, para que por gravedad el líquido cayera más rápido, después me volcaba sobre la cama, boca abajo, haciéndome doblar las rodillas mientras me introducía el bitoque aceitado entre mis parte nobles, para vaciar dentro de mi intestino el litro de agua hervida tibia con sal, aceite de comer y jabón azul. Tenía que jadear para soportarlo, de lo contrario comenzaría de nuevo aquella danza.
Si llegábamos del colegio empapados por la lluvia, la empleada envolvía los zapatos en papel periódico para ponerlos a secar dentro del horno, “Dios nos libre” de que se quemaran, la mujer pasaba horas de pie junto a la estufa hasta que los zapatos únicos salieran intactos y secos, mientras tanto mamá me frotaba con aguarrás los pies y con alcohol alcanforado el resto del cuerpo, y me envolvía toda en papel periódico, bajo la camiseta y el pijama, para calentarme.
No teníamos almohadillas eléctricas, había una bolsa para agua caliente, roja de hule grueso, que tenía un tapón para cerrarla herméticamente cuando actuaba de calentador, para aliviar el dolor menstrual por ejemplo, y tenía también una manguera, en cuyo caso servía para hacer los lavados de estómago, igual que el tanque de metal enlozado, que era blanco. También había otra bolsa de un hule más delgado, (en mi casa era de cuadritos negro y blanco) la “bolsa de hielo” que mamá utilizaba para aliviar la jaqueca.
De subir mucho la temperatura de un niño, se le sumergía en una tina de agua fría con hielo. Si la temperatura no era tan alta, igualmente se le ponía un paño mojado en agua fría y alcohol sobre la frente, o sobre la boca del estómago, y en el envés de los codos. Para curar los piojos, plaga anual generalizada en época de entrada a las escuelas, se frotaba en la cabeza una mezcla de ácido bórico con alcohol, y se ponía una gorra sobre una toalla envolviendo la cabeza, lavando el cabello al día siguiente. Previo a esta operación, se escarmenaba el cabello con un peine de dientes muy finitos, llamado “el marfil” y se arrancaban a mano las liendres y piojos visibles, la empleada sentada en mi cama y yo arrodillada frente a ella con mi cabeza en su regazo reclinada, llorando de vergüenza y coraje mientras ella me espulgaba. Tomábamos té de yerbabuena para el dolor de estómago, té de tilo para los nervios o el desvelo, manzanilla para el dolor de vientre, agua tibia con azúcar para los nervios, mejor con unas gotas de espíritu de azahar, agua de azúcar con gotas de paregórico también para el cólico, gárgaras de sal y agua caliente para la garganta, chupar miel con aceite y jugo de limón para lo mismo, sinapismo de mostaza o antiflogistina para el pecho. Un pañuelo de hilo mojado en agua fría y alcohol arrollado alrededor del cuello, con otro pañuelo de seda seco encima, para el dolor de garganta. Para la “pega” una buena “sobada” que consistía en traer a un especialista ( en casa era la lavandera) que “jalara” la supuesta pega, sobando sobre el brazo del enfermo desde el hombro hasta la mano, para terminar “sacando” la pega por los extremos de los dedos. Para el dolor de oído se aplicaba un cartucho de cartón introducido en el oído enfermo, prendiendo un fósforo por el lado ancho, para que el calor penetrase dentro. O en su defecto se introducía un ajo caliente en el oído enfermo. Igual principio el de las ventosas, un vaso calentado con un fósforo, aplicado a la piel sobre el sitio del dolor.
Como la niña–mujer obediente que siempre fui, me dejé guiar por el consejo de mis mayores, en la crianza y cuidado de mis bebés. Ningún niño había nacido en mi familia después de que vine al mundo, nunca vi crecer a nadie, hasta que di a luz a mis propios hijos, para cuidarlos bien debía seguir los consejos de mamá y de mi suegra. Mi ignorancia en asuntos de salud era proverbial. Atendiendo sus consejos les introducía a mis bebés, una calita de amapola en lugar de supositorio. Para el cólico les preparaba té de anís de estrella, manzanilla, gotas de paregórico, les frotaba las plantas de los pies y se las pintaba en cuadritos de yodo para el resfrío, también les usaba camiseta de lana para evitar la bronquitis. Rosema, (Qddg) una de mis mejores amigas, le quitó la camiseta a la mayor de mis hijas, en una vacación y le cortó el cabello, la sumisión de la pobre niñita la conmovió.
Mis hijos crecieron con sweater y gorro eternos, asfixiados de calor, por el constante frío de que mi suegra padecía.
En el mundo entero la medicina era muy deficiente, la ciencia apenas despuntaba y la gente moría muy joven. En un país nuevo y pobre, el asunto era muy serio. Personaje importantísimo de aquella época fue el “médico de familia” que infundía gran respeto y era a menudo consejero en decisiones importantes aunque no se tratara de asuntos de salud. Por lo general había sido el ginecólogo y partero de la madre, su médico de cabecera y nos conocía a todos desde antes de nacer, tenía un indiscutible “ojo clínico”, que aun cuando no existían laboratorios que ayudaran en el diagnóstico, él acertaba siempre. Su palabra era Ley. Trabajaba en el hospital haciendo servicio social durante las mañanas y por la tarde atendía en su consultorio, de ser solicitado visitaba a domicilio a sus pacientes. Por lo general cobraba poco o no cobraba ni a parientes ni a amigos cercanos, lo suyo era un apostolado. Otra notoria autoridad fue el “médico rural” el médico de pueblo que lo era de corazón. Apóstol de la ciencia siempre dispuesto a servir, preocupado por sus enfermos, aunque tuviera que recorrer largas distancias a caballo, incluso bajo lluvia, él se desplazaba llevando consigo medicamento y consuelo. Sus honorarios eran muy bajos, a veces los clientes le pagaban en especie, con una gallina, unas frutas, unas tapas de dulce, lo que buenamente podían. Claro que al ser muy pocos, su benéfica influencia no alcanzaba sino a unos cuantos, los campesinos en general no gozaban de esa alternativa, ellos trataban de detener las hemorragias cubriendo la herida con broza de café, y hasta con boñiga. También usaban telas de araña, curiosamente uno de los elementos utilizados en el hallazgo de la penicilina.
En el año de 1940, se publicó una ley para calzar a los escolares, se desempeñaba como Ministro de Salud el Dr. Mario Luján. Los primeros antibióticos, las sulfas, aparecieron en el mundo alrededor de 1942.
Los problemas de nutrición eran severos, el campesino no tenía la capacidad de alimentar a su familia adecuadamente, los bebés pequeños, después de ser destetados, no volvían a probar la leche, en su lugar, se les daba “bebida,” una mezcla rala de agua dulce. Existía una enorme incidencia de mortalidad infantil. Los niños campesinos eran panzoncitos, sus estómagos albergaban muchos parásitos, en primer lugar por andar descalzos, por falta de asepsia e ignorancia de sus padres, y por no contar con la alimentación adecuada. Nuestro campesinado era muy pobre, de no poseer el padre al menos una vaca, gallinas y un huerto, le sería imposible alimentar bien a su familia. El sueldo devengado por un peón era una miseria, no alcanzaba para nada. La alimentación de aquellas familias consistía si acaso de una tortilla, agua dulce, cuando mucho algún tubérculo, y alguna fruta de un cerco, jamás tendrían acceso esos niños a carne, huevos ni leche, cada año la mujer quedaba embarazada, y continuaba la cadena de miseria. Para empeorar la situación, muchos campesinos desesperados se volcaban al vicio del licor, y dejaban en la cantina todo lo recibido el día de pago.
Durante aquellos años, hubo en la población, tendencia evidente a problemas respiratorios, especialmente se presentaba entre los niños, casos de asma, falso crup, ahogo, bronquitis, e incluso problemas pulmonares más serios.
La tuberculosis hacía presa fácil en los organismos mal alimentados y débiles. Para luchar contra ese flagelo se abrieron en San Isidro de Coronado el llamado “Preventorio” y en Cartago el “Hospital Antituberculoso”, llamado el Sanatorio Durán. Dichosamente en años posteriores se descubrió la vacuna, erradicando el mal.
No existían píldoras prenatales para futuras madres, ni vitaminas para el cerebro, mucho menos estimulación temprana, los lactantes de entonces abríamos los ojos hasta una semana después del nacimiento, éramos absolutamente primitivos. No nos llevaban al médico a menos que estuviéramos gravemente enfermos.
A casi todos nos alimentó la madre con su propia leche, no existían las fórmulas y nadie era alérgico a nada. Ya éramos “tamaños mamulones” cuando nos llevaron a un dentista por primera vez y si teníamos torcidos los dientes, de no ser una deformación peligrosa, así nos quedábamos.
Al oculista fuimos cuando no había otro remedio, a mí me colocaron lentes a los siete añitos, estando en primer grado, (dichosamente para entonces aún no se inventaba el “trauma”) Eso sería una vez al año. Y la otra visita para ir a cambiar anteojos, primero adonde el Dr. Agüero que me vio siempre, y después a la Óptica Rivera, donde perpetuamente prepararon mis lentes.
La preocupación de algunos gobiernos por mejorar la salud de la población, hizo que poco a poco los ciudadanos se vieran beneficiados con una mejor prevención y atención a sus dolencias y hoy en día nuestro sistema de pensiones y de salud es motivo de admiración para el mundo, superando en mucho a países grandes y mucho más ricos de lo que seremos nunca.


LA DEVOCIÓN
En esa época dorada que recuerdo, los domingos por la mañana, la mayoría de las familias asistía a misa de la Catedral, partiendo a pie desde cada residencia, el papá y la mamá del brazo y tras ellos los hijos. Se usaba ir a “Misa de Tropa” a las ocho de la mañana. La misa era amenizada por una banda, militar, con desfile a la salida, esperábamos de pie sobre la acera para verlos pasar. Si no íbamos a la Misa de Tropa, iríamos más tarde a “Misa de Doce” en la misma iglesia. Allí damas respetables y jovencitas adorables lucíamos nuestros mejores atuendos y daríamos un corto paseo por el parque y por la Avenida Central, para disfrute de los caballeros que pululaban por los alrededores.
Ellos esperaban de pie en la Soda Palace, o en otros negocios, sobre todo en el Petit Trianón, la cantina que fuera sempiterno centro de reunión de caballeros jóvenes, y no tan jóvenes.
No se celebraba misa en la tarde ni en la noche, tampoco se podía ir el sábado anterior, esta dispensa la otorgó la jerarquía eclesiástica mucho tiempo después.
La obligación de asistir a la misa dominical era muy seria, si por desidia no se asistía, se cometía un pecado mortal.
ALIMENTACIÓN Y VIDA EN LA CIUDAD
Antes de las seis de la mañana, la cocinera llamaba al desayuno. Oficinas y escuela comenzaban su labor a las siete en punto. Desde la cocina llegaba el aroma delicioso de café y chocolate, de huevos tibios con trocitos de pan fresco, tortillas con queso, natilla espesa, torrejas con miel de tapa y astillas de canela, a veces gallo pinto y salchichón, un café fuerte y rico y un buen vaso de jugo de naranja.
Para el señor prepara la vieja cocinera, unos huevos revueltos con cebolla y jamón, y para la señora un té con sus tostadas, jugo de limón dulce y un rico requesón. Comíamos en familia, papá a la cabecera, mamá a su mano izquierda, hijos alrededor, de la cálida mesa, acogedora y limpia, adonde compartían mucho interés y amor. Cada uno relataba sus triunfos y fracasos, expulsando temores, confesando sus fallos, o el éxito infrecuente que acaso consiguió. Todo era interesante para aquellos hermanos, que se reunían a diario, con el apoyo cierto de aquellos padres buenos que brindaban cariño y un consuelo sereno, para que no se olviden que nacieron hermanos, hijos de aquellos padres cuyo amor les formó.
Trayendo a colación el tema de actualidad de una dieta adecuada para la familia saludable, quiero recordar el menú que corrientemente se servía en cualquier hogar de entonces, comida nutritiva, natural y sabrosa, que nos hizo crecer sanos y fuertes y que comprendía la buena educación de aprender a comer de todo.
El ama de casa enseñaba a la cocinera inexperta, a preparar los platos predilectos, respetando en primer lugar los gustos del señor de la casa. Aquella comida elaborada y simple a la vez, era disfrutada por todos. Comíamos carne guisada en diversas formas, de res, de cerdo, pollo y pescado, no se comía mariscos, porque no había comunicación con las costas; en su lugar, por ejemplo para la semana santa, se usaban las conservas: atún enlatado, sardinas, calamares en su tinta, camarón seco y bacalao noruego.
La carne de res se preparaba en cortes diferentes: lomo, lomito, cacho o punta de lomo, solomo, mano de piedra, lomo de aguja, pecho o sesina, incluso la costilla de res era viable. Y por ser más económicos, se aprovechaban las vísceras como el hígado, el mondongo, riñones, sesos, patitas de cerdo, costillas, y rabo de buey. También utilizaban el hueso, y el cachete de cerdo, todo preparado en formas engañosas, que cambiando la apariencia, y muy bien aderezados, comíamos los niños sin chistar. Mamá tuvo una receta de sesos, un suflé maravilloso que con mucha zanahoria y chayote en tiras delgadas, conseguía que nadie adivinara lo que estaba comiendo. Aún cuando supiéramos de lo que se trataba, los pequeños carecíamos de “voz y voto” en cualquier decisión de los mayores, tanto en comida como en otros temas.
Si durante el almuerzo, el niño dejaba su comida en el plato, en la cena se le servía de nuevo y así consecutivamente, hasta que, cansado, terminara por comerlo o “muriera de hambre”, como una decía. Así fortalecían nuestra voluntad enseñándonos a no desperdiciar.
Se preparaban frituras, vegetales envueltos en huevo batido, arroces: blanco para el almuerzo y con achiote para la cena, solo o arreglado con pollo, carne o camarones secos. Para freír se utilizaba manteca de cerdo, después varió a manteca vegetal, y luego al aceite. No existía la margarina. Los platos de entonces llevaban nombres descriptivos, basados en su apariencia: torrejas, pájaros sin cabeza, niños envueltos, almuercitos de repollo, chancletas, barbudos, enlustrados, ropa vieja, bocado de reina, arroz de maíz. No faltaban los picadillos, el ajiaco, la sopa negra, la olla de carne, los frijoles negros, blancos o rojos, también frijoles tiernos con pellejo de cerdo, habas, garbanzos, chancletas de chayote sazón, sopa de tortilla , pozol, chilaquiles, enyucados, croquetas, empanadas, biscocho, pasteles, platos sencillos que no conoce hoy la juventud.
Y de dulce, porque “postre” no es palabra nuestra, teníamos el bienmesabe, zopilotillo, naranjote, mermeladas, gelatinas, arroz con leche, torta de novios, dulce de ayote, cajetas, dulce de leche, flan, pudines y pasteles.
Al menos una vez por semana se preparaba un queque sencillo (queque de libra, se llamó), para acompañar al café de la tarde; también hacían en casa pudín de pan, tamal asado, tamal de elote, tortillas con queso y compraban en la panadería: bizcotelas, gatos, enlustrados, cucas, y tártaras de coco y miel, pan salado, en diferentes presentaciones y pan dulce, o pan batido. El chocolate fue muy bienvenido en su versión de bebida caliente con leche, pero no se usaba tanto en los postres de entonces.
También se conseguía un inigualable pathi, rice and beans y rondón, en cualquier restaurant de morenos en Limón. Y en Puntarenas el coctel de chuchecas, ceviche de pescado, caracol o calamar, camarones fritos y pulpo. En casa de los libaneses podíamos degustar sus platos típicos predilectos. La leche que aún no se pasteurizaba, con toda su grasa era exquisita; mamá dejaba que se asentara en una vasija honda, con una cuchara le quitaba la crema de encima poniéndola en un trasto para dejarla agriar. Al día siguiente recogía leche agria, y una maravillosa natilla. También se ponía la leche en una fuente y agregando una pastilla de cuajo, obteníamos la “leche dormida” que, bañada con canela en polvo, era deliciosa. Después de que la leche se pasteurizó, jamás una cajeta volvió a tener el indescriptible sabor de antes, cuando fue sustituido el lechero tradicional porque cambió el sistema, muchas recetas especiales desaparecieron del menú familiar.
Igual sucedió con los huevos de granja, los de antes, los “caqueros”, fueron insustituibles. Los huevos de granja de “gallina soltera” no saben ni la mitad de bien, que esos otros que el paladar recuerda. Contradiciendo la creencia actual, de que el huevo produce colesterol, todos en aquel tiempo comíamos al menos un huevo al día, sin contar los que se utilizaban para preparar otras recetas. Mi suegro, casi inapetente, además del huevo diario, todas las noches de su vida se preparó, poco antes de dormir, un “ponche” con leche, yemas, y un poquito de licor. No conoció el colesterol.
Si nos referimos a los licores en uso de aquel tiempo, en casa tomaban un trago que se llamó después “la mentirita”: el “Cuba Libre” de Coca Cola y ron, también en las reuniones de amigos de mamá y papá tomaban ginebra, “extra concha” de la fábrica, porque la “extra fina” era muy perfumada, decían ellos. La tomaban con agua quinada y se llamó “gin tonic”. El whisky, era demasiado caro para aquella época. Más tarde llegó a San José la moda de tomar Vodka con jugo de naranja, de tomate, o agua quinada y limón. Mi marido y yo siempre preferimos whisky con agua pura, que es el trago más noble, aunque no tenga buen sabor, sin embargo nadie rechaza un buen tequila, un buen coñac, un plus café. No era la costumbre de aquel tiempo, (aunque sí lo fue en tiempo del abuelo) tomar vino con la comida, eso es costumbre de los europeos. No es sino hasta hoy, que la está copiando nuestra sociedad. En cambio, el costarricense, desde años atrás, ha sido adicto a la cerveza. El campesino toma guaro, y también se toma guaro Cacique, en reuniones elegantes, de otros círculos sociales.
SERVICIOS
Nuestra ciudad era segura como una tumba, infelizmente hoy en día ni las tumbas se salvan de sufrir un asalto. El policía de la cuadra nos cuidaba desde la esquina, con su uniforme azul, su quepis y su cachiporra, se mantenía de pie, vigilante y atento, día y noche resguardando la esquina, sin armas y frecuentemente sin zapatos.
Durante el transcurso de la semana, la actividad en el hogar era constante. Antes de las seis de la mañana, llegaba el pan a la puerta de la casa. El primer panadero que recuerdo, fue un hombre de mediana edad, con su canasto cubierto por un mantel blanco, después incorporaron a un mozalbete en bicicleta, que traía una bandeja, se bajaba frente a la puerta y dejaba los bollitos de pan calientes en una bolsa que colgaba de la perilla. Semanalmente recogía allí mismo su paga. Nadie osaba tocar la bolsa de pan, porque nuestra gente era respetuosa y honrada. Yo despertaba muy temprano y esperaba tras la puerta para ser la primera en arrancar una punta de pan y comerla con mantequilla mientras preparaban mi desayuno.
Un poco después del panadero, con un silbido largo conocido por todos, se anunciaba el lechero. La cocinera partía veloz a su encuentro. Aquel jinete era un “concho hermoso” robusto, de tez blanca, grandes y rojos cachetes, ojos claros y cabello y bigote rubios. Traía, colgando a ambos lados de la montura, sendos tarros plateados, llenos de leche fresca. Montado en su rocino venía de San Isidro de Coronado o de Tres Ríos y era “el azote” de las empleadas. La cocinera, temblando de emoción (porque lo encontraba altamente atractivo) salía presurosa a recibirlo arreglándose el cabello y el delantal con gran coquetería, llevando una olla grande vacía, que él llenaba con cucharones de leche espumosa. Al final se despedía de la muchacha y ella, con una gran sonrisa, le dejaba pasar, quedándose pendiente del trote del caballo, lo seguía con la vista hasta que desapareciera al doblar de la esquina. El lechero cobraba por cucharón servido y su pago se le hacía a fin de semana. Como a las ocho de la mañana, frente a la puerta se presentaba el carretón del hielo, un cajón a punto de desarmarse, manchado y sucio, arrastrado por una mula flaca y gris. El encargado era generalmente un mocetón descalzo de pantalón arrollado, que entraba de prisa hasta la cocina con la marqueta de hielo a la espalda, envuelta en un coleto, (pieza de gangoche) y la depositaba en la nevera de hojalata forrada con madera, de la que salía una manguerilla para desaguar en un caño. A su paso dejaba un rastro de goterones sobre los mosaicos. Antonia, la sirviente “de adentro”, presurosa se disponía a enjugarlos, no fuera que se resbalara y cayera alguna de las señoras o la niña de la casa. Pronto le llegaba el turno al carretón de la basura. Un vehículo astroso, despintado y maloliente, jalado por un caballo viejo, cuyos cascos sonaban sobre la calle como castañuelas; venía acompañado por una comisión de negros zopilotes sobrevolando el sucio cajón. El basurero, un hombre flaco, harapiento y despeinado, venía de pie sobre el cajón, espantando a los zopilotes que revoloteaban sobre los desperdicios, a veces cubiertos por una lona. Su ayudante bajaba del carromato, levantaba el estañón del frente de la puerta, lo llevaba al carretón y lo volcaba sobre la demás basura; una vez vacío, lo devolvía a la entrada de la casa, para que la empleada respectiva lo metiera. Cuando ellos se marcharan, ella lo lavaría muy bien con manguera, y lo pondría de nuevo en su lugar. Sobre los alambres eléctricos de la calle, que tendidos entre postes todavía afean la ciudad, se posaba una infinidad de aquellas aves negras a esperar por una sabrosa presa. Entre la turba de plumas y picos encontrados, en contadas ocasiones aparecía el rey de los zopilotes, luciendo su llamativo penacho rojo. Los demás eran buitres negros como la noche, sucios y malolientes aves de carroña, cuyo vuelo alto, mirado a la distancia, permite identificar el sitio adonde de seguro, se encuentran materias descompuestas. “¡Aurelia, gritaba mamá, venga mi hijita, que ya viene el camión de la basura, no se pare cerca de la puerta porque hay muchos microbios, tápese la nariz, que huele muy feo!” Y no me camine descalza, le he dicho que todas las enfermedades entran por los pies, y que lo único que no se “pega” es la salud.”
Desde los doce años o antes, para ir al cine los domingos, las amigas pasábamos unas por las otras, siguiendo la secuencia de las residencias y se iba formando un grupo de diez o doce chiquillas, que nos dirigíamos sin ningún temor al centro de la ciudad, al teatro, a la soda, al recreo en el parque, ida y vuelta, caminando por esas calles poco iluminadas, sin que nada malo sucediera. Entre semana, para ir a las clases de ballet, íbamos y volvíamos juntas y a pie, desde las inmediaciones de la Iglesia de la Soledad, hasta el fondo del Barrio de Amón, recogiendo compañeras por el camino, y nunca nos llevamos ningún susto. Por la calle deambulaban hombres en bicicleta, mandaderos en moto, señoras, niños en grupos que volvían de la escuela, sin sobresalto alguno.
No había feroz competencia, carreras ni estrés, nosotros disfrutábamos de todo. La mayoría de los habitantes de aquella aldea nos conocíamos y nos teníamos afecto, éramos casi una sola familia. También el servicio de correos era espléndido, y el cartero iba a pie, en bicicleta o lo que fuera, a entregar la correspondencia a cada casa o negocio, y algunas familias tenía un apartado postal, e iban a las oficinas de correo a retirar el suyo.
Hoy, que para los matrimonios jóvenes es tan difícil el cuidado de los hijos, porque en todas partes hay peligros, y no pueden los niños, ni los adolescentes, permanecer ni un minuto solos fuera de casa, imaginen la maravilla que fue para madres y padres de aquel tiempo, la seguridad absoluta que ofrecía nuestra ciudad.

¡Y NO SE OLVIDE MIJITA, LAVE BIEN LA BOTELLITA!
Para ir a la botica o a la pulpería, era imprescindible llevar el envase. “Aurelia, mi hijita, no se le olvide llevar la botellita del alcohol y una con gotero para el benjuí.”- Está bien mamá, ya se los traigo. La botellita bien limpia para vaciar alcohol, otra pequeña y con gotero para la tintura de yodo, una más para la acetona (el actual quita esmalte). Igual llevábamos a la pulpería una ollita para la natilla, y a la carnicería un tarro para la manteca o el asiento de chicharrón. Por esa razón, y obedeciendo a las normas de economía doméstica, durante aquellos años las señoras guardaban celosamente en sus casas, una vez lavadas, las botellitas vacías, frascos, cajitas y tapones de corcho, lacitos, gacillas, ligas de hule, no expendían nada envasado y no era fácil comprar envases nuevos.
Por tal razón, todavía algunas de las señoras de mi generación insistimos en guardar cajitas, botellitas vacías, papeles de regalo, lazos, etc., causando gran impaciencia en las hijas modernas que lo que desean es botar “chunches” que estorban y que, según ellas, no sirven para nada. Sin embargo siento cierta satisfacción cuando alguno necesita un cordelito, una gacilla, un papel de regalo o un lazo, o el rollo de tape, que solamente conmigo puede encontrar en casa.
Terminado el trajín del desayuno, por la mañana, las señoras decidían con la cocinera el menú del almuerzo y cena, iban de compras al mercado, y si había tiempo atendían a la empleada de adentro, mostrándole la forma correcta de limpiar, la manera de poner y de servir la mesa, de regar el jardín, de sacudir, etc. Las empleadas debían de someterse estrictamente a las órdenes de aquella dama, usando los trapos que ella hubiese dispuesto, eran los indicados para cada labor. Las esponjas, los productos desinfectantes, de los cuales había pocos, sin variar una coma. ¡Que no se le ocurriera a la fámula usar el trapo de limpiar la mesa, en lugar del de sacudir las sillas! en tal caso recibía una fuerte reprimenda!
Aquella fue la época de la obediencia absoluta, sin chistar, que se nos impuso a los menores y a las empleadas, domésticas, ambos grupos debíamos escuchar sin responder, de la forma más sumisa posible. De esta manera se desarrollaba la trama de aquella tragedia cotidiana: mamá daba una orden, la que se le ocurriera, entonces yo aventuraba la frase: ¿Pero mamá…? Y plaf, la bofetada, o el pellizco. ¡A mí no me conteste maleducada! Por lo menos en casa no había el resto del asunto: “La acuso con su papá”…, el mío no estaba nunca.
LOS CARAJILLOS
Los varones contemporáneos, aquellos chiquillos que fueran mis primeros amigos, no recibieron jamás una mesada, alcahuetería que mi generación inventó para nuestros hijos, ya que a ellos no les tocó ser hijos de la depresión, como nos pasó a nosotros, debían nadar en la abundancia para ser felices. ¡Craso Error! con eso comenzamos a echarlos a perder.
Y ese mal ejemplo que dimos, vino a resultar en la alcahuetería de los actuales padres de familia con nuestros nietos, víctimas inocentes de aquel ingenuo error.
Pero en el viejo estilo, si por algún caso excepcional se le daba dinero a un jovencito, éste agradecería hasta el último día de su vida, nunca esperaron mis amigos que sus padres y madres les financiaran las diversiones, más bien deseaban poder ayudar a sus padres, correspondiendo a su generosidad. Aquellos muchachos se las agenciaban para obtener dinero, vendiendo el papel periódico viejo y las botellas vacías. Haciendo mandados, recortando jardines, y hasta saliendo a botar la basura.
A la salida del colegio de varones siempre había “bronca”, los chicos del Liceo o el Seminario se “agarraban” a trompadas, y nada malo les pasó, raspones y narices rotas que a nadie desvelaban, así se hicieron hombres. Al terminar las clases, por corredores y pasillos había pasado la voz de que habría pleito, y de todas las aulas salían compañeros para conseguir un buen lugar en la esquina del Liceo, desde donde presenciar el agarrón. Aquellos jóvenes que crecieron conmigo, no necesitaron de psicólogos ni gurús para enfrentar la vida. Fueron criados como varones, sin estúpidas vanidades, aparentemente no le temían a nada. Por eso nos gustaban tanto, eran “muy machitos”. Ni nosotros, ni ellos, supimos de modas ni marcas. Esos varones no se “peinaban” en estilos sofisticados, ni se dejaban crecer el pelo como profetas, ni se lo paraban como cactus, ni se teñían de verde o de morado. Andaban muy sencillamente vestidos, pero limpios y sin mostrar agujeros en la ropa, eran muy varoniles. Nunca se harían “tatuajes” en el cuerpo, ni usarían aretes en ningún lugar. Eso quedaba para gente de otra ralea, los marineros, o los boxeadores.
Hoy las damas y damitas asisten a misa en shorts, en buzo, en blusa estilo maternal, en lo que se les antoje, comulgan felices, no escuchan el sermón ni por un segundo; mientras el sacerdote predica “La Palabra” la niña se arregla el pelo, se recuesta sobre su madre, soba el brazo o la espalda del novio, lo que le quede más cerca, o se arregla las uñas, sirviendo, al público en general, de tentación.
Y en la banca de atrás, esta anciana pasada de moda, quisiera poder tirarle del cabello por irrespetuosa. De nada me sirvió asistir al acto religioso, porque no tuve piedad ni concentración, me tendré que confesar, porque critiqué en mi interior y renegué, la hora competa, eso me sucede casi cada domingo.
Los niños pequeños también van cómodos, según de donde vengan o a donde se dirijan después, llevan a la misa sus juguetes, corren por los pasillos o lloran a gritos hasta que su padre les saque de la iglesia en brazos. Celebran su Primera Comunión como un acto social, y ya no vuelven a comulgar hasta que se casan, pero jamás confiesan. A misa no van, o van solos. Y a los abuelos los ven cuando los viejos accedemos a cuidarlos, para que los padres puedan salir a divertirse, a viajar o a lo que sea. De otra forma jamás podrían salir los matrimonios solos.
Ya no existen empleadas que se hagan cargo. En aquel tiempo había siempre abuelas y tías dispuestas a colaborar, y un espléndido servicio de absoluta confianza, con quienes los niños podían quedarse en casa sin peligro.
Nuestro entretenimiento dominical culminaba en aquel tiempo, asistiendo a la tanda de cuatro al cine, ya fuera Raventós o Palace, y a la salida al recreo. Cuando adolescente ya no íbamos a tanda de cuatro, sino a la de siete, y a la salida, a veces nos llevaban a bailar al Sesteo, un restaurante y salón de baile que fue muy popular, situado frente al costado oeste del parque central.
EL CAMBIAZO
Un factor importantísimo y determinante, que explica algunas de las razones del actual desafuero, fue la pérdida de calidad en la educación, que pasó de excelente a pésima. Se añoran los valiosos educadores que dieron brillo y luz a la vieja Costa Rica de nuestra juventud. Personajes como Omar Dengo, María Teresa Obregón, Ema Gamboa, Carlos Luis Sáenz, Luisa González, Corina Rodríguez, María Isabel Carvajal y muchos más apóstoles del saber, que otorgaron a nuestra generación, una impecable educación, en el aspecto académico y sobre todo con su testimonio de vida. Nos entristece observar que los nuevos educadores, únicamente parecen preocuparse por convocar a huelgas para obtener compensaciones, mejoras salariales, e incapacidades.
Parte del problema, se debe a errores en el hogar, en la crianza de los hijos y a la indiferencia inexplicable de algunos padres de familia. Entre los poderosos, esos “padres consentidores” apoyan a sus “nenes” regalándoles un automóvil último modelo cuando se gradúan de bachilleres. En mi época se les regalaba, siendo muy generosos, un lapicero marcado con su nombre. Estudiar es el deber exigido a los jóvenes, cumplirlo es su obligación. Esos “chiquitos lindos de papá”, entre otras cosas, protagonizan asesinatos semanales, con la práctica de los “piques” que realizan en conocidas carreteras, sin ningún freno ni castigo. Las chicas modernas participan de actividades semejantes, exponiéndose a grandes peligros.
Una población que por mucho tiempo se mantuvo piadosa y humilde, cumpliendo los mandatos de Dios y de la Iglesia, hoy deserta de todo; pululan las sectas no cristianas, en las que la juventud se entretiene con ritos diabólicos, y jactándose de eso se complace en escandalizar y destruir lo que encuentran a su paso, como vándalos enardecidos por el licor y la droga, este descalabro alcanza hasta a lo más granado de nuestra sociedad. Dichosamente no todo se ha perdido, hay un renacimiento en parte de la juventud, jóvenes que se acercan a Dios en una entrega sin condiciones; es común encontrarlos participando en actos religiosos, artistas que dedican su inspiración a lo divino, cuando antes lo hacían para complacer al mundo. Esto debe darnos confianza en un mejor futuro, esperemos que se mantenga esa corriente. El ser humano es creatura del Señor, destinada a ser espiritualmente desarrollado.
Pido al cielo que proteja a nuestra juventud y libre de todo mal a ese regimiento de hijos, nietos y bisnietos, que tenemos la responsabilidad de preparar para que luchen contra esas fuerzas oscuras que socavan diariamente los cimientos de aquella moral que otrora rigiera nuestras vidas.
En aquel “tiempo de Upa” la disciplina formó parte de nuestra educación, no exigíamos sacrificios a los padres para satisfacer nuestros deseos y aficiones, ignorábamos al mundo de la farándula (uno de los actuales ídolos de barro, que ha desplazado a los antiguos íconos) y muy posiblemente nuestros padres no nos habrían permitido ocuparnos de tanta basura. Cuando algún tema demasiado mundano nos ocupaba, las madres repetían: “No digan palabras ociosas, que las toma Dios en cuenta”. Y si nos volvíamos muy vanidosas, mirándonos mucho en el espejo, la tía Rosa nos decía “Muchachita, deja la vanidad, cuidado, te sale el diablo”.

CAPÍTULO SÉTIMO
CUANDO LA CIUDAD SE VISTIÓ DE GALA
EL MÁXIMO COLISEO

La ciudad comienza a despertar. Las cortinas de mi ventana se estremecen con ráfagas de aire tibio que los rayos del sol calientan e iluminan desde el este. A lo lejos, la montaña refleja tonalidades azules y violetas, con pinceladas de oro en la cumbre, sin embargo, el cielo de San José no es el mismo que el de mi niñez, transparente, ligero y celeste a rabiar. El cielo de hoy es gris, monótono, parece sucio. Tampoco son iguales los sonidos de ahora, a los familiares ecos de antaño, todo cambió, no en vano pasaron más de setenta años.
¿Doñita, quiere que le prepare el desayuno? Muchas gracias Antonia, voy para allá.
De la calle llega el rumor del mucho movimiento, el tráfico excesivo ha convertido esta ciudad en un sitio peligroso. Para una persona vieja como yo, es imposible salir al exterior y simplemente caminar. Los choferes de los coches tienen una prisa enorme y no reparan en los peatones que pasan. ¿Sabrán siquiera adónde se dirigen? Correr, correr, correr es la consigna actual.
Todo es velocidad, todo es premura, el tiempo ya no alcanza para nada, vivimos sujetos a la prisa. Aquella plácida rutina de mis años mozos, que nos daba el espacio suficiente para recitar con calma la oración de la mañana, bañarse disfrutando del agua maravillosa y fría, desayunar y salir sonriente para el colegio o el trabajo, hoy dejó de ser viable. Siento nostalgia de la época, cuando al anochecer, las jóvenes cumplíamos la rutina de cepillar, al menos cien veces, nuestros cabellos, para que estuvieran brillantes y desenredados y debimos hacerlo con un cepillo de cerdas naturales. Aún antes de dormir, podíamos meditar sobre cosas importantes, rezar el rosario, leer un rato y soñar. Soñábamos despiertas la mayor parte del día, alentando ingenuas esperanzas e ilusiones. Las horas, durante aquella época, fueron elásticas, daban para todo, la vida era tranquila y nos pertenecía, temprano íbamos a estudiar, y al regreso tomábamos un refrigerio. Sacábamos el rato para tejer con alguna tía dispuesta, leer un libro, escuchar la música de moda, conversar de muchachos, mirar revistas sobre películas y actores, conversar por teléfono, y aún quedaba tiempo de aprender a bailar, no teníamos la televisión que vino a suplantar esas actividades.
Ante la insistencia de mi mucama, busco bata y pantuflas.
Incorporándome salgo de la cama, y me entusiasmo al recordar que hoy promete ser un día especial. Esta noche, asistiré con mis nietas, al espectáculo de ballet que se presenta en el Teatro Nacional.
En la función bailará Roxanita, una de mis nietas más cercanas. La encantadora consentida, eterna adolescente de cuerpo esbelto, piernas largas, cuello de garza, de ojos profundos y grandes, que parece la personificación de un hada. Aquellas hadas que imaginaba yo cuando pequeña: sutiles, intangibles y serenas. Mi nieta ha logrado descollar en esa técnica y en la presentación que veremos hoy, actúa como solista. Mi emoción brota de lo profundo del corazón. Para asistir a la soirée, estaré preparada vistiendo mis mejores galas, desde mucho antes de la hora. No quiero llegar tarde a la función, a las siete de la noche habremos de salir, la presentación está anunciada para las ocho en punto.
Ernesto, el chofer llegó, después de saludarle subo al coche y vamos a recoger a mis invitadas a sus respectivas residencias. Ernesto es cuidadoso, después de lidiar con el tránsito nocturno, al fin llegamos. La noche está muy fría, garúa y sopla el viento, detenidas frente al coliseo nos disponemos a ingresar.
Tras el elegante muro frontal de piedra, hay una pérgola de hierro forjado con techo transparente, para que el público pueda accesar de la acera al vestíbulo, sin mojarse.
Un suave perfume nos envuelve, brota de los macizos poblados de rosas y en sus nichos de piedra las estatuas de: Calderón de la Barca, La Comedia y La Tragedia, son elegantes símbolos intemporales, que imperturbables, desde la fachada oscura, desde hace siglos, observan al público que ingresa.
Subimos las gradas de mármol y llegamos a la puerta principal que permanece abierta. Entregamos los tiquetes y recibimos los programas de la función y subiendo la sobria escalinata admiramos las pinturas que adornan las paredes. Arribamos a la segunda planta. Los palcos principales tienen sus puertas semi entornadas, el acomodador, boleto en mano, nos conduce al que nos corresponde. Antes de que se dé comienzo a la función, dando pábulo a mis recuerdos, cedo a la tentación de visitar de nuevo, el espléndido “foyer” (Vestíbulo) de nuestro teatro.
Las niñas me acompañan: María Laura, Eugenia, Gloriana, Mónica, María Lidia, Marcia Isabel, Irene Andrea y Elena Lucía, forman el más inquieto conjunto de belleza y gracia; gracia multiplicada, como en acto de magia, por los espejos de molduras doradas que las reflejan, junto a los asientos redondos de princesa, las alfombras de seda y las elegantes consolas del artístico salón, cuyas paredes, tapizadas en damasco, son dignas de un palacio francés, convirtiendo la mágica habitación en cuento de hadas.
Las chiquillas están emocionadas, a partir de la más pequeña que cuenta con tres añitos, hasta la mayor de veintitrés, cubren la etapa de niñez y adolescencia y cada una, es para mí, una preciosidad. Como abejas revolotean en torno a la vieja abuela, que reventando de orgullo, camino casi sin tocar el suelo.
Suena el timbre, la primera llamada. El primer acto está por comenzar.
Presurosas regresamos al palco y nos sentamos a esperar. Se escuchan los acordes iniciales, las notas se desgranan sobre el anhelante público reunido. Con lentitud se desvanecen las luces y el pesado cortinaje de terciopelo rojo se abre, dejando al descubierto el primoroso cuadro de bailarinas en blanco tutú, en un jardín fantástico, sobre un lago de bruma. Entre nosotras toda conversación ha cesado, dentro de mi cabeza un remolino mezcla aguas y espuma, luz e ilusión: y comienza la danza.
“¡Estoy bailando!” La música es la alfombra mágica que me lleva sobre el escenario, la música es la vida, es el recuerdo, se cuela como un áspid fuera de los telones y de las nubes bajan etéreos ángeles agitando largas cintas. De los rincones brotan ingrávidos las hadas y los elfos, que dormían escondidos entre lirios.
“Ilusión y fantasía se aúnan dentro de mi cabeza, nimbada por las canas, imagino ser la niña que danza sobre el escenario; son mis puntas rosadas y mi traje de cisne. Los pliés, los piruetees, pas de boure surgen arrolladores, como una pluma me deslizo incorpórea y etérea inventando figuras en cada salto, bailo de nuevo, como cuando niña, en los gráciles pies de mi muchacha.”Termina el primer acto y mi cerebro se niega a sacudir el ensueño. Mis compañeras de palco, las otras nietas preguntan sorprendidas: “Pero Yaya ¿Qué te pasa? ¿No te gustó? ¿Estás dormida?”
Las niñas no comprenden que soñaba, que fui feliz, reviviendo pasadas glorias, en la interpretación magnífica de Roxanita. Que sentí actuar de nuevo en la nieta que danza. Mis adoradas nietas son demasiado jóvenes, todavía no conocen la añoranza.
Acercando a mi rostro su cara angelical de porcelana, Gloriana, otra grácil adolescente, llena de energía, que también baila, me pregunta. ¿Te gusta mucho el ballet, verdad abuela? ¿Alguna vez bailaste aquí? Quisiera conocer la historia de este teatro, porque es un teatro lindo y lujoso, habrá costado mucho y nos has dicho que la Costa Rica de tu infancia fue muy pobre. ¿Cómo hicieron entonces? Ya les iré contando con el tiempo, es una larga y bella historia.
Mi respuesta se remonta a más de un siglo, previo a mi nacimiento. Habré de responder a su curiosidad, en una tarde larga, cuando podamos conversar de nuevo; y ese día, reunidas en mi casa, trataré de relatar para ustedes, el historial del bello coliseo. Por lo pronto les diré que durante muchos años, la población de San José, mantuvo el sueño de edificar un teatro, una sala de espectáculos digna, en nuestra capital, una sala especial. Después de la dichosa aparición de los cafetos en nuestro suelo, y convertido el país en importante productor del grano de oro, nuestros sencillos agricultores comenzaron, por vez primera, a recibir el fruto de su esfuerzo prolongado. Como nunca antes, los dólares provenientes del extranjero ingresaban a las arcas, de modo que los productores de esa nueva riqueza, resolvieron cristalizar el sueño, y propusieron que, para la construcción del coliseo, se gravara, con un impuesto, a las exportaciones del grano, a razón de cinco céntimos de colón, por arroba de café exportada. El gobierno acogió la idea, y el congreso aprobó la ley. Se solicitó la concesión de un préstamo al Banco de la Unión, para dar inicio a la obra. Después de grandes vicisitudes y habiendo tomado parte en los planteamientos, muchos gobiernos anteriores; durante la gestión liberal de don Rafael Yglesias, el 21 de octubre de aquel año, se inauguró al fin el Teatro Nacional de Costa Rica. ¡El mismo bello teatro en que nos encontramos!
Suena de nuevo el timbre, el público regresa a ocupar sus lugares.
Hagan silencio, el segundo acto va a comenzar. Los rojos cortinajes comienzan a moverse, y tras la Obertura de la Orquesta, se inicia la representación.
En el escenario, cada cual su sitio, las bailarinas, se aprestan a danzar. La interpretación es magistral, maravillosas las solistas y también las niñas del coro, que muestran una disciplina estupenda, una unidad de movimientos, indispensable en un coro de calidad. Me impresiona el conjunto. Este es un espectáculo de gran valía que podría ser presentado, en cualquier escenario del mundo.
Terminó el segundo acto, aplausos atronadores se escuchan todavía, el público entusiasmado ovaciona al grupo que ofreció esta excelente muestra de su capacidad.
Durante el intermedio, y tomadas de las manos, abuela y niñas salimos al corredor. Las chicas, están ansiosas, emocionadas por la presentación, e interesadas en continuar con nuestra charla.
Mónica, la inquieta pizpireta de en medio, me interroga de nuevo: “Yayita ¿Nos cuentas de nuevo la historia de cuando el abuelo Genaro administró el Teatro Nacional?”
El asunto me toma por sorpresa, y le respondo: “realmente no fue por mucho tiempo”, mi abuelito ocupó esa posición entre los años 1915 y 1924, cuando por motivos de salud, se retiró y dejó su lugar a don Octavio Castro Saborío, su sobrino.
¿Y entonces cuándo fue que lo conociste? Realmente no lo conocí, murió varios años antes de que yo naciera. Solamente conocí su ánima, y fue aquí mismo, en este teatro.
Las chicas se alborotan. ¿Qué nos dices abuela? ¿Cómo su ánima? ¿Se te apareció? ¿No te dio miedo?
Verán, les expliqué: don Genaro Castro Méndez, el papá de mamá, fue eterno enamorado del teatro y trabajó como su administrador por algunos años mientras su salud lo permitió. A él correspondió la tarea de terminar la instalación del sistema de iluminación del edificio, proyecto de elevado costo, imprescindible para el adecuado funcionamiento del mismo. El dinero recaudado para la construcción, no había sido suficiente para cubrir ese importante rubro y entonces mi abuelo, voluntaria y secretamente, renunció a parte del sueldo y para solucionar aquel problema, aportó desinteresadamente trabajo y esfuerzo, puso su granito de arena en esa obra majestuosa, que personalmente le enorgullecía, porque indudablemente fue el mayor logro de su generación.
Agrego el curioso dato, de que el Teatro Nacional, fue construido en el terreno, donde anteriormente estuviera el hogar de sus padres, el hogar donde el niñito Genaro” vio su primera luz y que le vio crecer. Es curiosa, y para mí simbólica, la visible conexión que existe entre la historia de este teatro y nuestra familia.
Cuéntanos abuela ¿Por qué al comienzo, el negocio del teatro no resultó ser tan rentable como prometía?
La edificación del inmueble creó expectativas, se hicieron cálculos y se suponía que los ingresos pagarían de sobra la inversión. Las condiciones variaron debido al estallido de la Primera Guerra Mundial, los contratos con las compañías teatrales europeas fueron fatalmente rescindidos por aquellas. A partir de aquel momento, el transporte sería exclusivamente militar, habría buques de guerra, de correo, etc., no quedó espacio para viajes de placer ni culturales.
El nuestro era un país pobre y mantener aquel coliseo no era barato ni sencillo, por lo que la administración del teatro se vio obligada a improvisar medidas para lograr mantenerlo abierto.
Si una compañía de renombre se anunciaba en cartelera, a la función asistiría la sociedad en pleno, la “gente bien” compraría boletos para la temporada, lo que se llamaba “un abono”, ellos no tenían problema en pagar altos precios. Las familias, de alcurnia, pero de menor poder adquisitivo, asistirían al menos al estreno. Para la orgullosa sociedad josefina de la época, asistir al “debut” de una de esas compañías, era suceso de la mayor importancia.
El teatro resplandecería con luces encendidas y en escaleras, balaustrada, y corredores, brillaría el mármol, muchas veces, cubierto con lentejuelas el piso de salas y pasillos. El ambiente era elegante, las damas de sociedad lucían conjuntos exclusivísimos, trajes largos, a veces de cola, abanicos de plumas de avestruz, “egrettes” (plumas crespas, de uso en aquel tiempo) en el peinado de miriñaques y moños, trenzados con pedrería y las mejores joyas de la familia. Al introducirse en los palcos, la belleza deslumbrante de las damas, haría palidecer de envidia a los cobertores rojos de pana, de cortinajes y asientos, entre cuyos pliegues, titilaban lámparas doradas. Coquetas y evasivas, damas encopetadas, se refrescaban, mediante abanicos exquisitos de plumas, importados de Europa, mirando disimuladamente al través de sus binoculares, a los pretendientes que desde lejos las saludaban. Durante los intermedios, señoras y señoritas salían a pasear por los pasillos y corredores, o se reunían en el “Foyer” (Vestíbulo) a conversar, para “ver y ser vistas”. El costarricense ama la buena vida, gastando en ello, todo lo que gana, e incluso más. Esa es una de nuestras principales características.
El público estaba dispuesto a acudir gustosamente, a aplaudir a las compañías internacionalmente reconocidas, haciendo para ello cualquier sacrificio. Pero, de no presentarse compañía reconocida internacionalmente, la administración no recibiría lo necesario para cubrir el pago de servicios y mantenimiento del enorme inmueble, que necesitaba de constante cuidado, para no depreciarse.
Las presentaciones, de compañías famosas, en el nacional, habían sido planeadas para una élite, la población más pobre difícilmente podría asistir a ellas, no contaban con el dinero ni el atuendo necesario, tampoco habrían apreciado aquellas obras demasiado finas y elevadas. Llegó el momento, en que el teatro, no producía sino pérdidas. La situación se tornó difícil, razón por la que mi abuelo don Genaro, en sociedad con don Dionisio Facio, (el querido y recordado tío Nicho), fundó la primera “Compañía Nacional de Teatro”. Para economizar dinero y esfuerzo, el abuelo decidió, que, en su residencia particular, fabricaran todo, desde los telones hasta la utilería. Se encargó además de buscar y entrenar actores nacionales, haciendo con ellos ensayos exhaustivos, hasta que cada obra estuviese perfecta y pudiera ser presentada al público sin temor al fracaso. Fue entonces, cuando mi madre, nuestra querida “mama mía”, aprendió los secretos de la hechura de vestuarios y maquillaje del teatro, máscaras, disfraces, peinados, creación y diseño, según la época que la obra representara. Mamá fue la eterna fanática del teatro, perenne asistente a todas las funciones. Siendo muy joven, su familia gozó del derecho de ocupar un palco especial gratuito, y más tarde, cuando su padre ya no era administrador, ella siempre hizo lo posible por asistir.
A lo largo de su vida, el teatro fue factor importantísimo de su quehacer y de su historia, e indirectamente, lo fue incluso de la mía. La mayor parte de sus trabajos, consistió en diseñar y fabricar vestuarios, para representación de grupos, en diferentes actividades artísticas, como el ballet, la opereta, la zarzuela, obras de teatro, corales, conciertos. Mi madre fue también una destacada modista, cuya clientela aumentaba constantemente, por su corte genial y su buen gusto. Desde jovencita fabricó sombreros, aprendió a hacerlo en la tienda de su prima Luz Castro, que había desarrollado esa habilidad, en cursos recibidos en la ciudad de New York. Mamá creaba y a menudo lucía, sus fantásticos diseños. Durante un fin de semana ella llevó uno de esos modelos a la tanda de cuatro del domingo, papá y yo nos adelantamos e ingresamos aparte, nos daba pena la soltura con que ella mostraba aquel modernísimo modelo copiado de la Revista Vogue, siempre a la vanguardia de la moda, era un pirucho negro con una pluma en la punta, digno de haber sido usado en la boda real de Inglaterra.
En una oportunidad, le encargaron la hechura de un traje para vestir a un caballo percherón, de la funeraria Campos. El animal participaría en un desfile por la calle, anunciando una nueva marca de cigarrillos, que se iba a llamar : “El Quijote”.
El encargo lo hizo don Mario Bengoechea, para propaganda de la Compañía Cigarrera de Mendiola. Mamá sin menoscabo alguno de su dignidad de dama, se vio obligada a treparse en una escalera para tomar medidas a su nuevo cliente.
Ella comentaba, riendo, que durante su vida, vistió, desde a Dios hasta al diablo y agregaba, que, cuando llegara la muerte, tendría que pedirle paciencia, le diría que la esperara un rato más, porque siempre tenía pendiente alguna costura que alguien precisaba.
Ya en su ancianidad, ella disfrutaba al revivir recuerdos. Atesoraba, entre sus cosas, las fotos dedicadas de los hermanos Soler, Virginia Fábregas, Manolo Sánchez Navarro, actores que conoció en el teatro, con quienes hizo amistad de jovencilla, y se mantuvo por muchos años en contacto con ellos.
Poco antes de la época en que fue construido el Nacional, surgió en San José una nueva sala de teatro: el Teatro Variedades, vino a llenar un lugar importante en la difusión del arte y fue la alternativa para quien no podía asistir a las presentaciones del Nacional.
A otros teatros más modestos llegaban espectáculos de menor calidad artística, compañías mexicanas y cubanas, muy populares, que se presentaban en el Teatro Latino o en el Teatro Roxy. Grupos de “vaudeville” y géneros menores, picarescos, del gusto de las masas, y al alcance de cualquier bolsillo.
¿Y dinos abuela, cuando niña te traían mucho al nacional? Así fue, en efecto, durante los años de mi infancia, la asistencia a espectáculos artísticos, fue parte de la cultura, ofrecida a los jóvenes. Aducían nuestros padres (herederos de la cultura adquirida por los suyos en Europa) que asistir al buen teatro, era una inversión sana, importante, para culturizar a las nuevas generaciones.
En esa época de depresión económica, no hubo para nosotros esperanza de viajar al extranjero, a las grandes ciudades adonde se presentaban espectáculos de categoría. La única forma de ver arte, era asistiendo al Nacional.
¿Cuándo regresaron las buenas compañías, a los teatros de América?
Firmado el Armisticio en Europa, el Teatro Nacional, recibió, de nuevo, la visita de compañías famosas: Alrededor de 1917, se presentó la Compañía Lírico-Dramática de aficionados, del Maestro Eduardo Cuevas. En las mismas fechas llegó el famoso guitarrista cubano Ernesto Lecuona, e igualmente arribaron la compañía de Jacinto Benavente, Premio Nobel de literatura, y La Compañía de don Ricardo Calvo.
En 1926 vino la Compañía Dramática de María Guerrero.
También tuvieron nuestros ancestros, el placer de admirar a divas famosas como Margot Fonteyn, Esperanza Iris, La Tórtola de Valencia con su danza de los pies desnudos, y La Revista de Velazco y Rivas Cacho, con Antonio de Bilbao y María Caballé, que el público acogió con placer. Más tarde se presentaron otros grupos de gran categoría como: el ballet de Ana Pavlova, la empresa de Adolfo Bracale, con Amelita Galicursi, y la compañía de ópera Sconamiglio, presentando funciones de Tosca, Fedora, La Africana, incluso Otelo, con la participación del tenor Melico Salazar, entonces en el pináculo de la fama.
Entre 1897 hasta más o menos l930, despertó en el público pasión por la zarzuela y la opereta: La Corte del Faraón, La Duquesa del Balta- barín, La Princesa de las Shardas. El empresario Diestro Casamiglia rompió todos los records de éxito con la presentación de “La Tormenta”. Durante mi niñez, los niños de casi cualquier familia, escuchamos y aprendimos, la letra y música de operetas, y zarzuelas, que hacían las delicias de padres y abuelos, la letra pegajosa y jovial de las zarzuelas, fue, a menudo, el arrullo con que nos dormían.
Una extraordinaria cantante nacional, que destacó por su preciosa voz, fue Zelmira Segreda, profesora de canto de mamá, que en 1938, participó de un famoso Festival de Mozart, junto con otros artistas nacionales: Zoraide Caggiano de Cabezas, Raúl Cabezas Duffner y Roberto Cantillano.
En 1944 nos vino a deleitar con su maestría, Andrés Segovia, el guitarrista clásico de fama internacional. En 1946 vinieron de nuevo la Compañía de Esperanza Iris y Paco Sierra. Y en 1947 “Los Chavalillos de España” Rosario y Antonio, y Arthur Rubinstein, el excelso pianista. En los años 50, tuvimos el placer de presenciar las obras de la Compañía Lope de Vega, Pedro López Lagar y María Antinea. Y también en esas fechas vino la excelente compañía de Carlos Lemos. En aquellos días, y para afinar el gusto, y aprender a apreciar la música clásica, tuvimos la oportunidad de escuchar las interpretaciones impecables de grandes exponentes de música instrumental, músicos consagrados como Yehuddi Menuhin, Jasha Jaifets, Andrés Segovia y Agustín Mangoré, íconos todos ellos de la música mundial.
Dada la feliz circunstancia, de que mi tío, el Ing. arquitecto José Francisco Salazar Quesada, (mi recordado tío Chisco) asistió como representante del Colegio de Ingenieros y Arquitectos de Costa Rica, a un Congreso que se dio en Perú, entre amigos tocó la guitarra, de la que era un ardiente y capaz intérprete, y tuvo la suerte de conocer bien a Nitzuga Mangoré. (Agustín fue su nombre de pila). Siendo éste su admirador y amigo, le invitó a visitar nuestro país y le hospedó en su casa, así tuve la suerte de conocer al músico personalmente. Ocurrió lo mismo cuando vino Andrés Segovia, porque con ambos músicos mi tío sostenía correspondencia frecuente. Como un dato al margen, diré que mi tío, al igual que mi padre, se crió en Europa, estudiaron la primaria en España y tío Chisco tocaba la guitarra clásica y la flamenca, con gran maestría, como hoy, para mi orgullo, lo hace mi hijo Roberto, heredero de ese talento.
¿Y después de la segunda guerra mundial, las compañías extranjeras reanudaron sus visitas al Teatro Nacional?
Durante el transcurso y desarrollo de una guerra terriblemente dura, en Europa hubo gran depresión. La agricultura, igual que la industria y las empresas, fueron abandonadas. Todos los hombres, exceptuando a los ancianos y algunos de los niños, fueron a luchar en la guerra, murieron en ella o regresaron locos o enfermos. Hubo que reconstruir los países con las uñas, y lógicamente no hubo ni la oportunidad ni el deseo de ocuparse del arte escénico, el teatro ni la danza, el mundo estaba enfermo y su recuperación tardaría un largo período de tiempo.
Cuando los artistas estuvieron dispuestos a reanudar sus giras, en el mundo nacía una nueva generación, con otra realidad, otros gustos y tendencias diferentes, un público nuevo, el de la postguerra. Ya no había cabida para el romanticismo, el lujo y la rebuscada elegancia de aquellas presentaciones costosas y complicadas, propias de la cultura del Siglo diecinueve. Llegaron nuevas corrientes musicales, estilos más acordes con la realidad de aquella época.
Surgieron en América nuevas voces, cantautores como Agustín Lara, Pedro Vargas, Toña La Negra, Dolores del Río, que reforzaron para mi generación un romanticismo más nuestro, más actual, y después de ellos vino la inspiración de Manzanero, con una prolífica producción (comparable a la de aquellos), además de los españoles que abrieron para nuestros oídos un mundo nuevo, como el grupo de “Mocedades”, hoy “Pequeña Compañía”, famosos cantautores, como Raphael, Juan Manuel Serrat y José Luis Perales con su música maravillosa.
Recibimos también la visita de famosos cantantes clásicos, como los Tres Tenores famosos en concierto: Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras. Hace pocas semanas regresó a nuestro suelo, y se presentó de nuevo en el Teatro Nacional, el grupo de “Los Niños Cantores de Viena”, que escuchamos por primera vez hace más de cincuenta años. Nos visitaron, cuerpos de bailes folclóricos mexicanos y de otros países, sur, y centroamericanos, y grupos norteamericanos, orquestas y cantantes de rock.
Vinieron también ilusionistas y compañías de variedades como la de Fu Man Chú. Espectáculos como el de “Niños Cantores de Viena”, declamadoras excelsas como Berta Singerman. Extraordinarias bailarinas como Isadora Duncan., el ballet de Alicia Alonso, y otro cuerpo de ballet, procedente de China, cuyas bailarinas, parecían robots, deslizándose sobre hielo, igual que marionetas en una caja de música, de manera sutil y armónica, con una increíble precisión fluida y constante. La música muy diferente, y un vestuario impresionante.
Mis nietecitas, continúan interrogándome, toda esta emoción, las tiene absortas y desean conocer detalles de la historia.
DEL MÁS ALLÁ
¿Cuándo fue que tu abuelo se te apareció, y por qué dicen en casa, que don Genaro es el fantasma del Teatro Nacional? Verás chiquita: en aquella época, yo cursaba el tercer grado de primaria, tenía nueve años de edad, más o menos la edad que tenés ahora. Cuando el grupo se preparaba para alguna presentación de ballet, que se daría en el nacional, mis compañeras y yo debíamos venir al teatro por las tardes, a participar de los ensayos finales.
Los primeros ensayos se montaban en la sede de la academia de ballet y cuando ya conocíamos la rutina del número y los pasos, veníamos al teatro a practicar, para acostumbrarnos al escenario, mucho más espacioso. Con tiza nos dibujaban sobre el suelo el sitio en donde aparecería cada bailarina y marcaban también las distancias hasta donde se podía llegar, evitando el peligro de aproximarnos demasiado al final del escenario. Antes de la función, se regaba sobre el suelo, cantidad de goma pez, en boronas gruesas, para que, nuestros zapatos de puntas, no resbalaran en las tablas de madera bronca. Minutos antes, de la hora indicada para el ensayo, yo salía de mi casa. Vivía muy cerca y no tardaba en llegar. Entraba corrientemente por la puerta principal, saludaba con temor a Octavio Castro Saborío, primo de mamá y administrador del inmueble; un señor imponente, altísimo y robusto, con voz de trueno y muy poca paciencia, especialmente con aquellas niñas que retozábamos corriendo por los pasillos de “su teatro”. La escena se dio, una tarde. Yo iba sola para el ensayo y estaba atrasada, para acortar camino y no encontrarme con Octavio, entré por el portón de atrás del edificio, debajo de donde entran las carretas. ¿Cuales carretas, en dónde está esa puerta? Preguntaron a coro.
En la parte trasera del edificio, hay un diseño, como de pirámide, rodeando un gran portón. Está formada por dos tramos de acceso, que llegan al nivel trasero del escenario, y forman allí, un balcón exterior, con un portón de madera igual al de abajo. Cuando salgamos trataré de enseñárselos.
En los casos en que se dan presentaciones, que necesitan mostrar en escena algún elemento muy pesado, como un carretón o una carreta, suben el vehículo por esa rampa y llegan al portón, con la facilidad de accesar al escenario, situado a la altura de esa entrada.
Aquella tarde de mi historia, llovía un poco, la garúa constante, el “pelo de gato” que entonces caracterizaba al invierno en San José. Sin detenerme mucho, quise seguir de frente, porque ya en aquel momento sabía, que, en el escenario, estarían: la profesora, mis compañeras y posiblemente doña Marita, la pianista, sentada frente al piano, llegar tarde, atrasando a todos, era una gran irresponsabilidad. Pasé por el portón, sorprendida al ver todo muy ordenado. Por lo general allí había siempre un enorme desorden, pinturas en el suelo, telas, telones en reparación, alambres eléctricos, escaleras y tarimas para la tramoya. Aquella tarde el suelo estaba impecable, ahora me percato de que aquello era totalmente inusual.
Pasé directamente al fondo del escenario y de camino, al lado del salón vacío, vi una oficina que no había visto nunca, con curiosidad miré hacia adentro. Sentado en un sillón de cuero, ante un gran escritorio, estaba un señor muy guapo, de cabello blanco y ojos verdes, que saliendo a mi encuentro me abrazó con cariño y me besó en la cabeza, sin decir nada, muy emocionado y tierno; le sonreí y continué mi caminata hacia el escenario. Sus manos las sentí familiares, su caricia no me asustó, simplemente le sonreí y seguí mi camino.
¿Qué pasó después? No recuerdo si el señor me siguió. Sé que me acompañó hasta la puerta de la oficina y permaneció de pie, mirándome largamente con ternura, lo que me impresionó de momento.
Después, entré corriendo al escenario, en efecto ya estaba todo el mundo esperando. La profesora molesta, me sentí muy apenada, sobre todo con doña Marita, que era una señora ya grande, merecedora de mayor consideración, además de ser una celebridad. Terminado el ensayo salí a la calle, encontré el tráfico normal: gente abandonando sus oficinas de regreso a sus hogares, mandaderos en bicicleta, el tranvía detenido en el switch, vendedores de lotería, nada diferente.
Caminé media cuadra, acompañada por mis compañeras y al llegar a la esquina crucé hacia el este, llegué al fin a casa. Saludé a mamá, y recordando el incidente, le pregunté: ¿Mamita, de quien es la oficina del teatro que está abajo, detrás de los escenarios? ¿Cuál oficina? Jamás ha habido ninguna oficina, al menos que yo sepa. ¿Por qué lo preguntas? Pues porque me sucedió lo siguiente: y relaté mi aventura. Mamá palideció, trajo un álbum de fotografías que sacó de su armario y me mostró una foto grande adonde aparecía el señor de mi cuento ¿Es este? Preguntó. Sí, ese es. Fue papá dijo mi madre emocionada. Ese señor que viste es tu abuelo, es papá, ya el asunto de sus apariciones es “vox populi”
¿Y cómo puede ser, no está en el cielo mi abuelito? recuerdo haber preguntado.
¡Desde luego está en el cielo! Dijo mi madre, quizás obtuvo una dispensa para visitar el sitio que tanto amó, posiblemente le permiten venir alguna vez, muchas personas le han visto allí y continuó explicando ante mi asombro: “Las almas de los difuntos permanecen cerca de sus seres queridos, no los vemos, pero ellos no se van, están en el plasma que a todos nos contiene”.
Solamente los iluminados les pueden ver, porque son almas muy desarrolladas, muy puras, almas blancas como la tuya. Y continuó con su discurso: hasta el famoso violinista Yehuddi Menujin, le preguntó a Octavio quién era el señor que lo escuchaba ensayar todas las noches, desde el balcón de los camerinos altos. Allí no entraba nadie después de que Rojitas, el tramoyista, se retiraba, el teatro quedaba absolutamente clausurado. Octavio le enseñó al artista la foto de papá, que se conserva en la oficina de la Administración y el famoso intérprete lo reconoció.
No hay duda ya, tu abuelo es el fantasma del Teatro Nacional, su alma quedó para siempre prendada del lugar, sentenció mamá con emoción y lágrimas.
¿No saliste corriendo, no gritase, no te dio miedo Yaya? Exclamaron mis chiquillas. No, nada de eso, aunque pueda parecer extraño, mi San José de aquel momento era una ciudad pequeñísima, adonde la mayoría de los habitantes éramos parientes. Mamá tenía cerca de doscientos primos hermanos, ciento y pico de cada lado, todos muy afectuosos, de modo que no me extrañó la actitud cálida de aquel señor, era uno más que me conoció de niña, pensé…
Pero volviendo al asunto del teatro, para afrontar los gastos de mantenimiento del edificio, fue preciso, para los integrantes de la administración, el crear actividades, que, sin menoscabo de la elegancia del sitio, produjeran ganancia. Los administradores ofrecían escenario y salones, para actividades artísticas, sociales y cívicas. Veladas de grupos nacionales, como las Academias de Ballet, se presentaban, cada fin de año, mostrando el progreso de sus pupilas.
Al igual, se celebraban conciertos, de los cantantes y músicos nacionales más relevantes: barítonos, tiples y tenores, en funciones de ópera y opereta, de montaje y producción nacional.
Cantantes de calidad como Manuel Salazar, “Melico”, Ofelia Quirós, Carlos María Palma, Carlos Masis, Sara Sancho, Claudio Brenes, Gustavo Sileski, Ligia Castro de Armijo, debutantes de talento como Albertina Moya, Dixie Sauma, Betty Castro y Miriam Esquivel así se dieron a conocer.
Un selecto círculo de mecenas, patrocinaba la presentación de aquellos eventos. Recuerdo de entre ellos, a don Carlos Brenes Méndez, y don Jorge Alvarado Piza, que encargaban a mamá, la hechura y diseño de los vestuarios, para el elenco. Incluso participé en la presentación de algunas de aquellas presentaciones, como: El Encanto de un Vals, como corista, con mi equipo de compañeras del ballet.
El grupo que se llamó “Los Amigos del Arte” presentaba, anualmente, novedosos cuadros plásticos, para cuyo vestuario y escenificación, mamá, junto con Teodorico Quirós Alvarado, diseñaba y realizaba milagros utilizando objetos corrientes, con excelentes resultados. En aquel tiempo no existía escarcha brillante, ellos molían el vidrio y lo pegaban sobre los telones con engrudo, utilizaban colochos de madera para pelucas, espejos con luces para lograr efectos dramáticos, elementos novedosos con los que lograban magníficos resultados. Yo les acompañaba feliz, me agradaba ayudar, y sobre todo disfrutar de aquellos inventos geniales, que se le ocurrían, al querido Quico, mi casi tío, llano y encantador, un personaje inolvidable.
¡Qué suerte la tuya conocer tanto sobre el teatro, me parece de lo más interesante, y romántico! Efectivamente, aquella fue la época romántica por excelencia; terminado el siglo XX, el romanticismo pasó de moda. Hoy, por desgracia, la ciencia y su enorme progreso lo borraron del mapa.
Suena la última llamada. El intermedio llegó a su fin. Bueno niñas, después continuamos nuestra conversación, ahora silencio, el tercer acto va a comenzar. Las chicas callan y en actitud solemne, miran, concentradas, hacia el escenario.
El cuadro se inició con “un pas de trois”, el cuerpo de ballet y la orquesta muestran un ejemplar desenvolvimiento: La música me conduce a las alturas, imagino a las bailarinas flotar por el aire, este es un magnífico grupo de ballet, pienso emocionada. Se cierra el telón, atronadores aplausos ovacionan a músicos y bailarinas, la función terminó. Nos levantamos, siguiendo la corriente, de los aficionados que salen, rodeamos los palcos del balcón del primer piso, para acercarnos a la puerta de los vestidores, con el fin de esperar a Roxanita.
Minutos más tarde la vimos venir, frágil y etérea, con sus zapatillas rosa, el bolso de maquillaje colgando de su espalda, el cabello recogido, y una sonrisa, airosa y delicada. ¡Felicitaciones hija, bailaste muy bien, maravillosa la presentación, cada día lo hacen mejor! Gracias Yaya, me alegro de que les gustara. Salimos a la calle a esperar por Ernesto el chofer, que nos recogería... Llueve en San José, las luces de los autos, igual a los faroles de la esquina, se reflejan, brillantes en la calle mojada. Flechazos como saetas, decoran la calzada.
Es de noche y hay mucho movimiento, un grupo de turistas bulliciosos en sus camisas hawaianas toman bebidas en el café del Hotel Costa Rica. Los guarda-carros, se arremolinan alrededor de los peatones, entre el tráfago de vehículos, que ruedan sobre la avenida segunda y las personas que salen del teatro en busca de transporte, se forma un “revolue”.
¡Cuidado, no se suelten de las manos, cuiden sus bolsos! Les grito a las chiquillas.
Bajo la lluvia, San José es hoy, una ciudad cosmopolita y peligrosa, muy diferente, de aquella pequeña aldea limpísima, segura y tranquila que me viera nacer en el pasado siglo. Hombres mal encarados fuman puchos de mariguana, en las bancas del esquinero parquecito, al pie del Monumento al ex presidente de la república, don Juan Rafael Mora Fernández. Otros pachucos desarrapados, vistiendo camisetas rotas, cadenas y gorros de lana, sucios y malolientes, esperan a que alguien se distraiga, para dar un golpe, robar un bolso o arrancar una cadena. Son seres marginales, dignos de piedad, pero nos avergüenzan.
A lo largo del camino, veo maleantes y drogadictos, tendidos sobre cartones, durmiendo en las aceras, y en algunas esquinas, grupos de travestís esperan por sus clientes, inconscientemente me acerco a mis chiquitas, las quiero cobijar a todas, tengo miedo y me impresiona recordar cuando de niñas y de adolescentes, mis compañeras y yo podíamos atravesar la ciudad de punta a punta sin ningún temor ni peligro, al igual que años más tarde, también lo pudieron hacer mis hijos, suerte que no tuvieron mis nietos ni bisnietos.
Hoy la situación es muy distinta. Durante el trayecto observo casas abandonadas, ventanas cerradas por tablas claveteadas, jardines secos, tarros vacíos, las familias han huido, hicieron abandono del centro por temor a los bandidos, es mi rezo incesante que, desde la Municipalidad, funcionarios conscientes alcancen el éxito con su política de restauración del espacio citadino.
El chófer me pregunta, ¿Adónde vamos primero? por favor Ernesto, vamos a repartir a las muñecas, cada una a su casa. Llegamos a la primera residencia, las niñas bajan del vehículo: Buenas noches Yaya, mil gracias otra vez, estuvimos felices.
¿Puedo dormir en tu casa? Pregunta la más pequeña.
No mi amor, hoy no se puede, no pedimos el permiso a tus papás, en la próxima ocasión se lo pedimos. Las menores están semidormidas, y las mayores entusiasmadas comentan con Roxanita acerca de la función. Poco a poco llegamos a cada destino. Todas las niñas ya bajaron del coche, dejando mis mejillas maceradas, ungida de caricias inocentes llegué a mi casa.
Recogida en el dormitorio, repaso los sucesos del día, doy gracias a Dios por mi país, por mi familia, por los hijos, nietos y bisnietos que me regaló la vida a lo largo del tiempo. ¡A mí, que en mis inicios fui una niña asustada y solitaria!
Voluntariosas, e indomables, las lágrimas resbalan, por los surcos de mis mejillas arrugadas. ¡Cuánto añoro mi viejo San José!
MI PROPIA VERSIÓN DE LA HISTORIA DEL TEATRO NACIONAL

El pueblo costarricense desde siempre sintió especial amor por las bellas artes, desde que nos unimos para formar el país, estuvo el arte rondando nuestra mente. Somos un pueblo pobre, digno y orgulloso de la herencia legada por abuelos europeos, propulsores de las bellas artes.
También identificados con el bagaje cultural, regalo de nuestros ancestros indígenas, los primeros habitantes que produjeron obras increíbles en las varias disciplinas y vericuetos del arte, así como en ciencias, astrología, arquitectura y medicina, como consta en Museos y libros de historia universal.
Debido a esa fuerte inclinación del pueblo por las artes, durante la primera administración de don Braulio Carrillo Colina, Primer Jefe de Estado, en el año de 1837, cuando todavía pertenecía Costa Rica a la Federación Centroamericana, se construyó en la plaza principal, un local dedicado a presentar espectáculos. Fue aquel el primer “teatro nacional” que estrenaban nuestros antepasados. Simplemente un galerón de paja adonde setenta espectadores podían mirar la función, tan pobre que, para asistir, cada uno debía llevar su propia silla. Los actores pertenecían al personal de servicio doméstico, indios y negros, y solamente actuaban varones. Sin embargo un público anhelante colmaba aquel local en cada presentación. El regocijo del vecindario fue grande, con entusiastas aplausos agradecían la oportunidad que se les daba, de ser testigos de evento tan esperado, en una ciudad, hasta aquel momento, carente de entretenimientos culturales.
Nueve años después, se construyó un nuevo teatro, bastante mejorado. Esta vez el edificio fue de madera, con techo de teja, y capacidad para doscientos espectadores. Estuvo situado en el centro de la ciudad, cerca del Parque Central. Dicho teatro fue patrocinado e inaugurado por un grupo de artistas, que logró interesar a algunos inversionistas, con cuya ayuda materializaron al fin, el sueño largamente acariciado. Ya para entonces, una mujer participaba del elenco, siendo también socia del grupo, lo que constituyó gran novedad y escándalo para la sociedad de beatas y para la propia iglesia.
Un año más tarde, en la ciudad capital surgía de nuevo con fuerza la necesidad de construir un nuevo teatro. El entonces presidente en ejercicio, don José María Castro Madriz, pensó financiarlo formando una compañía de accionistas, pero el plan fracasó. Durante el mandato de don Juan Mora Fernández, el gobierno edificó una nueva sala que se llamó “El Teatro Mora”, después “Teatro Municipal”. Estuvo situado en el terreno que hoy ocupa el actual cine Variedades.
El edificio fue construido por don Vicente Villaseñor, el hondureño, que después traicionaría a Braulio Carrillo ante la invasión de Morazán. Para anunciar el comienzo de cada función, se reventaban atronadores cohetes en un predio vecino. Después de prestar servicio por largos años, el teatro municipal fue víctima de la cadena de terremotos que asolaron el país, y en 1888 le destruyeron por completo. Otros aluden a un incendio, no se cual de las teorías es la verdadera.
Al siguiente año, en 1890, Tomás García, uno de los actores de la Compañía de Drama que había trasladado a nuestro país su residencia, decidió levantar un pequeño teatro en el mismo lugar. García incursionó como empresario teatral gracias al capital facilitado por don Tomás Batalla, dueño de un almacén, y compró a un alemán, posiblemente el señor Kepfer, casi toda la cuadra donde se encuentra el teatro. En enero de 1891 se inauguró el Teatro Variedades, con la presentación de la opereta “La Mascota” de la Compañía de zarzuela de Fajardo Vazona. En aquel momento el edificio contaba con una capacidad de 185 asientos en Platea, únicamente una fila, 96 en los palcos y 100 en Galería, era una sala sin mayores comodidades, de rústica arquitectura y techo muy bajo, por lo que dentro del inmueble el calor era sofocante. A pesar de esas deficiencias, allí se presentó la primera compañía de ópera que llegaba al país, “Compañía Antonietti” que comenzó sus funciones con el estreno de “La Traviatta” en 1892.
Desde dicha época el Variedades se constituyó principal centro popular de espectáculos artísticos de gran relieve, (antes de que el Nacional existiera). Cumplió un importante papel en el desarrollo cultural del país. Después la Empresa pasó a manos de don Manuel Carranza, y fue entonces que se mandó levantar el techo para mejorar la acústica y colocar moderno mobiliario. El público acudía constantemente a aquella sala. Las acciones tomadas por el gobierno para reglamentar el funcionamiento del Nacional, ayudaron al Variedades a mantener su status. El gobierno acordó que, en el Nacional, actuarían solamente espectáculos de primer orden y que, para asistir, había que presentarse vestido de etiqueta. Por tal razón durante aquellos años y aun tiempo después, el público se presentaba siempre muy bien vestido. El teatro para nosotros, era como un templo, se respetaba la dignidad del sitio. Llegaron nuevas corrientes y hoy día al teatro ingresan turistas en alpargatas y shorts, con un irrespeto que para mí es indignante.
Alrededor de 1903, debido a una difícil situación económica el teatro Variedades, se vio obligado a clausurar sus puertas. Al año siguiente la Compañía Greco lo reabrió e inició allí las primeras proyecciones cinematográficas en el país, combinando esta actividad con el espectáculo de variedades de índole artística y de buen gusto.
En junio de 1906, debutó en el escenario del Teatro Variedades, el tenor costarricense, gloria nacional: don Manuel Salazar (Melico) con la obra “La Bohemia”. Fue esa una de las razones para que al Variedades se le declarara “Patrimonio Arquitectónico de Costa Rica”, por haber formado siempre parte importante de nuestra historia.


CAPÍTULO OCTAVO

EL ARTE EN COSTA RICA Y LA SEMANA SANTA
Costa Rica fue, es y será, semillero de artistas en casi todos los campos del arte.
En cada hogar sencillo, se mira una guitarra, colgando de una cuerda, cerca de la pared, es de uno de los hijos, que siente entre sus venas, el gusano del arte que brota de su ser. También, hay las marimbas, construidas en la casa, tablones de madera y jícaras colgando, y muchos muchachitos, tienen una dulzaina, una flauta de caña y tambores de piel.
Desde muy pequeñillo, alguno de los hijos, ha puesto sus dibujos en hojas de papel, pintando con tizones sacados de la estufa, en trozos de madera y en cajas de cartón, dibujos de animales propios de la región.
Mientras el mayorcito pulsea la guitarra, y toca de memoria una música propia, hay otro que le escribe la letra emocionada, porque en sus venas corre sangre de escribidor, son poetas pueblerinos que cantan al amor.
Con colores primarios, sacados de la roca, algún pueblo vernáculo, pintó dentro de cuevas, hoy entre campesinos fructificó el ejemplo, y continúan pintando lo que ve el corazón. Muchos de nuestros artistas, originalmente ignorados aquí, triunfaron plenamente en el exterior, tanto en México como en otros países de Latino América, y Europa. No es sino hasta ahora, comenzando el siglo veintiuno, que los artistas criollos han alcanzado algún reconocimiento, ayuda gubernamental y ocasionalmente empresarial.
Obtenido por el escultor herediano, Jorge Jiménez D´heredia, su éxito ha constituido un orgullo nacional, por su estilo original y depurado a partir de las esferas que caracterizaron la herencia indígena de la región del Sur costarricense. Enorme acierto su escultura del Santo Padre Juan Pablo Segundo, que luce en los jardines de la catedral capitalina al igual que otras obras de arte de su autoría que se exhiben en los jardines del Vaticano, adonde anuncian una exposición de sus trabajos, distribuida por varios sitios culturales de la ciudad de Roma. Jiménez D´heredia alimenta el proyecto de distribuir su monumental obra, a lo largo del continente americano, comenzó ya con muestras de su arte en México y Guatemala.
Vivimos el orgullo y la satisfacción de contar con una Orquesta Sinfónica Nacional de calidad, una Orquesta Filarmónica Nacional, Coro de la Sinfónica, Coro de la Universidad de Costa Rica, Orquesta Sinfónica de Heredia, la Escuela Nacional de Danza, además de las bandas de las diversas provincias, filarmonías de los pueblos. Múltiples artistas musicales destacan entre la juventud, algunos de ellos siguen estudios en Rusia, mediante becas que han ganado por su excelencia.
En lo relativo al quehacer literario contamos, para publicar, con la Editorial Costa Rica, la Editorial de la Universidad de Costa Rica, la Editorial de la UNED, Universidad Nacional a Distancia, la Editorial de la Alcaldía de San José y la Imprenta Nacional que por años fue única en esas labores. Y desde luego, gran cantidad de editoriales privadas muy exitosas, que no todos pueden costear. También contamos con una Estación de Radio Nacional, cultural, no comercial, y una Televisora Nacional que se ocupa de la propagación del arte, ilustrando al público sobre eventos de esa índole. Dichosamente algunas administraciones fueron visionarias en ese campo.
Desde siempre en los hogares ticos hubo niños aprendiendo música, haciendo el intento de tocar algún instrumento. Niños a quienes se les sienta a diario frente al piano, desde la cinco de la mañana, para hacer escalas, aunque deban de estar listos a las siete para asistir a clases a su escuela. Muchos aprenden a tocar guitarra, a cantar; algunos tocan acordeón, violín o flauta, como afición, otros lo eligen como carrera. Es grato e impresionante ver a un grupo de gente joven, Como los integrantes de la Orquesta Sinfónica de Heredia, entregándose plenamente al desarrollo de su talento musical. Infinidad de jovencitos costarricenses estudian música con el beneficio de becas en varios países. Hoy esa es una profesión rentable como cualquier otra. Entre nuestros campesinos se da el mismo fenómeno que en la ciudad, hay regados por nuestros campos cantidad de músicos autodidactas que aprendieron desde la infancia a tocar, marimba, violín o guitarra, generalmente “traveseando” el instrumento para desarrollar su habilidad y llegar a dominarlo. Cantautores nacionales de “pura cepa” como Mario Chacón, El Trío Los Talolingas, Héctor Zúñiga, y muchos más, mantuvieron su talento como una entretención, un adorno, más que una profesión.
De mi generación, pioneros en ese campo, tres queridos amigos viajaron al extranjero a estudiar música profesionalmente: Guido Sáenz González, José Luis Marín Paynter y Walter Field Gallegos. Los tres destacaron y su influencia benefició y marcó un ejemplo para músicos más jóvenes. También comienza a darse atención al arte cinematográfico, y contamos con una “Cinemateca Nacional”.
Históricamente los costarricenses de todas las clases sociales vivimos preocupados por la cultura y el arte. Antiguamente el artista se moría literalmente de hambre, su labor no era reconocida, ni apreciado su talento. Lo sucedido en Europa en los pasados siglos, con la mayoría de compositores, pintores y escultores, que obtuvieron fama hasta después de su muerte.
Durante la infancia y adolescencia, se mantuvo en la educación primaria, el aprendizaje de la música como materia de estudio. En la lista de útiles requerida, se incluía el cuaderno con pentagrama, en el que practicamos gráficamente el estudio de los signos musicales. Siempre hubo un profesor de música que nos enseñara a cantar canciones e himnos, con acompañamiento en el piano. “Lo que se canta en Costa Rica” era y sigue siendo, el libro del que los escolares aprendimos los himnos nacionales de otros países, y las canciones típicas de esos pueblos, libro cuya autoría y publicación se le debe al profesor José Daniel Zúñiga Zeledón.
Para propiciar y extender la cultura, en 1886 inició la Escuela Normal para formar maestros. Un año más tarde se fundaron la Biblioteca Nacional, el Museo Nacional, el Instituto de Alajuela, y el Liceo de Costa Rica. El Instituto Geográfico, encargado del levantamiento de los mapas del país y de las observaciones meteorológicas, se creó al año siguiente, al tiempo de fundarse el Colegio Superior de Señoritas.
Durante la administración de don Próspero Fernández, las leyes liberales emitidas por él, aportaron mucho sobre materia cultural y educativa, se prohibió a los sacerdotes, el impartir conocimientos, y atacar la enseñanza pública por no ser religiosa. Se cerraron colegios religiosos y se emitió la Ley Fundamental de Instrucción Pública. Por primera vez se pidió un certificado a los maestros.
Desde el año de 1897, muy cercano a la construcción del Teatro Nacional, se fundó en San José la Escuela Nacional de Bellas Artes, dirigida por don Tomás Povedano, ciudadano español que radicó en medio de nosotros y que, profundamente identificado con el país y con su desarrollo cultural, dirigió dicha institución por cincuenta años. La Escuela de Bellas Artes tuvo su sede en el centro de San José, e inició en forma sistemática la enseñanza de las disciplinas plásticas. Don Tomás Povedano, don Luis Dahel, y don Emilio Span, fueron algunos de los formadores y representantes de la pintura clásica en Costa Rica. Entre los primeros alumnos destacaron pintores de la generación de los años treinta, como: Manuel de la Cruz González Luján, Teodorico Quirós Alvarado, Gonzalo Morales, Luisita González de Sáenz, José Francisco Salazar Quesada, arquitecto y pintor, Max Jiménez Huete, también escritor pintor, escultor y poeta. Margarita Berteau, baletista y pintora.
A mi juicio, uno de los gobiernos recientes que más se preocupó por el tema del arte y la cultura, fue el de don José Figueres Ferrer y su Ministro Guido Sáenz González, a quien debemos, a pesar de sus excentricidades no siempre populares, enorme reconocimiento porque ha sido casi el único costarricense en preocuparse de forma permanente por el desarrollo artístico del país. No hay que olvidar la famosa frase de don Pepe: “Para qué tractores sin violines”. Con la formación de la Nueva Orquesta Sinfónica Nacional, la Sinfónica Juvenil, y la Orquesta Filarmónica, se le dio un enorme impulso al arte musical en Costa Rica. La Orquesta y el Orfeón de Cartago, bajo la dirección de don José Campabadal, dieron sus primeros pasos tiempo antes de que se abriera la Escuela de Bellas Artes, y había sido fundada anteriormente una Escuela Nacional de Música, que solamente funcionó por cinco años.
La Escuela de Música de Santa Cecilia abrió sus puertas en 1924; tuvo como primer director a don Alejandro Monestel, y posteriormente a don José Joaquín Vargas Calvo durante varios años. La Fundación de Bandas se ocupó igualmente de la educación musical de Costa Rica.
Otra Ministra de Cultura, doña Aida de Fishman, hizo también ingentes esfuerzos en pro de la cultura, junto con la ex primera dama doña Gloria Bejarano de Calderón Fournier, fueron las fundadoras del Museo de los Niños, y del Festival de las Artes, el cual ya se institucionó.
En escultura descollaron artistas como Juan Manuel Sánchez, Francisco Zúñiga, Néstor Zeledón, Crisanto Badilla, y muchos otros. Estos escultores que en sus comienzos no obtuvieron el merecido reconocimiento gubernamental, fueron ampliamente reconocidos en el extranjero, sobre todo en México. Durante los años sesenta se fundó la primera estación de televisión en el país, Canal 7, siendo su creador el recordado René Picado Esquivel, con un equipo maravilloso. Tiempo después fundaron el Canal 6, por Mario Sotela Pacheco. El nuevo entretenimiento conquistó rápidamente a la población, y sepultó literalmente a la mayoría de las salas de cine que pululaban en el país.
Al costarricense desde siempre le fascinó el teatro. Hubo y hay muchísimos profesionales de las tablas, gracias, especialmente, a la enseñanza y sacrificio de los inmigrantes, artistas chilenos y argentinos, que llegaron cerca de los años sesenta a raíz de incidentes políticos en sus países de origen, y que aquí formaron escuela para el sector de nuestra sociedad interesado en la actuación. Con los hermanos Catania, Ana María Barrionuevo, Rubén Pagura, Leonardo Perucci, Sara Astica, Marcelo Gaete, Alejandro Sieveking, Bélgica Castro, Lucho Barahona, Marcia Maiocco, Patricio Arenas, Patricio Primus, Juan Katevas, y otros más, entró al país una ráfaga de frescura; forjaron grupos de excelentes actores que fueron sus discípulos, mismos que formaron el muy exitoso “Teatro Arlequín”,” Teatro del Ángel” y otros teatros de Cámara hasta aquel momento desconocidos en Costa Rica. En nuestro medio el concepto de teatro pequeño y cercano, encantó al público. Actores como el recordado Lenin Garrido, Anabelle Quesada Guardia, Guido Sáenz González, Quitico Moreno, Ana Poltronieri, José Trejos, Alberto Cañas, Irma Gallegos, Daniel Gallegos, son algunos de los actores y dramaturgos surgidos entonces.
También tomaron fuerza la Compañía Nacional de Danza y los diferentes coros nacionales. Cuerpos de danza, de ballet, cuartetos, orquestas de Música de Cámara, y una cinemateca nacional. Actualmente existe un grupo de músicos dado a la tarea de rescatar piezas de música sacra del siglo XVlll, de las iglesias católicas de Sur América, especialmente la peruana, han construido sus propios instrumentos copiados de los originales, para sus audiciones. Tuve el placer, recientemente, de escucharlos en un maravilloso concierto ejecutado en las ruinas de Ujarrás, que fue patrocinado por el Ministerio de Cultura, y las Embajadas de México y España. Las citadas embajadas son mecenas incondicionales de los artistas nacionales, agradecemos a la Madre Patria y a nuestro hermano mayor del Continente, esa política tan atinada y necesaria.
Nuestra población posee gran facilidad para la escritura, eso se debe, en parte, a la influencia de la cultura colombiana en Costa Rica durante el siglo pasado.
Contamos con excelentes poetas y poetizas, tanto académicos como autodidactas. Hay una creciente muestra de escritores, de prosa, cuento, relato, novela y ensayo, libros de ciencia e históricos, que denotan la vena artística que corre por las venas de los costarricenses. Tuvimos escritores como don Max Jiménez Huete, José Marín Cañas, y Carlos Luis Fallas, que merecieron ampliamente recibir premios internacionales que no les concedieron por razones ignoradas.
Los cuentos de Carlos Salazar Herrera, Luis Dobles Segreda, Carmen Lira, las novelas de Yolanda Oreamuno y la poesía de Eunice Odio, son muestras de lo que se produjo en ese campo. Hoy mostramos orgullosos una pléyade de autores como Julieta Pinto, Carmen Naranjo, Virginia Gruter, Rosibel Morera, Fernando Contreras, Ana Cristina Rossi, Ana Istarú, Carlos Cortés, Jaques Sagot, Víctor Floury, Alberto Cañas, Daniel Gallegos, y muchos otros, cuyas obras testifican su excelencia.
La Escuela de Periodismo como carrera universitaria es relativamente reciente. Hace cincuenta años los periodistas fueron autodidactas, la historia nos recuerda a algunos muy exitosos como don Joaquín Vargas Coto, sus hijos Joaquín y Carlos Vargas Gene, dignos herederos del talento del padre; Don Otilio Ulate Blanco, Pío Luis Acuña, Olga Espinach, Jorge Arguedas Truque, Guido Fernández, Minina Maroto, Miriam Francis, don Paco Nuñez, Mariano Sanz, y otros periodistas que hicieron historia. Hubo en aquella época varios periódicos importantes: “El Diario de Costa Rica” y “La Tribuna”, además de algunos vespertinos como “La Prensa Libre” todavía vigente, “La Hora”, y un semanario de corte humorístico que dirigía Pío Luis Acuña, “La Semana Cómica”. Posteriormente surgieron el “Diario La Nación”, “La República” y actualmente “Ojo”, “El Financiero”, “La Extra”, y algunos regionales. En el campo cultura literaria, tuvimos el orgullo de ser cuna, del importantísimo y el mundialmente reconocido semanario de relevancia internacional, “Repertorio Americano”, producido y publicado por don Joaquín García Monge.
Cerca del año 50, durante el gobierno de Figueres, se fundó en San José “La Casa del Artista” que abrió posibilidades a los muchos aficionados con talento, que trabajaban y no podían asistir a clases regulares a la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Costa Rica. “La Casa del Artista” fue la solución para muchos, exitosa en la preparación de innumerables profesionales del arte que hoy triunfan en sus respectivas especialidades. Esa institución trabaja por las noches y allí se siguen formando muchos triunfadores en Artes Plásticas, gracias a la visión de su primer director Lucho Ranucci, quien ocupó el Ministerio de Cultura durante el gobierno de don José Figueres, y a su señora esposa Olga Espinach de Ranucci, su directora, quien a ello dedicó su vida. Todavía hoy continúa esa escuela ofreciendo una invaluable preparación artística. Por aquella misma época se abrió un colegio para niños con habilidad en el campo de las artes, dirigido por don Arnoldo Herrera, que se llamó: “Conservatorio Castella.” Allí llegaron como profesores, artistas emigrados de Chile y de Argentina, como los hermanos Catania, Pato Arenas, Marcia Maiocco, primera actriz, quienes enseñaron a los alumnos todo lo que ellos conocían de las artes, y con su gran experiencia sembraron un semillero de actores y artistas en la institución y en el país.
Aparte de escuelas de ballet como las de Grace Lindo Quesada, de Ayda Kogan, Margarita Esquivel, Margarita Berteau, Frank Iglesias, por citar unos pocos, hubo otras escuelas de danza y bailes populares; grupos como el de Evangelina de Núñez y el de Ema y Alberto Montes de Oca, quienes dieron a conocer a los jóvenes de nuestra generación el traje típico histórico, y los pasos de cada baile típico nuestro. Para cada pieza, “El Punto Guanacasteco”, “El Torito”, “La Botijuela” etc. Estos datos que, con tesón, ellos rescataron, gratuitamente, a través de una seria investigación en cada pueblo, realizada de manera personal, con gran sacrificio de tiempo. Ninguno de ellos obtuvo ayuda alguna, ni gubernamental ni institucional.
Hoy dichosamente existe una Escuela Nacional de Danza, que depende del Ministerio de Cultura, y que ha rendido espléndidos dividendos, funciona en los espacios del CENAC, Centro Nacional de la Cultura que tiene sede en el que antiguamente fuera edificio principal de la Fábrica Nacional de Licores, frente a las oficinas del Tribunal Supremo de Elecciones. Hay otra escuela de Danza Universitaria Taller Nacional de Danza, con sede en el edificio de la Antigua Aduana.
DEVOCIÓN VERNÁCULA- LA SEMANA MAYOR
Fechas de gran importancia para la sociedad de aquellos tiempos, fueron los días de Cuaresma y la Semana Santa. Durante esos días, en San José, la mayoría de la población permanecía en la ciudad, para el josefino, la época era especial.
En nuestro país, las procesiones de Semana Santa y otras actividades religiosas, estuvieron reguladas desde inicios de la época republicana en 1821. A raíz del Primer Sínodo Diocesano, que tuvo lugar sesenta años después, se dispuso eliminar todo vestigio de culturas populares indígenas. Monseñor Thiel declaró en aquella ocasión: “Es nuestro deber alejar el culto de todo aquello que daña la moral de los fieles y choque con nuestras costumbres actuales”. Se prohibió, de manera drástica, que aparecieran personajes danzantes, máscaras y cualquier otra actividad profana. Las celebraciones devinieron más ordenadas y solemnes, pero mucho menos pintorescas, autóctonas, y espontáneas. Se abandonó lo nuestro para adoptar culturas importadas considerando que debíamos plegarnos al estilo de celebración netamente español. Fue lamentable, porque las procesiones en Guatemala, que exhiben ambas tendencias, la indígena y la española, son preciosas y la gente acude, de todas partes del mundo, a apreciarlas y participar en ellas.
Acercándose la festividad, en mi casa, mamá se dedicaba a reparar trajes y túnicas de las Santas Figuras. Era entonces cuando cosía para mí, el traje de ángel y alistaba las alas, y llegado el momento decoraba las andas con flores de bellísima y hojas de hiedra.
De la Iglesia de la Soledad, las hermanas Pacheco, se encargaban de traer las pelucas enmarañadas y mustias de los santos. Mamá las lavaba, las rizaba y las peinaba dejando impecables los colochos del Nazareno y la cabellera suelta de San Juan. Las celebraciones comenzaban el Domingo de Ramos, con palmas repartidas durante la Misa. El día Martes Santo, celebraban el Santo Vía Crucis, recorriendo el camino desde la iglesia de La Soledad hasta Catedral, lo que no se consideraba una procesión. Miércoles Santo se preparaba en las iglesias parroquiales el “Monumento,” en homenaje al Divino Sacramento del Altar. Mamá junto con sus primas hermanas Teresa y Yeya Echeverría Jiménez, las señoritas Pacheco y otras fervorosas damas, trabajaban en su construcción y decorado. Por la tarde de ese día había que visitar los altares de las demás iglesias: El Carmen, La Dolorosa, La Merced y Catedral. Desde luego, el viaje ida y vuelta, había de hacerse a pie, muy bien vestidas, en tacones y toalla las señoras y las niñas con velito o pañoleta en la cabeza... Terminada la visita a los Monumentos, regresábamos a casa cansadas, porque aquel recorrido por las parroquias era extenso. Tomábamos algo liviano y a la cama. El día jueves temprano se celebraba el lavatorio de pies de los apóstoles, había oficios en la iglesia, y una procesión de los apóstoles hacia el “El Huerto de los Olivos” donde Jesús quedaría prisionero. Por la noche: se daba la procesión del “prendimiento”, apresaban al Señor los soldados romanos, mediante la traición del beso de Judas. La imagen de Jesús era acompañada durante toda la noche por los fieles que, por turnos hacían vigilia, orando a su lado. El viernes por la mañana llevaban a Jesús, atado, rememorando la presentación en el Pretorio, donde sería juzgado por Poncio Pilatos. Este le enviaba adonde Herodes Antipas, quien, por ser judío, era el indicado para juzgarlo. Había dos procesiones el Viernes Santo en la mañana: “El Santo Encuentro” en la que desfilan las imágenes de: La Santísima Virgen, que en el camino se encuentra con su hijo “el Nazareno” prisionero, entre soldados romanos, jovencitas representando a las santas mujeres: “La Verónica” con el manto que enjutó la sangre del rostro del Señor, “La Samaritana” con una jarra de agua, “María Magdalena”, “María Cleofás” y “María de Betania”. Una lleva los clavos, otra la corona de espinas, y otra perfumes y ungüentos. Lloran las mujeres del gran Jerusalén por el destino de sus hijos.
Por la tarde se celebra la procesión del “Santo Entierro”, acompañada por la filarmonía que entona “El Duelo de la Patria”, un himno que fue escrito para la ocasión. El “Santo Sepulcro”, va en hombros de los Caballeros de esa Congregación, seguido por soldados romanos, la imagen de San Juan y San Pedro, los apóstoles, niños o adolescentes que tuvieron antes el lavatorio de los pies en la Iglesia. Esos muchachos usan manto, túnica y un báculo en el que se apoyan. Atrás va el Ángel de la Confortación, generalmente representado por una adolescente vestida de blanco con un copón de oro en sus manos, reminiscencias de la leyenda del Santo Grial.
Las andas, en las que llevan tanto figuras de yeso cono figuras vivas, son levantadas en hombros por sus portadores, cuatro mozos fuertes con dos auxiliares de repuesto, que caminan al lado de la figura, para cambios de turno.
Muchas veces iban dos niñas, sentadas juntas, pero yo, de niñita y de adolescente, salía sola, y salía siempre, no hubo procesión ni altar de Corpus en el que no me sacara mamá. El “amarrar” el angelito al poste era toda una ceremonia. Me veo de nuevo muda, de frío y de vergüenza, esperando de pie sobre el anda, desnuda, (solamente con calzón y camiseta), obligada a parecer tranquila, mientras mamá, acongojada por el escaso tiempo, me amarraba al palo central del anda.
Después amarraba las alas, y hasta entonces deslizaba sobre mi cabeza, el traje de raso blanco, con adornos de flecos dorados, abrochando los hombros sobre las amarras para que no se vieran, así quedaba vestida al fin. El traje de seda, era frío, y hasta que no lo tuviera puesto, mamá no me quitaba los cachumbos de la cabeza, para tratar de dejar mi melena lo mejor posible. A menudo llovía tarde de viernes santo, y yo me había comenzado a resfriar. Mientras el vecindario entero hacía comentarios en el jardín, mamá trataba de arreglarme el cabello, con gran dificultad, porque ya yo estaba amarrada al palo central, mucho más alta que ella, y se le hacía difícil. Si llovía y me caía una sola gota de agua, el edificio de colochos se vendría abajo sin misericordia, y parecería un pollo saliendo del baño.
Si se me ocurría lloriquear, mamá temblando me amenazaba con bajarme del anda y no dejarme desfilar. Allí comenzó para mí la experiencia del calvario que representa para una mujer, cuidar de su belleza en los grandes eventos de la vida.
Durante alguna de aquellas Semanas Santas de mi infancia, mi primo Guido Antonio, nuestro vecino, lloraba a mares para que su mamá le permitiera salir de ángel conmigo. La pobre madre le trataba de explicar que los niños varones no salen de ángel, que debía esperar a estar mayor para sacarlo de apóstol, que además le iba a dar mucho miedo ir tan alto. El niño reclamaba que casualmente lo que más deseaba era ser levantado en andas. Virginia, la mejor amiga de mamá, que estaba muy a menudo de visita en casa, atizó el problema al decirle al atribulado niño: “No mi hijito, lo que pasa es que su mamá no lo quiere, a ella nada le costaría hacerle una peluquita para que usted pudiera salir sentadito en las mismas andas con su prima, como salen todos los hermanitos.” El chiquito no tenía consuelo, cada vez lloraba más, mientras socarrona Virginia se estremecía de la risa.
Para la procesión de viernes en la mañana mamá maquillaba a tirios y troyanos, las Marías, que debían practicar también el parlamento a declamar frente al Nazareno, ángeles, soldados romanos y sacerdotes judíos, los miembros del Sanedrín, aquello era un pandemónium.
Concluida la procesión, al mediodía, íbamos a casa para almorzar. Conformaba el menú el fantástico bacalao a la vizcaína que preparaba tía Eva o en su defecto un arroz con calamares o paella. Se alistaba un altar para velar el Crucifijo en una mesa de la sala, la Santa Cruz al centro, candeleros a ambos lados y flores blancas. Para la procesión de la tarde, del Santo Entierro, morían las campanas. Hasta la Resurrección solamente escucharíamos matracas.
Contristados acudíamos a dar el pésame a la virgen de la Soledad. Las damas se disputaban el privilegio de alzar las andas de la tristísima señora, al menos por unos metros; el recorrido se extendía desde la Iglesia de la Soledad, hasta Catedral, cargando entre mujeres las pesadas andas sobre los hombros.
Entre volutas perfumadas de incienso, las luces pálidas de los faroles en el atardecer, entrando la noche, el rastrillar cansino, de cientos de pisadas, rozando el pavimento, el ambiente se tornaba misterioso. Lleno de significados ocultos, trémula la conciencia invitaba a la piedad. Terminado el acto, los fieles regresábamos a casa para tomar una comida ligera y acostarnos temprano.
El sábado transcurría tranquilo, cada quién en su oración personal, en espera de la fiesta de “La Resurrección”. Al amanecer del domingo “resucitaban las campanas.” Salía a la calle la “Alegre Diana” tocada con entusiasmo por la Filarmonía. Al Señor Resucitado le llevaban en andas y en carrera abierta por las calles.
La Semana Mayor, para los costarricenses de aquella época, fue sagrada, y yo sinceramente me alegro de haber vivido tan profundamente aquellos eventos, sentidos, por una población fervorosa, sencilla, y sobre todo auténtica.
Las niñas, estrenábamos traje negro para la procesión del viernes por la tarde.
En aquel tiempo, si se estaba en la playa o en algún sitio con piscina, el viernes santo nadie se bañaba ni en el mar, ni en piscina, ni en río. Una se podría convertir en sirena. Tampoco circulaba el automóvil y si alguien era visto manejando por la calle, la gente le gritaba “judío” y hasta le apedreaban. Al menos por esos pocos días, el pueblo, volvía a su fe.
El cambio fue progresivo y lento, hasta llegar a lo actual. Yo imagino que el acceso a las comunicaciones, que nos trajo súbitamente a un mundo globalizado, hizo que muchas personas se decidieran a desechar las viejas tradiciones de pequeño pueblo, para vivir al modo como se hace en las grandes ciudades. La forma de celebrar esos días, cambió radicalmente, dio un giro de 360 grados, solamente en pueblos pequeños se mantiene la tradición, en tanto los josefinos volamos a la playa, al volcán, a la montaña, adonde se pueda descansar. Los que pueden hacerlo, viajan al exterior. Se ha menospreciado lo espiritual y priva el culto al físico, todos hacen deporte, juegan golf, o tenis, surfean, andan en bicicleta, semanalmente hacen viajes a la playa, no hay tiempo para más.
En otra dimensión de lo cotidiano, la Semana Santa antigua, introducía también, cambios importantes en las costumbres alimenticias caseras. Dado que todos los bautizados debíamos participar de procesiones y oficios en la Iglesia, en los hogares se preparaba previamente mucha comida, incluyendo conservas, con el fin de que las mujeres, tanto de la familia como las servidoras, no tuviesen mucho trabajo y dejaran espacio para la piedad.
Con semanas de antelación, se preparaban en casa: tamales de verdura y de frijol, dulce de chiverre, higos en almíbar, tamal asado, mazamorra, y otras delicias. Se compraban sardinas enlatadas, atún, mariscos, y palmitos o súrtubas frescos, se preparaba escabeche de pescado y se horneaba repostería que se guardaba en latas grandes. Era usual entre vecinos intercambiar viandas, como un modo amable de socializar. Con los años, la celebración de La Semana Santa, y el antiguo sistema de vida, que imperó durante mi infancia y adolescencia, cambiaron radicalmente. Todavía tuve tiempo para vestir a mis hijos mayores de ángel y de apóstol, y colaboré en la organización de las Semanas Santas en San Pedro, asistiendo a mi vecina y amiga Alda Collado de Cañas, que se encargaba de aquellos menesteres. También el sistema de feriados cambió en oficinas y colegios, los días de la semana santa dejaron de ser libres, se daban vacaciones únicamente jueves y viernes, pero había que trabajar lunes, martes y miércoles, las familias entonces prefirieron disfrutar ese fin de semana en la playa o la montaña. Se acallaron las conciencias llevando la Biblia y un rosario al paseo. Con mi familita cometí igual pecado de omisión y acudí algunas veces con vecinos cercanos y queridos, a pasar los días de la Semana Santa en Puntarenas, que era lo accesible en aquel entonces.

CAPÍTULO NOVENO
LA MUY NOBLE Y LEAL CIUDAD DE CARTAGO Y LOS TERREMOTOS
FUNERALES, LUTOS Y COSTUMBRES
Si fuerte venís, más fuerte es mi Dios,
Que el Espíritu Santo me libre de vos.
Desde el comienzo de la creación, los fenómenos telúricos fueron, en nuestro continente y en diversas regiones del mundo, motivo de trágicos sucesos. En Costa Rica, hubo terremotos en diferentes épocas de la historia. Comenzando el año de 1910, una noticia conmocionó a la población mundial, incluida a nuestra gente.
El temido Cometa Halley pasaría sobre la tierra, y su estela sería visible desde nuestro territorio. Abierta a cualquier conjetura, la prensa mundial resaltaba graves amenazas para el mundo, desatando justificados temores entre la población. Se comentaba sobre la posible colisión del cometa contra el planeta tierra, que lógicamente desaparecería por el impacto. Como segunda posibilidad se decía también, que la cola del astro envenenaría el aire y el agua, acabando con la humanidad. Como alternativa, se habló de que, a su paso, el cometa, ejerciendo atracción sobre la tierra, provocaría terremotos, maremotos y enormes mareas que podrían inundar los continentes. El paso del cometa estaba predicho para el día 18 de mayo de aquel año.
Semana y media antes de esa fecha, el 4 de mayo de 1910, sufrió Cartago el terremoto, que la destruyó en forma casi total. El movimiento telúrico se sintió a lo largo de todo el territorio nacional, con mucha fuerza en la meseta central, especialmente en la cercana ciudad de San José, aunque también sufrieron, las provincias de Alajuela y Heredia. La ciudad de Cartago y sus alrededores, fueron la región más afectada. Sufrió Cartago múltiples pérdidas humanas y materiales. Las familias de la vecindad salían de sus viviendas para construir ranchos, que se llamaron “tembloreras” en los predios vacíos y en los patios, para dormir a salvo, con menos temor de quedar enterrados por paredes que podrían derrumbarse sobre ellos durante la noche. Mamá recordaba con terror los funestos días, que a ella le tocó vivir. Cuando temblaba, las personas experimentadas, entraban en pavor, porque, eran de esperarse réplicas posteriores. En aquel tiempo, las amas de casa guardaban palma bendita, y la quemaban ante un altar cuando temblaba o había tormenta y rayería.
La población de Cartago está situada muy cerca del volcán, en sus propias faldas. Aquella ciudad fue nuestra primera capital, y aún cuando dejó de serlo, continuó considerándose la ciudad de mayor ralea, predilecta de la sociedad costarricense de aquel tiempo. Residían allá la mayor parte de las familias de abolengo, y aunque muchos se trasladaron a San José después del terremoto, en el sitio quedaron muchas otras. Entre ellas, parientes cercanos de mamá: tíos, primos y primas, por lo que ella y sus hermanas, viajaban a menudo hacia la vieja metrópoli y se hospedaban en casa de las hermanas Echeverría Jiménez, que, huérfanas de madre, vivían en casa de sus tías maternas, cuyo hogar es todavía conocido como “El Vaticano de Cartago”, por la evidente actitud piadosa de los miembros de esa distinguida familia.
Las turistas josefinas se divertían, en la vieja metrópoli, presentando veladas artísticas, en las que participaban actuando en diversos papeles. Mamá contaba, que, en una ocasión, se presentó junto con varias de sus primas en una velada, ataviadas todas como vestales griegas, cubiertas por sábanas y de pie sobre columnas. Minutos antes de abrir el telón, entró la tía Pepa Castro quien dando jalonazos a las pretendidas túnicas, las dejó flojas como sacos de papas, precariamente sostenidas sobre cada columna. Cuando se abrió el telón, las supuestas estatuas se balanceaban con sus túnicas flotando alrededor y desde luego, la presentación fue un rotundo fracaso. La honesta tía, no podía permitir esa inmoralidad en sus sobrinas, aquellas sábanas tan ajustadas, mostraban los cuerpos de las niñas cual si estuvieran desnudas. ¡Quiera Dios, que desde donde esté, no pueda la tía Pepa observar hasta dónde llega el desparpajo en la moda y las costumbres de la juventud actual!
Los mejores “saraos” se daban en la vieja capital, los paseos a diferentes localidades de esa provincia eran famosos, hay lugares bellísimos para visitar, y además la “crema y nata” de la sociedad vivía aún allá. Después del terremoto algunas familias cartagas emigraron hacia otras regiones, la mayoría hacia la cercana ciudad de San José. En el recorte de un periódico antiguo, leí la crónica que relata, cómo, el sacristán y el sacerdote de la Iglesia de San Nicolás, salieron una noche con la Cruz Alta y un incensario, atravesando las calle desiertas de la ciudad, para conjurar a los demonios que en ese momento visitaban la casa de doña Manuelita Páez. En esa casa se celebraba un baile y las parejas, ¡horror de horrores! estaban bailando pegados, cuerpo con cuerpo, el sacerdote excomulgó a todos los asistentes. Fue un descomunal escándalo.
También se comentaba, entre vecinas, sobre la dama encopetada, que por muchos meses vieron pasar por las aceras, vestida de monja, para encontrarse furtivamente con su amante, casado, que para tal efecto vestía sotana. Se encontraban los amantes para su cita romántica en las ruinas de la Parroquia. La murmuración en aquella ciudad fue pan de cada día” Pueblo chico infierno grande”.
Desde época de la colonia, la población de Cartago, en su mayoría, se plegó a los mandatos de la Santa Iglesia. Las damas piadosas, incapaces de malos pensamientos, tenían una vida aburridísima, e hicieron de la murmuración el deporte general por largo tiempo. No se salía de casa por las noches, las mujeres decentes se retiraban temprano a rezar el rosario y a dormir; de ser posible misa y comunión diaria, recato y abstinencia en todos los aspectos. Los lutos allá eran exageradamente serios y así se hizo famosa una niña que nació póstuma, meses después de fallecido el padre. La bautizaron con faldón negro y para el resto de su vida en la vieja metrópoli se llamó “La golondrina.”
Cartago, por largos años, continuó siendo una provincia muy importante. Allí se construyó el primer templo, dedicado a la entonces patrona oficial, del país: “Nuestra Señora del Rescate de Ujarrás”, imagen que llegó hasta nuestras costas en manos de los primeros misioneros que arribaron como colonizadores y cuyas ruinas adornan el Valle de Ujarrás, hoy declarado Patrimonio Nacional.
En otra comunidad pobre, conocida como “La Puebla de los Pardos”, la imagen de piedra de la Virgen María se apareció en repetidas ocasiones a una indita, quien, creyendo que era una muñeca, se la llevó a su casa. La imagen desaparecía y cuando la indita regresaba a buscarla, la muñequita estaba de nuevo sobre una piedra en el río. La niña Juana Pereira, reportó el caso a la iglesia, e insistió, hasta que consiguió que el señor Arzobispo la acompañara. El Señor Arzobispo al fin pudo verificar el milagro y en el mismo sitio se levantó, tiempo después, el primer templo para la veneración de la pequeña imagen de piedra. Sus devotos fueron mejorando el templo hasta llegar a construir la hermosa Basílica que hoy la aloja. “Nuestra Señora de los Ángeles” desde entonces es nuestra Patrona Nacional. El día dos de agosto de cada año, el país se vuelca en manifestaciones de piedad y hay Peregrinación Nacional, hasta la basílica, situada en el centro de Cartago, en el mismo sitio en que la muñeca se aparecía. Desde días antes peregrinos de todas las provincias inician la marcha y son millones los que llegan hasta el templo a dar honor a su Madre Celestial. ¡Pareciera que desde el cielo la Virgen les escogió para ser su vecina! La belleza de la aquella provincia es indudable, espectacular: lo es la vista que ofrece el Valle del Guarco desde la carretera. El clima es delicioso y es, para los enfermos, privilegiado.
Un clima frío y lluvioso, en donde la silampa humedece el ambiente. Por eso en su momento, allí se construyó el Asilo Antituberculoso,
El Volcán Irazú está situado casi en al centro de esa población.
Hoy en día esa zona del volcán es Parque Nacional, muy visitado por turistas. Cuando el clima lo permite la vista es hermosísima. Es un volcán majestuoso, en plena actividad, con dos cráteres enormes y una laguna impresionante. Al centro de la ciudad, permanecen las “ruinas de la parroquia”, un templo, que varias veces se quiso restaurar y que, antes de finalizar su construcción, fue destruido por un terremoto. Cada vez que se intentó concluirlo, otro terremoto azotaba la ciudad. Existe la leyenda de que allí se aparece el “padre sin cabeza”, un sacerdote que traicionó a su hermano y a quien éste decapitó en venganza.
Nuestro pueblo conserva, decenas de leyendas, de aparecidos y difuntos, cuentos de miedo. ¡La población de aquellos tiempos era muy creyencera! Fuimos un pueblo novelero y romántico, enamorado de lo sobrenatural.
En la periferia de las ciudades hubo siempre grupos de adivinas leyendo las líneas de la mano, interpretando la baraja española, jugando la guija y cosas por el estilo. A muchas personas les interesan esos temas que siempre han causado polémica y curiosidad. Existen filosofías que aseguran disponer de sistemas para comunicarse, los humanos, con seres del inframundo. La iglesia católica sostiene, en el concepto de la “Comunión de los Santos” que es dogma de fe, que los vivos podemos interceder ante Dios por los muertos y ellos por nosotros.
Todavía escucho los relatos que hacía mamá, en algunas conversaciones que sostuvimos sobre ese tópico. Ella contaba, que, durante su luna de miel, un cuadro que tenía en la pared del dormitorio con la fotografía de su madre se iluminó de pronto. Aquella fortísima luz les despertó a los dos, y tanto papá como ella quedaron muy impresionados cuando al amanecer llegó un telegrama anunciando la muerte de doña Aurelia.
También recordaba, que mientras sus hermanos estudiaban en la Universidad de San Salvador, un buen día la dueña de pensión les dijo, al verlos ingresar al establecimiento: “Muchachos, les tengo una gran sorpresa”. Ellos subieron a su dormitorio, en el segundo piso de la casa, y no encontraron nada. Bajaron de nuevo, e interpelaron a la señora, quien, en diversas oportunidades, había recibido a don Genaro en su casa de pensión, adonde acostumbraba alojarse con sus hijos, por lo que le conocía muy bien. Molesta por la duda, la dama les respondió: personalmente vi llegar esta mañana a su papá, él subió a su cuarto y nos saludamos al cruzarnos en la escalera. A mitad de la plática, un empleado de correos vino y entregó el telegrama, anunciando el fallecimiento de don Genaro, acaecido aquella misma mañana.
En aquel tiempo, en Costa Rica, sobre todo entre campesinos, hubo consejas de vecinos y comadres, que, en noches de luna, compartían cuentos sobre aparecidos, fantasmas, luces de muerto y fuegos fatuos. Nuestros campesinos habitaban casas oscuras, en los campos no había luz eléctrica. Los caminos polvorosos, que eran apenas trochas entre matorrales, no tenían tampoco iluminación. A menudo aquel trillo pasaba frente al cementerio y allí se producían fenómenos químicos que hacían que de las tumbas brotaran aparentes luces “fuegos fatuos” lo que les asustaban mucho.
Cuando la luna era espléndida, las nubes producían sombras y formas sobre los campos, era fácil adivinar un monstruo, un diablo o un fantasma. De dichas experiencias, brotaron historias como las leyendas autóctonas, con vigencia en toda Centro América, de “La Llorona”, “El Cadejos,” “La carreta sin Bueyes”, “La Tule Vieja” y las casas con botija.
En cuanto a las botijas, tuvimos en la familia, el relato de la experiencia de unos parientes, que, pasando por una época económicamente difícil, debieron abandonar su casa. Ellos aceptaron el ofrecimiento que se les hizo de ir a ocupar, por el tiempo que fuese necesario, la casona solariega de Los Yoses, casa que todos recordamos, y que fue originalmente de los bisabuelos Salazar y Aguado.
Durante meses, escucharon temerosos toda clase de ruidos, y se aguantaron el miedo, por necesidad, pero cuando del techo les cayeron monedas de oro antiguas “doblones” que alguien les lanzaba desde arriba, salieron despavoridos y abandonaron la casa “embrujada”. La propiedad fue vendida a un extraño y el nuevo dueño se hizo millonario porque, al derribar la casona, para construir un nuevo edificio, se encontró la “botija”, que, guardada a buen recaudo, había escondido el bisabuelo dentro de las paredes.
La llamada botija, consiste en ocultar una tinaja de barro panzona, o una caja, llena de dinero, joyas y valores, dentro de alguna de las paredes del edificio en construcción. Como no existían bancos en donde guardar el dinero, por seguridad recurrían a ese sistema. No confiaban a nadie el secreto y si fallecían sin dejar una carta o un documento con el notario, nadie sabría dónde estaba la herencia de la familia. Otra errada forma fue la de guardar los fajos de billetes dentro del colchón. A veces la señora cansada de que aquel “viejo avaro y cochino” que se empeñaba en no cambiar su colchón, cuando el viejo salía, la esposa le prendía fuego y le compraba uno nuevo. Es fácil suponer el disgusto que se llevaba el pobre señor. Nuestros ancestros, fueron frecuentemente ingenuos, ignorantes, y crédulos.
Vivían una época en que, mundialmente, se difundían cuentos de ultratumba y por desconfiados, se llevaban el secreto a la eternidad, en perjuicio de la familia que, al no tener conocimiento del asunto, se deshacía del inmueble o quemaba el colchón sin investigar. Existe en la música, para los grupos de bailes folclóricos, una pieza que se llama “La Botijuela”.
El hecho de que, a veces por error, se sepultara a personas vivas, víctima de un ataque de parálisis momentánea, tuvo mucho que ver con esos temores. En los cementerios, se encontraron tumbas, donde los ataúdes habían sido abiertos. Los guardianes habían escuchado sonidos durante la noche, y al abrir la tumba, se toparon con la novedad de que el difunto se había dado vuelta. Aterrorizado, el infeliz enterrado, rasguñaba la madera del cajón, hasta despellejarse los dedos, para finalmente morir asfixiado. Dichos hallazgos, alentaron la proliferación de literatura del horror, que en aquella época fue de lo más popular.
Provocó también, el que los enfermos, en situación extrema, pidieran a sus familiares y médicos, que les cortaran las venas al momento de enterrarlos, porque no querían morir asfixiados. Dichos hallazgos, alentaron la proliferación de literatura del horror, que en aquella época fue de lo más popular.
Estos acontecimientos provocaron, también, que los enfermos en situación extrema, pidieran a sus familiares y médicos que les cortaran las venas al momento de enterrarlos; no querían morir asfixiados. La ignorancia propiciaba tales historias.
En ocasiones de temor o de peligro, la madre se arrodillaba para rezar con nosotros el Trisagio, y hacer que el maligno pasara de lejos. Esas costumbres añejas, que hasta cierto punto, hoy nos parecen disparatadas, fueron en su momento el pan nuestro de cada día. Tan duro de comprender para la generación actual, como es difícil para los mayores, comprender muchas de las teorías y prácticas que hoy se perpetran en contra de todo lo que fuera sagrado, hace menos de un siglo.

¿SERÁ QUE YA NO AMAMOS A NUESTRA CIUDAD, A NUESTRO PAÍS?
Costa Rica en su totalidad, y especialmente la ciudad de San José, conserva pocos recordatorios de tiempos pasados. Entre los monumentos importantes que aún ostenta, tenemos el Cementerio General de San José, un precioso predio declarado recientemente Monumento Nacional, hermoso jardín donde se localizan las bóvedas de la mayoría de las familias de postín, es un sitio elegante, en el que se yerguen bellas esculturas entre macizos de flores. No supimos conservar casi ningún monumento o edificio de tiempos de la colonia, la lista, para mi ciudad de San José, se limita a este cementerio, el Teatro Nacional y el Edificio de Correos, que retratan la elegancia de una época. Tenemos, en Cartago las Ruinas de Ujarrás y las de Orosi, en la ciudad de Nicoya la vieja Catedral, y en Heredia el Fortín y pare de contar.
El costarricense no es nacionalista y es muy descuidado, a veces por indiferencia hemos permitido que las escasas construcciones bellas que heredamos hayan sido destruidas por la inconsciencia de algunos y la pereza de los demás.
Nos cruzamos de brazos cuando vimos desaparecer el Obelisco del Paseo Colón, igual reacción tuvimos cuando fueron abandonados el tranvía, y los ferrocarriles decisión que nos afectó a todos: produciendo la destrucción de la mayoría de las carreteras, al sustituirse el tren por furgones extranjeros. Permitimos que se derribara el edificio de la Biblioteca Nacional, que era una joya, para usar el terreno como estacionamiento de automóviles. Del elegante y señorial Parque Central de principios de siglo, fueron retiradas las elegantes rejas de hierro, las bancas siglodieciochezcas, el kiosco ornamental de hierro forjado y la fuente con la estatua de la fábula de Leda y El Cisne, todo con el objeto de construir en su lugar las actuales y horrorosas bancas de mampostería. Se encementaron los espacio de jardín, y en el centro fue colocado el espantoso kiosco que nos donara, con posible buena voluntad, un gobierno amigo. Otro acto imperdonable, fue cortar las elegantísimas araucarias, de la Iglesia de la Soledad, que, si enfermaron, fue por falta de cuidado y desinterés, lo mismo sucedido recientemente al gran árbol esquinero de la Casa Amarilla, nuestra Cancillería, que perdió su lucimiento en el desierto dentro del que se encuentra.
En vez de inspirarse en la arquitectura que ostentaron las primeras construcciones de la Avenida Central, de estilos Art Nuveau y Art Deco, con balcones y relieves de estuco que hicieron furor en su época en todo el mundo civilizado y que adornan todavía las grandes ciudades de Europa, México y Sur América, nuestros gobernantes y empresarios destruyeron muchos de esos edificios, para edificar en su lugar, edificios cuadrados como cajas, que no duraron ni veinte años.
Me estremezco al recordar que el edificio construido por mi tío Chisco Salazar, para la Universidad de Costa Rica, en el que llamábamos el potrero de los gallegos, fue simplemente destruido casi nuevo, para construir en el sitio los edificios de La Corte Suprema de Justicia., como si no hubiese otro sitio disponible para dicho efecto. Felizmente no atendieron la sugerencia de quien pretendió retirar del Morazán, el hermoso quiosco, Templo de la Música, para poner allí un busto de Carlos Gardel.
De las antiguas aceras, que fueron construidas con grandes, cuadrados y uniformes bloques de piedra, sin rubor alguno se los robaron todos, igual que se roban las placas y argollas de bronce de los mausoleos del cementerio, las tapas del alcantarillado, los hidrantes de la calle y el alambre de las conexiones telefónicas y eléctricas de la ciudad. Los parques, planeados originalmente por los fundadores para ser pulmones de la ciudad, con sus árboles nativos que engalanaran el entorno, son ahora anodinas extensiones de cemento. Con el boom del interés en el ambiente, apenas comienzan los ecologistas a introducir el color verde en el desierto que nos circunda.
Se destruye sin misericordia uno de los más bellos pueblos que tuvimos: Escazú, del que admirábamos sus casas típicas con hornos al frente, jardín y chayotera, las calles de piedra de río con un caño en el centro, frente al azul maravilloso de sus montes. Su belleza se ha visto convertida en un arroz con mango, ante la construcción masiva de grandes torres de condominios, todas idénticas, sin aceras para peatones, y sin planeación alguna, ojalá no sufran a muy corto plazo escases de agua, porque las fuentes originales se están agotando por el exceso de construcciones.

FUNERALES Y LUTOS
Refiriéndome al tema de la muerte, inevitable destino del humano, visto y tratado hoy en otra forma, intento recordar, la manera en que se vivieron y desarrollaron los entierros y luto en mí tiempo; con costumbres diferentes a las actuales.
Normalmente, el cuerpo del difunto permanecía en su casa de habitación velándose la noche entera; el servicio de funeraria, se utilizaba únicamente para transportar el féretro de su casa a la iglesia, para el Servicio Religioso, y después al Campo Santo. De otra forma se habría visto como una ofensa al deudo desaparecido, sacarlo de “su” casa para llevarle a un sitio de alquiler.
Calculado el tiempo, para no provocar retrasos, a la hora indicada, la caja mortuoria era conducida, primero hacia la iglesia, y luego hasta el cementerio en un elegante, altísimo y tétrico coche fúnebre, negro como la noche, decorado con detalles dorados y conducidos por un cochero elegantemente trajeado. Para hacer más llamativa su apariencia, esos coches eran jalados por varias parejas de caballos percherones, enormes, una raza especialmente corpulenta de caballos de paso, que, acicalados con cintas y plumas en las crines, daban clase al suceso.
Aquel coche semejaba ser una carroza palaciega del bosque de Chapultepec, aunque menos colorido. A mayor elegancia del funeral, más troncos de caballos llevarían los coches. Por lo general iban tres carros en fila, el principal llevaba la caja mortuoria, y los otros dos las ofrendas florales, que enviaban los parientes y amigos de la familia.
Desfilaba el cortejo a paso lento, por la media calle, primero los coches y atrás, caminando lentamente, el grupo de asistentes los seguía desde la iglesia hasta el campo santo, no importaba la distancia, la hora, ni el tiempo que hiciera. Con lluvia o con sol el cortejo seguiría tras el carro hasta la propia tumba del occiso.
Las damas con zapatos de tacón alto y sombrero, o toalla por la cabeza, cumplían con la agobiante jornada, aunque la temperatura en los cementerios, sobre todo por la mañana, es bochornosa. Los caballeros llevando traje entero, camisa de vestir, corbata y saco. La noticia de la muerte de “alguien conocido” implicó acudir, cuanto antes, a casa de los parientes del difunto vistiendo de luto riguroso: traje negro de manga larga, ojalá sin adornos ni joyas, sobre todo si había con ellos parentesco en algún grado. Se usaba luto en el traje, y se cancelaban las posibles diversiones, según la obligación que se tuviera con el difunto y con su familia. De ser el duelo en el seno de la propia familia, existía una escala de luto para los deudos más cercanos: Por el padre o la madre, exigía al menos dos años de luto rígido, traje negro y sobrio pudiendo aliviarse con un “medio luto” algún adorno blanco o gris por seis meses más, sin asistir a eventos sociales, ni al cine ni al teatro. Los dolientes, especialmente las damas, saldrían de casa únicamente para asistir a oficios religiosos, a la iglesia. Por fallecimiento de un hermano o hermana la cuota era, de rigor, al menos un año el luto rígido y un mes de medio luto. Por tíos, primos y amigos quince días. Por vecinos al menos nueve días.
Por muerte del esposo o de la esposa, se llevaría luto para el resto de la vida. Las viudas, debían obligatoriamente usar ropa negra de pies a cabeza, en algunos países con un velo largo que por detrás llegaba al suelo, sin maquillaje ni joyas. Esto incluía la ropa interior y la de dormir, costumbre terriblemente malsana que los médicos dichosamente lograron erradicar.
El viudo en cambio usaría, por igual espacio de tiempo, corbata negra y un lazo en la solapa o en el brazo, para indicar su estado, un luto bien “llevadero” por cierto, que incluso les hacía verse más interesantes, para las palometas, que ya durante el entierro, comenzaban a revolotear alrededor. En innumerables casos, el viudo conseguía repuesto en la misma ceremonia del entierro de su mujer.
Mamá experimentó la pena de perder a su madre cuando apenas comenzaba su luna de miel. Meses después tuvo un nuevo dolor al perder a su padre y así se fueron sumando por varios años, defunciones en el seno de la familia. A pesar de que en esa época mis padres vivían en una finca en la línea de Limón, sometidos a un clima extremadamente caluroso, insalubre y húmedo, mamá usó luto rígido con media de hilo larga negra y toalla por la cabeza durante los primeros nueve años de matrimonio. ¡Todavía no me explico cómo el matrimonio subsistió!
De pequeña y durante la juventud, a menudo me vi en la situación, de tener que usar nueve días de luto, por primos y parientes que nunca conocí.
Y cuando llegó mi primer duelo, a la muerte de papá, me sentí terriblemente culpable cuando, en una ocasión, mi marido me obligó a acompañarle al cine. Ya habían transcurrido dos años desde el deceso.
Se esperaba que durante los primeros días, familiares y amigos acudieran a la casa en duelo, cada noche, a rezar el rosario. El noveno día se celebraba una misa en la Iglesia Parroquial, a la que todos asistíamos y a la salida, era obligación de los dolientes, servir un espléndido café para los asistentes.
Fue una época en que la muerte era vista como un castigo, algo temible y poco natural, había mucho morbo a ese respecto. Hoy en día sería imposible asistir a todos esos compromisos, nos echarían del trabajo por ausencia injustificada. La manera actual de cumplir sin exageración, sería, en primer lugar asistir al funeral en la iglesia, dar el pésame en forma personal, y luego presentarse al menos a una de las misas del novenario o septenario. Los deudos repartían recordatorios, estampas con una oración y la fotografía del fallecido, que generalmente se guardaban en el “Breviario o Libro de Misa” con el objeto de rezarlas cada vez que se abriera el libro, para ofrecerlas en alivio y descanso del alma que partió. Cuando ya no cabían en el libro, mamá las quemaba, eran reliquias.
Hoy las sustituyen por un recuerdito diferente, un pequeño rosario, una estampa o un marcador de libro. Los periódicos, hacían una extensa crónica del suceso, en su sección de sociales, hasta con fotos, y la familia pagaba una tarjeta, anunciando el fallecimiento de su pariente, invitando a la ceremonia religiosa, costumbre aún en boga. La mayoría de difuntos de aquel tiempo, fueron sepultados en el cementerio general, o en el Cementerio de Extranjeros, abierto por aquella generación para miembros de otras iglesias, o en el cementerio obrero, para gente humilde.
Mucho más cercano en el tiempo, cuando el cementerio general agotó su capacidad, se abrió el “Cementerio Jardines del Recuerdo” en la finca que fuera de mi bisabuela en “El Barrial” de Heredia, con tumbas en tierra, sin monumento ni adorno. Una placa sencilla con una pequeña jardinera, indica el sitio de reposo del difunto, al estilo norte americano, más práctico pero mucho menos elegante. Aquellas leyes sociales, sobre todo los pésames y los lutos desaparecieron, y el que no pudo ir al entierro de un conocido, asistirá a alguna de las misas que se celebran esa misma semana, de lo contrario no hay forma de dar el pésame, a no ser por correo o telégrafo, o en caso extremo por teléfono. Dichosamente no se hacen visitas a casa de los deudos. ¡Hoy en día esas costumbres están obsoletas, gracias a Dios!
Otra tradición de familia, cuando fallecía alguno de sus miembros, fue la de hacer un álbum, donde se anotaría todo lo referente al deceso, la vela y las misas ofrecidas por el alma del difunto, quién vino a dar el pésame personalmente, puso telegrama o escribió, quien mandó al sepelio ofrenda floral, si alguno llamó por teléfono o mandó recado. Conservo en mi poder los cuadernos que mamá recopiló en cada una de tales ocasiones, allí están pegados, con goma, los recortes de los diarios, las tarjetas y los telegramas de pésame recibidas.
El pobre de solemnidad, no tiene tiempo que perder. Entre ellos, la caja de pino con el difunto va al cementerio, en hombros de su gente, no pueden afrontar el gasto de coche fúnebre, ni misa cantada o crónica social. Los que viven en San José y alrededores, cuya familia tuvo la prevención de comprar un espacio a tiempo, son enterrados en el cementerio obrero, vecino inmediato del cementerio general. Los que no tienen un nicho allá, deberán buscar espacio en otros cementerios más humildes y lejanos. Hubo varios lotes atrás de los cementerios principales dispuestos para tal uso, que ya cubrieron su capacidad. Han surgido nuevos cementerios en Desamparados y otras comunidades.
EL TRANSPORTE- VIAJES AL PUERTO
¿Mama y cómo vamos? ¡Hijita, pues en carreta…!
La luna alumbra, y el huellón de la carreta sigue el camino ¿Compañero adónde vas? Es el camino que conduce a una coqueta, la que quisiera yo a la polca ahora llevar…La luna alumbra, y el huellón de la carreta, aunque quisieras no me podés consolar, Para olvidar yo la traición de esa coqueta, no te he jalao ni las riendas pa llorar…
Los medios de transporte, utilizados antaño, por nuestros campesinos para llegar a la ciudad, fueron elementales y primitivos. Los antiguos costarricenses se trasladaban a pie. Casi todos los campesinos acomodados tenían al menos una “bestia”: un caballo, una yegua o una mula, eran jinetes experimentados, muchos poseían una carreta con su yunta de bueyes, que por años fueron los únicos medios de transporte. De no contar con alguna de esas comodidades, el vecino en congojas lo pedía prestado a otro vecino, a un pariente o a un compadre, dichos medios de transporte eran accesibles, y para transitar por caminos tan malos, eran los adecuados.
Fueron primitivos también, los medios empleados por los primeros inmigrantes para llegar, desde sus sitios de origen, hasta nuestras costas. En destartaladas galetas o galeones, salían de algún puerto, apoyados por sus escasos conocimientos sobre navegación, una brújula y un mapa, atravesaban el océano, con coraje y valor. Posiblemente contrataban un capitán, y una tripulación, pagando el alto precio, algunas veces con su propia vida. Una vez en tierra, dependiendo de la zona y de la época, podía ser que esos inmigrantes viajaran en tren, en lancha, en panga, en cayac, en carreta, carretón, o a caballo. Tengo el testimonio de mi tío Manuel, de que la bisabuela viajó en palanquín, alzado por esclavos, desde Nicaragua.
En la capital el transporte terrestre se redujo a: carretones tirados por mulas y carretas de bueyes, algunas bicicletas y carritos repartidores. Existía en la capital una modesta flota de volantas particulares, carrozas tiradas por caballos, previo a la llegada de los primeros automóviles en la época de los veinte, de los que, dada la idiosincrasia de aquella gente austera, llegaron pocos a Costa Rica, existe la anécdota de la oportunidad cuando chocaron de frente, en la avenida central, los únicos dos automóviles privados, con que contaba la ciudad.
Durante los primeros años de la colonia, los ricos se desplazaban en volanta, y los pobres en carretón, en tren, en burro car, y la mayor parte del tiempo a pie.
Y en las costas los pescadores se trasladaban en pequeñas “pangas”, barcazas, chalupas, lanchas de remo y más adelante lanchas con motor fuera de borda, después el Ferri. Mucho más tarde aparecieron los yates lujosos que hoy guardan en las numerosas “Marinas” de nuestro litoral. Allá por los años cuarenta, en San José aparecieron las “cazadoras”, camionetas para el servicio público, que atendían recorridos a pueblos cercanos, con motor metálico normal y chasis de madera adosado al mismo, de fabricación nacional.
Se importaron buses de la marca “Magirus” ensamblados en Alemania, que hacían el servicio de transporte de pasajeros a las provincias y se empezaron a utilizar los camiones de carga, desechando los tradicionales carretones. Ya para entonces en la capital, algunas compañías brindaban el servicio de autos de alquiler, en empresas particulares y por teléfono se podía solicitar el servicio. Después se estableció el servicio de taxis, y se contrató a diversas compañías de autobuses, para cubrir distintas rutas. En San José, al centro de la avenida central, tuvimos nuestra línea de tranvías, un medio de transporte que gozó de mucha popularidad. Aún el país no ofrecía grandes atractivos para los extranjeros, al carecer de comunicación con los puertos, las verdaderas bellezas de nuestra patria estaban ocultas; sin embargo la ciudad capital era bella, su clima excelente y cálida su gente, lo que era atractivo para un sector de los viajeros. Construido el ferrocarril comenzó la afluencia de turistas, y el pobre gringo que subía al tren rumbo al puerto, si comía un gallo típico durante el recorrido, o un ceviche de chuchecas en el puerto, regresaba enfermo, con fuertes dolores de estómago, vómito y diarrea, los norteamericanos de entonces no estaban preparados para ingerir nuestras comidas, grasosas y sin esterilizar, en su tierra gravitaban en una burbuja aséptica y su organismo no soportaba la dureza del cambio. Por eso me resulta doblemente grato y sorprendente ver hoy a Costa Rica convertida en primerísimo destino para el grueso del turismo, no solamente norteamericano sino también europeo, un turismo ecológico que beneficia grandemente a ese sector y al país en general.
Costa Rica es un país democrático, la vida se supone tranquila, el clima es excelente, la población es receptiva y amable. La deficiencia en carreteras y autopistas, es actualmente y desde hace varios años, nuestro mayor enemigo en ese aspecto. Hoy esperanzados contemplamos el mejoramiento de las carreteras que conducen a los puertos. Aunque ya nos alcanza la ola de violencia que impera en el resto del mundo, todavía Costa Rica ofrece grandes ventajas para el viajero, aún con la amenaza de maras y pandillas que asolan a los otros países centroamericanos, y obstinadamente pretenden penetrar nuestro territorio.
En la Sabana, se construyó el aeropuerto, el “Aeropuerto de La Sabana”, fue nuestro primer puerto aéreo internacional. Al servicio de vuelos locales, se abrió otro aeropuerto en Pavas, que nos comunicó con el interior de la república. Cuando las condiciones mejoraron, y construcciones elegantes y sobrias engalanaron el centro, San José se convirtió en una ciudad bonita, la Suiza centroamericana, la tacita de plata tan alabada.
La cultura general de la población durante aquellos años, su amabilidad, su respeto y su conducta, nos hacía presentarnos ante el mundo como un país excepcional, sobre todo en una región que para entonces se consideraba muy peligrosa, dado que continuos movimientos del narco tráfico internacional, golpes de estado y gobiernos de facto tenían lugar en casi todos los países del istmo centroamericano. Mientras el resto de Centro América vivía en constante lucha, Costa Rica permanecía pacífica y amigable, todavía vivíamos en paz; desgraciadamente las condiciones han cambiado, el carnaval del mundo nos alcanza y temerosos esperamos al gobernante de voluntad férrea, que pueda dominar las fuerzas externas que nos aterrorizan y pretenden destruirnos, y regresar al pacífico rincón que supimos ser, con nuestra propia gente buena y noble, sin personas de otras latitudes que traigan retroceso y angustia a la población.
EL DEPORTE
Durante la época, aparte del invariable futbol y mejengas, eterna afición de nuestra gente, fueron populares deportes como el tenis, practicado sobre todo en residencias y clubes sociales, el polo que jugaba un grupo de señores elegantes, en el Country Club y otros juegos de bola como el criquet, el ping-pong, y can o pases peleados, que juegan en los colegios. No había golf en nuestro humilde panorama.
Para los muchachos de mi tiempo hubo dos deportes, que casi todos, varones y damas, practicamos en aquella época como diversión, y que para el peón y el campesino resulta indispensable en el trabajo de finca, para cruzar los ríos y llevar a cabo los trabajos de campo, y la natación, ambas actividades aprendidas en vacaciones, en fincas de recreo de gente adinerada, donde había cuadras, potreros y piscina. La primera piscina conocida estuvo en la finca Echeverría, entonces propiedad de mí bis abuela, hoy Cervecería Costa Rica, en Río Segundo de Alajuela. Y la primera piscina pública que recuerdo, fue la del balneario de “Ojo de Agua”, en la misma zona. Hubo otra en Patarrá, que se llamó el “Balneario de Los Juncales”, allá iba a pasear gente de pueblo y en el barrio de la Soledad estuvo la Pila Volio. Posteriormente la piscina de los Cruz, en San Pedro de Montes de Oca, adonde Alfredo Cruz enseñó a nadar a los niños de toda Costa Rica.
Hubo piscinas privadas en clubes sociales, como el Tenis Club, el Country Club, el Club alemán, y el club de Caló en Bello Horizonte, para uso exclusivo de socios y sus familias. La mayoría de los muchachos de nuestra época, aprendieron a nadar en las pozas que, a lo largo y ancho de la ciudad, refrescaban el ambiente. Ellos nadaban desnudos, utilizando las piedras del río como tobogán y dejando escondidos bajo ellas las ropas, los zapatos y las medias.
Tuve la gran suerte de contar con amigas y parientes propietarias de haciendas y fincas, donde aprendí a montar a caballo. En Tres Ríos, en la hacienda “La Laguna”, en “Field” de los Montealegre, haciendas cercanas de amigas muy queridas, también en Heredia, en la finca “Los Espinos” de mi padrino y en “El Monte”, la finca de don José Marín Cañas.
Montar a caballo es muy agradable, un placer y un deporte que casi todas las jóvenes de aquellos tiempos practicábamos en época de vacaciones. Algunas herederas de grandes haciendas se convirtieron, con la práctica prolongada de la equitación, en “jinetes profesionales” e incluso una de mis mejores amigas llegó a ser juez internacional en tales eventos, después de la fundación del picadero de “La Caraña” en Guachipelín. Ya para entonces era un deporte exclusivo, elegante, para la élite, se invirtió en la compra de animales de pura sangre, de elevado costo, y para montar se llevó uniforme al estilo inglés.

CAPÍTULO DÉCIMO
RELACIÓN CON EL PERSONAL DE SERVICIO
En aquel tiempo, nuestra relación con las empleadas domésticas de la casa, era familiar y estrecha, la familia consideraba a la empleada parte suya, generando en ella gratitud; pues retribuía con fidelidad y respeto el cariño con que era tratada. Aquella empleada jovencita e ingenua habría comenzado su vida laboral a los trece o catorce años de edad y permanecería posiblemente con la misma familia hasta su muerte; la patrona habría sido su mentora en el aprendizaje del oficio y también en su vida moral y religiosa. Al no existir leyes laborales, prestaciones, ni aguinaldo, en navidad, mamá y la generalidad de las señoras, les compraban regalos a las muchachas del servicio, para cada una: al menos dos cortes de tela, para que se mandaran a hacer trajes nuevos, una sombrilla, un sweater y algo de ropa interior, y tal vez “un carriel”, ellas quedaban agradecidísimas. Cuando enfermaban, la familia se encargaba de llevarlas con su médico y conseguirles la medicina. Para la clase adinerada de entonces, fue fácil, encontrar buen servicio doméstico, lo había confiable, eficiente y barato. El mercado de empleadas domésticas entre las campesinas, era criollo, nativo, la mayoría de esas jóvenes eran nacionales.
Las extranjeras que ingresaron como empleadas domésticas de alguna embajada o familia foránea, casi siempre permanecían entre nosotros, cuando regresaban a casa sus patronos, porque el trato familiar, a nuestro estilo, no existía para ellas en otras latitudes, y mucho menos en sus países de origen, donde se les vio casi siempre como inferiores.
Una opción para conseguir empleada doméstica recomendada, era solicitar a las religiosas del Hospicio de Huérfanos, alguna de las niñas que salían graduadas. Esas Hermanas de la Caridad, que les acogían al faltar sus padres, les enseñaban, además de los oficios domésticos, a coser, bordar y tejer. De no ser así, al faltar la empleada por cualquier motivo, la señora iba de visita a algún pueblito cercano, y ahí podía solicitar ayuda en la Casa Cural. Relataría el motivo de su visita y le sería señalada alguna muchacha deseosa de “colocarse “en una casa buena. La señora regresaba con el problema solucionado, al menos con la promesa de que tal o cual día llegaría la joven a su casa, acompañada de su papá, para conocer a la familia y recomendar su buen cuido. El campesino, necesitaba, que sus hijos mayores, le ayudaran a mantener, a su numerosa prole, a veces hasta de doce o trece hijos.
En tiempos más antiguos, cuando aún no había teléfono, hubo un varón encargado de hacer los mandados, que diariamente iba de casa de la bisabuela, a la de cada uno de los hijos, para preguntar ¿Cómo amanecieron? Y ¿Qué se les ofrece?
Decían mis tíos que “Ñor Dolores”, (que así se llamaba el mandadero de la señora) estaba cursando una maestría en botánica. Cada vez que pasaban por el parque, Ñor Dolores estudiaba alguna hierba o planta, profundamente concentrado en hacerlo. El pobre tipo pasaba todo el día como una lanzadera, recogiendo recados para doña Juana, (versión criolla de la Reina Victoria) que no le permitía “tentar tierra”, como dicen. En el parque encontró el pobre viejo la forma de descansar.
El equipo de servicio de un hogar común, de alto nivel, estaba integrado por: la cocinera, la de adentro, la lavandera, y aplanchadora, y la china o Nana, encargada de cuidar a los niños pequeños. También hubo un servicio de nodriza, la mujer contratada para amamantar a un bebé, en el caso de que la madre no pudiera hacerlo.
Escuché la historia sobre una nodriza, que una familiar nuestra, buscó, ya que, muy delicada después del parto, fue incapacitada para amamantar al niño, la señora entrevistó a la candidata. Al preguntarle cuánto cobraría por mes, ella dio una cifra muy alta. Cuando mi pariente lo comentó con su marido, él le respondió: “Estoy de acuerdo, mi sueldo mensual es un poco mayor que lo que ella obra, dígale que si le parece, yo le entrego mi sueldo y ella se encarga de amamantarnos a todos.”
El jardinero, Chus, venía mensualmente a recortar el césped y ver las plantas. Cuando Chus desapareció, vino Otilio Varela “el poeta popular” que hacía jardines y también escribía “cartas de amor” y “poesías por encargo” para las empleadas domésticas que pagaban muy bien esas misivas dedicadas a sus novios. Cuando “el poeta” venía a hacer el jardín de nuestra casa, me decía:” Ojalá niña que hoy haya hecho su” papín”. Desde entonces en mi casa, a la tapioca se le llama “el papín del poeta.” Algunas familias que tenían automóvil utilizaban un chofer a tiempo completo o por horas, muchas veces fui beneficiada, porque Haydecita pasaba por mí y me llevaba al Colegio. También siendo Denise, mi amiga, casi mi hermana, tenía, no uno, sino dos choferes, el de su abuela y el de su mamá y todas las tardes me enviaba papelitos y fotos de revistas, frases de canciones y cosas así, después de salir del colegio,(como si no hubiéramos pasado juntas todo el día) y conducido por José María o por Julián, esta muñeca, viajó en carro muy a menudo.
La inmensa mayoría de los habitantes de San José, nos trasladábamos a pie a casi cualquier sitio, o de lo contrario en el tranvía. Los sueldos eran bajos, una empleada de adentro, la que hacía la limpieza, ganaba alrededor de ocho pesos al mes y la cocinera doce pesos. A todos se les brindaba habitación y alimentación, y tenían salida un día por semana. La empleada “de adentro” se encargaba de barrer toda la casa, limpiar y secar los baños, limpiar los cristales de las ventanas, sacudir los muebles, tender las camas, botar y lavar diariamente las bacinillas, barrer los jardines y patios. Aunque existían los pisos de mosaico, aún no se inventaba el terrazo, ni la cerámica, que años más tarde vendrían a facilitar mucho ese trabajo. La mayoría de los pisos de entonces fue de madera en tablones o de parquet, demasiado costoso. Para verlos brillar había que barrer, pasar el tapo húmedo para aplacar el polvo, después un cepillo pesadísimo de cerdas gruesas, y de último la lana. Al menos cada quince días se enceraban los pisos, y se hacía limpieza a fondo. La cocinera, preparaba tres comidas al día, el desayuno que constaba de: café, tortillas, gallo pinto, avena, jugo de naranja, huevos, y pan. Tenía una ayudante que “molía” preparaba la masa de maíz cascado y hacía las tortillas, pelaba y picaba, lavaba trastos y limpiaba la estufa, (o limpiaba la refrigeradora eléctrica que comenzó a verse en los comercios y vino a sustituir la nevera de madera con latón) lavaba las pilas, los filtros y ayudaba a encender la lumbre cuando la cocina era de leña. La china cuidaba de los niños, jugaba con ellos, les acostaba, les daba su botella de leche, les levantaba por la mañana, los bañaba y vestía, y se ocupaba de sus ropas, juguetes, etc. por las mañanas les llevaba al parque a tomar el sol.
Ya no existen las empleadas domésticas nacionales, aquellas incondicionales y entregadas por entero a una familia, bajo cuya protección vivían, amando a sus patrones, a los hijos nietos que sentían como suyos. Entre muchas de esas buenas mujeres que me cuidaron cuando niña, me consintieron cuando adolescente, me ayudaron a madurar y a manejar la casa cuando señora, recuerdo a algunas con especial cariño, las que viven aún, continúan comunicándose conmigo, recuerdan las fechas del nacimiento de todos, me visitan por navidad, y sigue siendo parte de mi familia, son el recuerdo vivo de una época feliz.
No hubo, para la clase trabajadora de entonces, fuentes de trabajo suficientes, tampoco legislación que les protegiera. Sin ninguna clase de ley social, código del trabajo, ni esperanza de pensión, ignoro qué hacían los pobres para planificar su vejez o el futuro de sus hijos, carecían de tal posibilidad. Difícilmente subsistían, mal alimentados, trabajando de sol a sol, sin ningún aliciente, envejecían y enfermaban pronto. Su escape era el alcohol, empeorando así la situación de toda la familia. No contaba el país mano de obra calificada, centros de enseñanza técnica ni nada por el estilo. La población no tenía forma de prepararse. Dichosamente hoy cuenta nuestro campesino, y los trabajadores en general, de fácil acceso a Colegios Técnicos en varias provincias, y a la escuela EARTH; el INCAE y el INA, que brindan instrucción a muchachos de pocos recursos, formando obreros capacitados, en diversos oficios y profesiones. A trabajar en San José llegaron algunos habitantes de Cartago, huyendo de los terremotos, y familias de otras provincias que prefirieron vivir en la capital, donde encontrarían más oportunidades, mejores escuelas y colegios, y trabajo mejor remunerado. Aquella fue una inmigración sana para el desarrollo; no así la inmigración de campesinos desplazados, que, al carecer de preparación, no conseguían trabajo, viéndose muchos de ellos convertidos en vendedores de lotería, de baratijas, o en jaladores de bolsas en el mercado, para terminar muchos dedicados al alcohol, la droga o la delincuencia, la ciudad no tenía nada que ofrecerles. La mayoría de nuestros campesinos, trabajaba en el agro, para alguna compañía o finquero adinerado. Una minoría tenía su propia parcela, y la trabajaba, luchando contra las plagas, malos climas, precios variables y buscando la manera de llevar sus productos al mercado, porque eran los intermediarios, y siguen siéndolo, quienes ganaban y un mal tiempo, una plaga o una sequía, causaba la ruina total al pequeño agricultor. En la ciudad, los que conocían algo del oficio se desempeñaban en trabajos de construcción, también como aprendices de zapateros, ayudantes de carpintería, limpia botas, meseros, saloneros, cargaban bultos en el mercado, hacían jardines, cuidaban tumbas en el cementerio, o ayudaban en trabajos domésticos, lavando ventanas y encerando pisos. La migración de campesinos a la ciudad fue enorme y vino a agravar la situación para todos.
Algunos trabajadores fueron contratados para la construcción del ferrocarril y del Canal de Panamá, muchos murieron allí a causa del pésimo clima y las fiebres ocasionadas por los mosquitos. La llegada de las compañías transnacionales aparentemente mejoró las cosas, brindando oportunidad al trabajador carente de opciones, fue solo apariencia, la realidad fue absolutamente otra. La inmensa mayoría del ese campesinado, fue explotada en forma inicua por las bananeras, tanto en Costa Rica como en países vecinos. Los peones, yarderos y capataces, trabajaban de sol a sol, sin que la compañía tomara medida alguna para brindar a esos empleados costarricenses la mínima atención, mantuvieran su salud o la de su familia, ni tampoco otorgarles oportunidad de estudio, desarrollo personal o físico, mientras que esas mismas compañías, ante la total indiferencia de los gobiernos, destrozaron gratuitamente nuestros bosques primarios y nuestras costas, sin dejar ganancia alguna en el país, y llevándose íntegra la ganancia obtenida por los trabajadores nacionales, para su propia tierra.
Una doble traición que conocemos bien los habitantes de la América Latina.
Los varones con iniciativa, se arriesgaban en empresas nuevas y desconocidas, fueron “oreros” en la Península de Osa, en Abangares, o en Las Minas del Aguacate, donde el patrón era el río. No existía en el país legislación laboral alguna, ni ayuda para el agricultor, siendo Costa Rica un país netamente agrícola.
Según mi apreciación, hubo en aquel tiempo tres clases de ciudadanos: los ricos que vivían bien, sin sobresaltos pero sin ostentación, los de clase media que, de no contar con un negocio propio, tenían forzosamente que ser empleados públicos, mal pagados, pero con regalías de las que se abusaba, como el nepotismo en casi cualquier gobierno y los campesinos sin futuro, simplemente manipulados por sus empleadores, finqueros y empresarios de la clase privada, que pagaban malos sueldos.
Algunos patronos, fueron, relativamente generosos con sus empleados de confianza, otorgándoles compensaciones, eso dependía de la conciencia de aquellos, porque ninguna ley les obligaba. En realidad hubo un cuarto grupo, conformado por los militares, que, después de la Guerra de 1856, vivieron un largo período de paz, y hasta llegar a la revolución de 1948, jamás intervinieron en nada. Tenían escalafón y grados recibiendo parte del ingreso nacional en forma de sueldos y pensiones.
En los años cuarenta despuntaron algunas empresas industriales y comenzó el despertar de las mujeres de avanzada, hubo fábricas como: El Café Dorado, El Gallito, La Pozuelo, que para entonces tenía mujeres trabajando en el empaque de sus productos, comenzaba a darse a conocer también la Fábrica Lizano, en Alajuela. Apenas iniciaba la industria de la belleza, se abrieron salas de belleza y escuelas que preparaban a esas jovencitas para cortar el cabello, rizar permanente, hacer manicure y pedicura, a las clientes del establecimiento. Hubo también profesionales preparadas como enfermeras, enfermeros, maestras y maestros, trabajaban con muchas limitaciones y ganaban mal, lo suyo era un apostolado, de entre ellos tuvimos maravillosos testimonios.
El campesino “a revienta cincha” matriculaban a sus hijos en la escuela primaria y les permitía permanecer allí por un máximo de dos o tres años, luego los traía a casa, a las niñas para que ayudaran con la “marimba” de chiquillos, que llegaban, cada año; y los varones a trabajar al campo y ayudar a su padre. Finalizada la guerra en Europa, diversas corrientes de liberación femenina despuntaron.
Las mujeres, que habían tomado sobre sí, las responsabilidades ciudadanas en tiempo de la guerra, se preocuparon por prepararse, estudiando al menos un secretariado, que era lo accesible, y casi todas las jóvenes solteras entramos a trabajar, en condiciones muy inferiores a las recibidas por los varones que desempeñaban puestos similares. Desde el año de 1945, oficinistas graduadas de las Escuelas de Comercio laboramos en oficinas gubernamentales, bufetes de abogados, bancos o consultorios médicos. Algunas lo hicieron con Compañías Transnacionales que pagaban mejor, a veces en dólares, pero debían ser bilingües, hablar inglés.
Aún no se llega a lo justo, permanece en el sistema un alto grado del machismo que vivimos, pero creo que el problema se va equilibrando, no por generosidad de los patronos, sino porque el desempeño, en general, de las damas, es superior al de los varones. Hoy en día me admira observar la cantidad de mujeres valientes, que se egresan de las universidades, graduadas de profesionales en cualquier campo, con calificaciones a menudo superiores a las de los varones y cuyas carreras son exitosas. Es valerosa la actitud de las muchachas jóvenes, que se abrieron camino alcanzando posiciones importantes y que, aún casadas y con hijos pequeños, continúan repartiendo su tiempo entre ambos deberes, el del hogar y el del trabajo, consiguiendo éxito en ambos campos. Hogares muy bien cimentados, donde padre y madre comparten obligaciones formando una magnífica y eficaz sociedad. Importante el ejemplo que dan a sus hijos, sobre todo tomando en cuenta el poco tiempo con que cuentan. Desgraciadamente también proliferan los divorcios y las sillas del consultorio de psicólogos y siquiatras, están llenas de niños y adolescentes frustrados.
En aquel tiempo, no cualquiera podía tener la experiencia de estudios en el extranjero. El abuelo de papá, un señor muy adinerado, hizo frente a los gastos crecientes de hijos y nietos, hasta que inesperadamente le llegó la ruina, esos casos se daban en el siglo pasado. Para viajar, había que poseer un capital muy fuerte, los muchachos eran enviados a la Universidad, en Europa o en los Estados Unidos, se iban para no regresar hasta que hubiesen terminado la carrera.
Ninguno venía de vacaciones como ahora se acostumbra. Algunos iban acompañados por sus padres, o al menos por la madre, por el tiempo que durara su estudio, como también sucedió con mis tíos abuelos. Cuando eso no era posible, la madre se resignaba a dejarlos ir para verlos regresar hasta siete u ocho años después, ya graduados. Para entonces eran hombres hechos y derechos, casi desconocidos.
Fue durante la época deliciosa del siglo diecinueve, cuando en París, se reunían los grandes escritores, los poetas, los pintores, que disfrutaron de experiencias maravillosas y se conocieron entre sí, autores europeos y americanos. Allá se dio el encuentro de casi todos los cerebros pensantes del mundo de aquella época: Alejo Carpentier, Antón Chejov, Víctor Hugo, Marcel Proust, y de los nuestros Max Jiménez, León Pacheco, Jézer González, fantasmagóricas figuras de un mundo extraordinario, casi de fantasía… Algunos estudiantes nacionales, lograron ser profesionales, culminando estudios en el extranjero. De Bélgica vino el abuelo Víquez convertido en ingeniero y ocupó el puesto que hoy equivaldría a ministro de Obras Públicas, en la administración de don Cleto González Víquez, su primo.
De California llegaron papá y mi tío Chisco, como ingeniero y arquitecto.
Los primeros médicos, nos llegaron de Europa: el doctor Acosta de Alemania, el Dr. Calderón Guardia de Bélgica, también de Sur América, de Chile especialmente, vinieron intelectuales y escritores como don Joaquín Gutiérrez Mangel. Después del último armisticio, nuestros médicos vinieron de México y de países centroamericanos.
Para quienes económicamente estudiar en el exterior resultó del todo imposible, quedó la alternativa de trabajar, ya fuera con el gobierno, o con alguna compañía foránea. Iniciarse en alguna empresa personal, aprendiendo sobre la marcha lo necesario. No había Universidad nacional en ese entonces. Actualmente el sistema facilita mucho el ingreso a la universidad, ya sea oficial o privada, y hay muchos profesionales nuevos. Resulta relativamente sencillo estudiar en el extranjero, hay clubes de viajes, “Viaje ahora y pague después”, hay becas a granel que se otorgan a los buenos estudiantes y existen las tarjetas de crédito al alcance de todos.
Por aquellos años había que tener el dinero en efectivo. El padre pagaba el tiquete y la prima de la universidad y debía enviar mensualmente lo correspondiente a los otros gastos del joven en cuestión. Ya en el caso de los estudiantes de mi generación, ellos viajaban a los Estados Unidos, a Chile, a México, casi todos con algún tipo de beca y todos sin excepción trabajaron para costearse su mantenimiento, laborando como saloneros, lavando platos, limpiando y parqueando carros. La época era otra.
Los que no pudieron viajar a culminar estudios, se arriesgaron a invertir en una empresa propia de comercio, debieron competir con los inmigrantes europeos que llegaron en gran cantidad después de la guerra, magníficos comerciantes que recorrían a pie el territorio nacional, haciendo sus ventas a domicilio, en el famoso sistema de “pagos polacos”. Comerciantes de experiencia que recibían apoyo de sus coterráneos y familiares en el extranjero. Aún así muchos jóvenes de clase media se dedicaron al comercio en pequeña escala. Comenzaron las oportunidades en el campo de los servicios, como Agencias de Viajes, Agencias de Empleos, Talleres de Reparación de Motores, Talleres de Carrocería, Barberías, Salones de Belleza, Sodas y Cafeterías, Bares y Boites, con o sin espectáculo incluido. A la apertura de Agencias de Viajes (campo en que mi marido fue pionero) se activó en Costa Rica mayor movimiento para las Compañías Aéreas. La gente comenzó a viajar a los Estados Unidos mediante los Clubes de Viajes, recientemente creados y la “Agencia Sercovia”, fundada por mi esposo, junto con la recién inaugurada LACSA, entonces: “Líneas Aéreas Costarricenses SA” comenzaron a abrir un espacio turístico hasta ese momento inexistente, para un destino nuevo: el Puerto de Miami en La Florida, ciudad a la que anteriormente llegaban solamente adultos mayores, escapando del frío de los Estados del Norte, durante los inviernos, época en que, enviados por sus familiares, venían al Sur a disfrutar del clima cálido de ese lugar. Aquel Miami de los años cincuenta, en donde todos los empleados de los hoteles, ascensoristas, cocineros, choferes y servidoras domésticas eran negros. Había discriminación: en los buses los negros no podían sentarse junto a los blancos, tampoco estaban autorizados para entrar a bares, cantinas, tiendas y restaurantes. En la puerta de tales negocios había un rótulo que expresaba: “Prohibida la entrada a negros y perros”. Es interesante darse cuenta, de que, tanto progresó la humanidad, que, la silla presidencial de los Estados Unidos de América hoy está ocupada por un negro y ¡Qué negro tan preparado y elegante!
De pronto Miami devino destino general de los y las ticas, para hacer compras. Las atracciones turísticas eran pocas, consistían sobre todo en los buenos precios que ofrecían las tiendas y en espectáculos que íbamos a mirar a “Los Everglades”: de indios seminolas con lagartos; los indígenas introducían su cabeza en las fauces del animal, como vemos hoy aquí que hacen los nacionales en los tours anunciados cerca del río Tivives.
Aquello cambió totalmente después de la administración Kennedy y de la llegada de Fidel Castro al poder en Cuba.
Gracias a la inmigración de profesionales y empresarios cubanos, la ciudad de Miami recibió una inyección de vida y con el esfuerzo de esos inmigrantes, logró desarrollarse hasta ocupar el importantísimo lugar que hoy ocupa en la industria y el comercio de ese estado.
En San José, muchas jóvenes ingresamos al Centro Cultural para mejorar el inglés, o a la Alianza Francesa, a practicar el francés, y comenzó el ascenso de damas preparadas e inteligentes, a puestos de importancia, algunas triunfaron en empresas nuevas.
VACACIONES:
Llegó la vacación, el tiempo de gozar, Alegres hoy cantemos, tra la la la la lá…
En vida de mis abuelos no hubo carretera hacia las costas, ni caminos apropiados para el transporte terrestre de automotores. Los industriales, agricultores o comerciantes que deseaban exportar al extranjero, al igual que las familias que iban al puerto, lo hacían utilizando la carreta. Por prescripción médica, mi abuelita debió viajar, al menos dos veces al año, a un clima caliente, para cumplir lo cual, mi madre, su hija menor, siempre fue su acompañante. Viajó con ella hasta Puntarenas, en muchas oportunidades, y siempre en carreta.
El viaje posiblemente resultaba demasiado pesado, ya que se hacía sobre caminos empedrados y sentados los pasajeros en un vehículo tan poco confortable, no se podía hacer en una única jornada, había que descansar al menos una noche.
Existían sitios, llamados “los sesteos”, en donde el conductor dejaba el vehículo con su carga, bajo el cuidado de gentes responsables, y los pasajeros descansaban, no sé si habría alguna casa de pensión u hotel cercano, imagino que así sería, en todo caso el viaje duraría varias jornadas, de tres a cuatro días.
Cuando fui niña, dichosamente el país ya contaba con el ferrocarril, y dos o tres veces al año hacíamos juntas mi madre y yo, nuestro viajecito a Puntarenas en tren, y en la ciudad, al igual que el resto de la población, ambas nos movilizábamos en tranvía. Esos fueron los dos medios de locomoción de aquella época, inmejorables, pausados, seguros y elegantes, muy europeos, que era lo que contaba entonces. El viaje era muy sencillo y grato, en ambos tipos de vehículo, tranvía o tren.
Para ir a Puntarenas, en la estación del Ferrocarril al Pacífico, tomábamos el tren, que salía dos veces diarias y en temporada alta cuatro veces al menos, para aprovechar la cantidad de viajeros reunida, recargaban el horario. En la ventanilla abierta al público, comprábamos el boleto. El cargador se llevaba las valijas, y atrás íbamos nosotras, subíamos al carro y escogíamos el asiento. A mamá le gustaba que el asiento fuera de frente, porque en el que iba de espaldas yo me mareaba más, había un sanitario al final del coche, con un lavatorio. La línea del ferrocarril pasaba por el medio de la ciudad, había estaciones en el camino, y casi en cada una de ellas el tren se detenía.
En Orotina la parada era clásica porque subían al coche las vendedoras de comida, llevando palanganas sobre la cabeza, colmadas de gallos de pollo, de huevo duro y otros, envueltos en tortilla y colocadas sobre una hoja de plátano. Las vendedoras subían en Orotina y se bajaban en San Mateo, adonde nuevos vendedores ofrecían cajas de marañones y caimitos, sapotes, refrescos y cervezas. Todo el pasaje comía a reventar. Aquellos gallos de Orotina fueron famosos, casi nunca pude comerlos porque estaba mareada, y me daba temor que la comida me cayera mal. El viaje a Puntarenas era corto y el camino agradable, posiblemente arribaríamos al puerto tres horas después. Si el tren era “lechero” haría parada en todas las estaciones demorando más en llegar. Arribando a la estación de Chacarita, nos bajábamos y a pie, cargando la valija, o poniéndolas en manos de algún chiquillo, caminábamos hasta el muelle grande, de donde seguíamos por el Paseo de los Turistas, y recorríamos dichosas el trayecto que había hasta llegar al hotel que fuera nuestro destino, en aquel momento.
En diversos establecimientos, fuentes de soda y restaurantes, vendían malteadas, helados y golosinas refrescantes, cuyo rey indiscutible desde entonces ha sido el “Churchill” un granizado con leche en polvo y leche condensada. ¡Qué rico un Churchill! Existen desde aquella época, se bautizaron en honor de Mr. Winston Churchill, General en Jefe del ejército inglés durante la segunda guerra mundial.
En el Paseo, nos envolvía la belleza del paisaje, divisado desde la muy extensa playa. Era prohibido bañarse en el mar abierto. También prohibido llevar vestimentas inapropiadas y no se permitían escenas amorosas en la playa.
El público solamente podía nadar dentro del balneario “Los Baños”, en el espacio circundado por una fuerte malla metálica que dividía las aguas, con el objeto de impedir que al mismo entrasen tiburones u otros peces peligrosos. Sobre el balneario hubo un segundo piso con balcón, en el cual se celebraba todas las noches un baile, amenizado por una buena orquesta importada de la capital. Las vacacionistas íbamos a bailar allí. Durante el transcurso del baile, las parejas eran seleccionadas, separadas por un “chicote”, para cobrar a cada bailarín una módica suma por utilizar el espacio y la música. Un jovencito encargado, tocaba el hombro de nuestra pareja y recogía los veinticinco céntimos que valía la pieza. Las costumbres de entonces fueron pueblerinas, inocentes y divertidas.
Algún tiempo después, cuando ya cursaba la secundaria, el balneario fue abandonado, las redes se retiraron y se permitió a los turistas bañarse en mar abierto. El recorrido obligado por el “Paseo de los Turistas” y el muelle, nos había mostrado ya, cuántos y cuáles muchachos habían llegado de San José, todos nos conocíamos, y de no ser así, en aquel sube y baja del trillo, sin duda nos conoceríamos. Aquellos inolvidables bailes del “balneario municipal” fueron aderezo indispensable en las historias amorosas de las románticas vacacionistas, que, luciendo trajes de tirantes y amplísimas faldas, nos deslizábamos embelesadas en brazos del compañero bailarín, bajo la luna enorme reflejada sobre la inmensidad del anchuroso mar Pacífico.
Allá la vigilancia materna aflojaba un poco y siendo mamá tan bonita y simpática, casi siempre conseguía admiradores antes que yo, cosa que a mí me causaba risa, a los demás les escandalizaba. Más de una pareja joven se consolidó en aquellos viajes veraniegos, por lo general fueron amores de temporada que se olvidaban pronto, aunque diga la canción:”Jamás podré olvidar, este lindo verano, esta noche plateada, de luna bañado su cielo y su mar”…
Puntarenas era bellísimo, su playa mucho más extensa que otras cercanas. El mar, en algunas porciones de su extensión, por ejemplo en San Isidro de Puntarenas, en Tivives, y otros sitios, es muy picado, con olas muy altas y seguidas, pero en esa playa extensa de Puntarenas centro, es tranquilo y agradable, casi un lago. La mayoría de las familias adineradas tenían chalets y casas de veraneo frente a la playa, o muy cerca de allí y muchos de ellos poseían también alguna lancha, panga, o yate. Se permitía la entrada al muelle y cuando había atracado algún barco, en la Capitanía de Puerto se obtenía un permiso para visitarlo, a veces incluso se autorizaba al visitante para hacer compras en el comisariato. Desde entonces ya en la punta comenzaban a reforzar la estructura, fabricando tajamares con piedras, para evitar que las corrientes fueran desbastando la lengua de arena que constituye su terreno. Después construyeron una piscina municipal que abandonaron, chinamos para venta de artesanía, y hace algunos años un hermosísimo e interesante Museo Oceanográfico. Situada en el Golfo de Nicoya, desde su magnífica playa se observa el contorno de la península y muchas de sus islas. De niña me encantaba caminar sobre la enorme playa, agreste y bella, pletórica de conchas preciosas, caracoles y cangrejos, y a veces “aguas malas” y “manta-rayas”.
Los niños regresábamos de nuestro paseo a “la punta” con el clásico baldecito lleno de tesoros y al borde de la insolación. ¬Mi mayor anhelo era el de pescar. Cuando llegábamos al puerto, mamá de inmediato me llevaba a la ferretería del chino, a comprar el hilo, los anzuelos y las pesas, y ahí mismo me armaban el equipo, amarrando el hilo a un palito largo.
Mi china me acompañaba entonces al muellecito, a buscar carnada entre los pescadores. No había bloqueadores entonces, absolutamente nada para proteger la piel del sol, a veces nos poníamos aceite de coco, o de zanahoria, que nos dejaban amarillas. Mamá me colocaba un buen sombrero, una camiseta sobre el bañador para evitar el sol directo y cuando me insolaba me envolvía en una capa espesa de “leche de magnesia” para aliviar las quemaduras. También usaba una pomada: “Monsecret” producida por el laboratorio de Gómez Miralles, que se hizo famosa a nivel internacional, era buenísima.
En “el muellecito” de atrás del mercado, rezumando vapores de yodo y sudor, permanecía la mayoría de los pescadores, la pesca era artesanal. Yo suplicaba a mamá que me dejara ir a pescar allí. Aquellos hombres llegaban con sus redes repletas de pescado, los vaciaban en unos estañones y sobre una tabla extendida entre dos barriles, uno de ellos cortaba los pescados, les quitaba la cola y la cabeza, que tiraban en otro barril hondo, y el otro los limpiaba. Yo hipnotizada, miraba a los hombres trabajar, mientras trocitos de carne fresca de pescado se adherían a mis zapatos, y grandes moscas volaban a mi alrededor.
Del muellecito salían las lanchas de cabotaje para Bolsón y otros puertos. En tanto mamá dormía su siesta en el hotel, mi cuidadora y yo tratábamos de pescar algo, ya fuera en el mismo muellecito, o en el muelle grande. Ahora sé que mi anzuelo, con un hilo tan corto, jamás llegó hasta el agua.
En el mercado (al que me encantaba ir), se podía comprar “pericos” y “tortugas” para llevar a casa, al regreso de la temporada. Había ventas de artesanías locales, joyerías que ofrecían variedad de artículos, anillos, pulseras, peines y dijes fabricados en conchas de tortugas de Carey actualmente en extinción. Existía la posibilidad de conocer el presidio de San Lucas, en la isla del mismo nombre y allí comprar artesanías que los presos fabricaban. Las lanchas salían del muellecito en días y horas determinados. Era Puntarenas sitio de descanso y alegría, todo San José se volcaba hacia allá en vacaciones y en Semana Santa, cuando los empleados tenían algunos días de asueto.
Durante mi infancia, nos hospedábamos generalmente en el “Hotel Los Baños” me imagino que el nombre obedecía a su situación geográfica, estaba situado frente al Balneario Los Baños, y ocupaba un edificio de madera, con habitaciones limpias y sencillas. En el jardín había un cuerpo de “cuartitos”, los servicios interiores y los baños de ducha. Había pues, que salir del cuarto, y envuelto en una bata, con el paño en la mano, ir hasta allá para bañarse. De vuelta de nuevo en bata, venir de regreso a vestirse al cuarto. El hotel contaba con un comedor grande, y abanicos eléctricos en el techo. La comida era casera y a todas horas servían sopa de primer plato, para desesperación de los niños.
Más tarde hubo hoteles más modernos, con cuarto y baño privados, como el Hotel Arenas, de los Ortega, y el Tioga de Yolanda Doninelli de Gómez. Fuimos a esos en algunas ocasiones, pero eran caros. Nos hospedábamos también, en otros viajes, en la casa de pensión de la Tía Lala de los Doninelli, había muchas de esas casas de pensión, familiares, tranquilas y económicas.
Cuando se puso de moda “El Hotel de Chanita” en Boca del río Barranca, también fuimos allá, y viajamos alguna vez al hotel de los chinos en el mismo sitio.
De vuelta en la ciudad, durante los veranos de mi adolescencia, se organizaban paseos por las noches a los beneficios de café, “las lunadas”, gracias a la gentileza de los dueños de los beneficios, que prestaban los patios de secado para celebrar esas típicas “melcochas danzantes”. Íbamos a los trapiches, adonde se fabricaba la melaza y el delicioso “dulce de tapa” con que se hacían esas “melcochas” de sobado, que, puestas sobre hojitas de naranjo, se servían a los invitados y daban origen al nombre de la fiesta.
Las vacaciones grandes, de tres meses, se daban entre los meses de diciembre a marzo y quince días en Julio, tomando en cuenta el período en que comenzaban “las cogidas de café”, así los niños campesinos podrían ayudar a sus padres, para, entre todos, obtener un mejor ingreso para el hogar. Los señores no tenían vacaciones, los trabajadores obtuvieron tal derecho hasta después de la promulgación del Código del Trabajo, durante el gobierno de Calderón Guardia.
Las madres, que por lo general no laboraban fuera de casa, llevaban a los niños a vacacionar, y el padre, con suerte llegaba los fines de semana. Las familias adineradas, tenían quintas de “recreo” en localidades cercanas a la capital, en San Isidro de Coronado, Potrero Cerrado, Tres Ríos o Cartago si se deseaba clima frío., o en San Antonio de Belén, La Garita de Alajuela, o El Coyol, si se deseaba calor. Algunos padres de familia alquilaban, durante el período de vacaciones, una casa en algún pueblo cercano y de buen clima, especialmente de la Provincia de Heredia y Alajuela, en las cercanías de los volcanes, pozas y ríos, cerca de haciendas ganaderas con preciosos potreros, adonde la mayoría de los de mi generación aprendimos a montar a caballo y a tomar “leche al pie de la vaca” .
El ritual consistía, cuando se visitaba una finca lechera, los propietarios conducían al visitante “al pie de la vaca”. Es decir el lugar en el que el peón, sentado en un banco bajo, con un balde adonde la leche caía, ordeñaba las ubres del animal con sus fuertes y sucias manos. Allí gentilmente obsequiaban al visitante un vaso de leche lleno de espuma, calientita, acabadita de ordeñar, podía ser que, a modo de canela, la leche llevara unas gotitas de boñiga. Cuando niña, ante tal espectáculo me moría de asco, mamá tuvo que inventar que la leche de mi casa, igual que el agua, venía por cañería.
Peor todavía era la costumbre de tomar “sangre de toro”, le hacían una cortada en el cuello al animal y ponían allí el vaso para recoger la sangre. Era buenísimo para curar la anemia, decían. Tiempo después se industrializó el sistema en las lecherías, y hubo máquinas que se ocuparan del ordeño. Llegó la Cooperativa Dos Pinos que pasteurizó y homogeneizó la leche, y se especializó en preparar multitud de productos excelentes, asépticos y funcionales, como el yogurt y otros, pero para mí aquella leche de antes, y la natilla nuestras, fueron inigualables, (al chancho con lo que lo crían), dice mi pueblo.
Nuestros niños aprendieron a practicar la equitación adecuadamente, no en la forma chapucera que lo hiciéramos sus abuelas. Lo mismo sucedió con la natación, las de mi generación aprendimos a nadar solas, el estilo que llamábamos “perrito” y en las pozas. Dichosamente los hijos y nietos aprendieron a hacerlo a la perfección, en piscinas atemperadas y clases particulares, cuando nos hicimos importantes.
El viaje al Atlántico, a Puerto Limón, requería de casi cinco horas, el Puerto del mar Caribe era muy lejano, por tal razón el viaje resultaba mucho más pesado. Tomábamos el tren a la Estación de la Northern, frente al Parque Nacional. Los carros de pasajeros eran muy elegantes, al ser los asientos forrados en cuero, incidían en mi mareo, de por sí inevitable dada la eternidad del viaje y lo zigzagueante del camino. A todo lo largo de la ruta, nos envolvían las bellezas naturales de la región, el panorama era estupendo. La montaña virgen a ambos lados de la vía, riachuelos y cascadas brotando entre las rocas. Enormes helechos morados y verdosos de cuatro y cinco metros de largo cada palma, “sombrillas de pobre” inmensas, plantas de mano de tigre, parásitas cimbreando entre el follaje, arrullados por sonidos de la selva formaban un espectáculo incomparable. En los playones de los ríos grandes lagartos tomando sol entre las piedras, tortugas, iguanas y monos de diferentes razas abundaban entre las ramas de árboles centenarios. El camino plagado de curvas, y la locomotora dando saltos entre puentes colgantes, me daban la impresión de que el tren iba volando, enormes precipicios y guindos, y exceso de agua bañando la montaña.
Aquel viaje era impresionante por su majestuosidad, fue por eso que aquel ferrocarril dejó de ser rentable, la constante humedad causaba derrumbes frecuentemente. Cuando las bananeras se fueron de la región, abandonando la zona, dijeron que el tren había dejado de ser productivo, y lo cerraron.
En Limón nos hospedábamos en el Park Hotel, al frente del Club Miramar y al lado del Parque Vargas, hermoso exponente de bosque lluvioso, lleno de árboles preciosos, plantas y perezosos. Y frente al parque estaba el tajamar. ¡Limón era divino! Mucho más ciudad que Puntarenas, Limón era un sitio elegante y acogedor, con construcciones importantes. Para la gente joven había infinidad de entretenciones. En la zona americana vivían los empleados de la compañía, zona exclusiva con club, salas de cine, canchas de tenis, críquet, y comisariato. La mayoría de los pobladores se desplazaba en bicicleta, había extraordinarias playas, y un paisaje precioso y diverso. La piscina del club se llenaba con agua de mar, allí aprendí a nadar. La población en su mayoría está constituida por familias de raza negra, que vinieron cuando se construyó el ferrocarril. Había preciosas iglesias protestantes, en su mayoría anglicanas o presbiterianas, edificios de madera montados en pilotes, con grandes corredores y balcones, al mejor estilo inglés, llenos de bellas plantas. Sus playas continúan maravillosas, con esa agua tan limpia y transparente que permite ver el fondo desde arriba, hermosas olas y arena clara. Mohín, Portete, Piuta, Cahuita, Puerto Viejo, Gandoka, ofrecen un ambiente espectacular para cualquier turista. La comida local es deliciosa y diferente, el patí, pan bon, rice and beans, rondón. Hoy día la ausencia de fuentes de trabajo y la extrema pobreza, hacen de aquel lugar un sitio peligroso, hay mucha violencia en los hogares y en las calles, es un lugar sucio y abandonado. Será necesario que vengan las autoridades a mejorar esas condiciones, pues Limón sería un paraíso para el turismo nacional y extranjero, cuando esos males se subsanen, y los trabajadores de JAPDEVA y su sindicato, accedan a acordar la concesión de muelles en beneficio de una población que muere de hambre. Limón por años produjo cantidades importantes de banano para exportación. lo que se reflejó muy poco en la economía nacional. Quienes lucraron de toda su producción fueron las compañías multinacionales foráneas, que para sembrar y recoger el inmenso capital que aquella tierra les produjera, acabaron con la valiosísima selva que abatieron para sembrar banano, abandonándola de nuevo cuando dejó de producir. Lo sucedido siempre en Centro y Sur América, cuando el vecino del Norte nos “beneficia” con su ayuda. Además del banano, Limón produce cacao, maní, coco, y copra. Hay árboles de fruta de pan, tubérculos como ñame y ñampí, pescado y mariscos, abundan las langostas, que en aquel tiempo traían los pescadores en sacos para venderlas vivas en la Avenida Central.
Mientras la bananera se mantuvo allá, la ciudad de Limón fue próspera, después de que se marchó la compañía, para la costa del Pacífico, Limón quedó en el mayor desamparo, sus tierras destrozadas, sus bosques arrasados, su riqueza forestal perdida, sin fuentes de trabajo, y sin asistencia gubernamental, Limón decayó. Años después con la creación de la Refinadora Costarricense de Petróleo, la ciudad se recuperó un poco, y con el desarrollo de JAPDEVA y el Muelle Alemán, se abrieron oportunidades para nuevos empleos. Sin embargo Limón sigue siendo una de las provincias más pobres del país, con un alto nivel de inseguridad y violencia en sus calles. Sigue siendo la provincia que ostenta la mayor cantidad de habitantes de raza negra, además de chinos que se establecieron allí lo mismo que en Puntarenas, inmigrantes que supuestamente venían a dedicarse a la agricultura, y se dedicaron al comercio. Hay indígenas en la región de Talamanca y ladinos en alguna proporción. Limón es la provincia que ostenta mayor diversidad de razas, su folclor es variado, su música extraordinaria, su comida increíble y deliciosa, igual que el espíritu festivo de su gente.
Dado que para ir a Limón el viaje era más largo y pesado, preferíamos hacer la temporada más extensa, pasábamos allá más tiempo. Cuando a mi papá lo contrataron para sacar de la rada el vapor San Pablo, supuestamente hundido por submarinos japoneses, estuvimos allá durante los tres meses de vacaciones. Fue una temporada inolvidable.
Durante aquellos años no hubo posibilidad de viajar a Guanacaste. Guanacaste era el gran ausente, se escuchaba hablar de la belleza de sus pampas y sus playas, lo valiente de sus jinetes y la belleza de sus mujeres, la alegría de su música, pero no había carretera ni transporte. Hoy Guanacaste es emporio del turismo, el desarrollo le llegó tarde pero ha sido impresionante.
En cuanto al Pacífico Sur, tampoco hubo ni hay todavía medios de comunicación adecuados para llegar hasta allá. Las bananeras, que explotaron sus tierras, una vez que la zona no les fue productiva, trasladaron sus equipos y se fueron, dejando a esos pueblos al garete, subsistieron como pueblos fantasmas casi arruinados.
Pasado un tiempo y ante la situación de extrema pobreza de la región, por falta de trabajo, se abrió en Golfito el negocio de “Las Tiendas Libres” para tratar de dar empleo a parte de la población. Las playas de Dominical, de Quepos, de Ossa, no recibieron ninguna ayuda gubernamental. Sucesivos gobiernos no hicieron el menor esfuerzo de dar apoyo para su desarrollo.
En una oportunidad fuimos de temporada a la línea de Limón, en el sitio denominado “24 Millas”, a una finca que mamá había comprado, en sociedad con otra gente, con el dinero que quedó de la “venta “de la casa familiar. La finca se llamó “Damasco”. Papá estaba tratando de sacarla adelante, y nos convidó a pasar allá la Semana Santa. Fuimos mamá y yo, con Virginia, la amiga de mamá, y Margarita mi china. Por la mañana, mamá y Virginia en traje de baño, (ambas eran guapísimas.) se dispusieron, a hacer su rutina, de ejercicios físicos, en el corredor del frente. Como todas las casas construidas por la Bananera, en la región, la casa estaba levantada sobre pilotes altos, rodeada de un amplio corredor forrado en cedazo. De repente, todos los peones de millas a la redonda, estaban de pie, observando a las señoras, que ligeras de ropa, se ejercitaban en aquel espacio, ningún peón trabajaba. Cuando papá se dio cuenta vino furioso: ¿Y ustedes qué pretenden? ¿Que yo me tenga que fajar a balazos con todos esos negros? ¡Vayan de inmediato para adentro! Las dos entraron muertas de la risa, porque papá nunca se enojaba tanto. A la finca y su siembra les cayó la Cigatoka negra, una enfermedad del banano que terminó con la posible producción. Mamá jamás vio un céntimo de aquella inversión.
Si se deseaba vacacionar en clima frío, el Hotel Robert en el Volcán Irazú, era excelente y muy visitado. También el Hotel Holanda, en Cartago centro. Nosotras a veces íbamos a San Isidro de Coronado, a una finquita que nos prestaba Humberto Castro Saborío, primo de mamá.
Otra temporada inolvidable fue el viaje que hicimos en barco mamá y yo, a Panamá, a visitar a la tía Cary, que en aquel entonces, otra vez separada del esposo, vivía y trabajaba allá. Yo alcanzaba la edad de diez años, cuando aquello sucedió: ¡¡ El viaje surgido a raíz del terrible episodio de aquel temblor del 8 diciembre!!!


CAPÍTULO UNDÉCIMO
VIAJES
ESTÁ TEMBLANDO!
—Aquí lo sucedido: “Llegué,” anuncié en voz alta, (venía del colegio) y comencé a subir las gradas del apartamento. De repente la tierra comenzó a sacudirse, me sentí montada sobre una ola, se movían frente a mí las gradas, impidiéndome avanzar. “¿Qué pasa mamá, qué es esto?” Grité despavorida. ¡No se asuste mi hijita, es un temblor de tierra!
Ella guardaba un cruel recuerdo del terremoto de Cartago, le tenía terror a un movimiento telúrico como aquel que recordaba. Salió de la cocina arrodillada y golpeándose el pecho declamaba: “Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ¡Misericordia Señor, Líbranos de todo mal! Mientras rogaba: ¡Tírese debajo de la mesa hijita por favor! Terminé de subir el tramo de gradas que me faltaba, y me tiré bajo la mesa como ella me pedía.
El movimiento no se detuvo, estaban torcidos todos los cuadros de la pared y las lámparas colgantes se mecían, se fue la luz y cayeron algunos adornos al suelo.
Mamita, dije entre sollozos.-“Yo no vivo más aquí, lléveme a otro lugar más seguro, este apartamento se va a caer.” De inmediato mamá se comunicó con papá, y entre ambos decidieron que haríamos, las dos, un viaje a Panamá, a visitar a la tía Cary. Papá consiguió un compañero norte americano que rentaría nuestro apartamento por unos meses y mientras se arreglaba lo del viaje, fuimos a vivir a la casa de pensión de unos parientes. Esa fue una de las más lindas aventuras de mi niñez, la estadía en la Pensión Echeverría. En la casa de pensión fui feliz, me encantó vivir entre tanta gente, departiendo con primos de diferentes edades, los dos menores muy cercanos a mí. Observando a las mayores, que eran ya señoritas grandes, aprendí sobre maquillaje, peinados, muchachos. Por las noches escuchábamos concursos en la radio.
Por vez primera en mi vida me atreví a salir sola por San José, aprendí la nomenclatura de la ciudad, conocí muchos juegos nuevos, supe lo que era ir sola al cine, a la Misa, a la escuela, comprar golosinas en la calle, o helados capuchinos antes de la clase de religión, en la casa de los Dent. Luichi mi prima y yo, íbamos a confesarnos a Catedral los primeros jueves, y a comulgar los viernes. A misa de tropa los domingos a Catedral, a asomarnos al recreo después de tanda de cuatro.
UN ACCIDENTE FORTUITO
Un primer jueves de tantos, Luichi andaba en otra parte y yo fui a Catedral a confesarme, acompañada por mi amiga íntima Vilma (la otra doble de la Shirley Temple) un poco mayor que yo, y sobrina política de mi tía. Había largas colas frente a todos los confesionarios, en el que estaba la fila más corta, me arrodillé junto a mi amiga y sentí enormes ganas de orinar. Le pedí a Vilma que me acompañara a casa de mis tías abuelas, las Castro Méndez, dos viejecitas enlutadas, hermanas de mi abuelito, que alquilaban pianos y vivían enfrente, pero ella me dijo que no.” No seas tan floja, aguántate, si nos vamos ahora perderemos el campo.” Yo era muy temerosa, me dio miedo atravesar la avenida segunda, y que algo malo sucediera. En casa me habían dicho que si una niña iba sola a la calle, pasaba un viejo con un saco, se la robaba y jamás volvería a ver a sus padres.
Permanecí arrodillada y quieta, no quería mover ni los ojos. Al llegar mi turno me levanté, con las piernas temblando me arrodillé en el confesionario, allí fue el desenlace lógico del asunto. Un río de orines bajó por mis piernas y bañó confesionario, gradas y el suelo. El río se alejaba sobre los mosaicos cada vez más rápido, pareció un tsunami.
De pronto escuché una voz de trueno preguntando: ¿Cuánto hace que se confesó? diga sus pecados, el sacerdote impaciente abrió la ventanilla y me miró, y sin responderle nada me incorporé y salí corriendo como loca, bajo la acusadora mirada de las personas de la fila, un montón de solteronas, niños y niñas, que me observaban sin ningún disimulo. Corrí hasta la salida del templo y junto a una de las columnas del pórtico, me senté a llorar.
Cuando salió, Vilma me miró con asco y me dijo: “¡Qué bruta más cochina, y lo peor es que no vas a poder comulgar mañana”! Volví a casa destrozada, sintiéndome un vil gusano y al día siguiente pretexté una jaqueca, para no tener que explicarle a mamá por qué no comulgaba. Aquella falta grave en mi conciencia, borró de mi alma, momentáneamente, la alegría del viaje que esperaba, me sentí culpable y pecadora durante varios días. Además aprendí que no hay nada como el tiempo para curar las penas.
Ya en Panamá, presa de la emoción, la novedad y nuevos intereses, me olvidé del asunto, y del pecado cometido.
Al fin se llegó la fecha de viajar. Mamá y yo debíamos ir a Limón, a tomar el barco que nos llevaría hasta el Puerto de Colón, en Panamá. Papá nos acompañó hasta la Estación del Ferrocarril al Atlántico y allí nos despedimos. La travesía que hace el tren es espectacular, pues el paisaje de esa región es precioso, pero con mi tendencia al mareo realmente pasé un mal rato. Sin embargo mamá que me conocía, llevaba limón ácido con sal, para chupar, la botella de alcohol para oler, y todos los remedios caseros que se le ocurrían, en aquel tiempo no existía medicina específica alguna para el mareo. Después del viaje en tren, llegamos a la ciudad de Limón, allí mismo tomamos un taxi para ir hasta el Muelle, desde donde, al fin, nos embarcamos en el “Vapor San Pablo” de la Gran Flota Blanca, propiedad de la United Fruit Co.
El barco era precioso, cada rincón me deparaba una nueva sorpresa. Bajamos de cubierta para ir al camarote, pero cuando el barco comenzó a navegar, el mareo más horrible hizo presa de las dos. De más está decir que no disfrutamos nada, porque el mareo y el vómito duraron toda la noche de travesía, tanto para mamá como para mí. Al momento de atracar el vapor, en el Puerto de Colón, de pie sobre el muelle, una mujer de cabellera rojiza resplandecía bajo el sol, era la tía Cary que nos esperaba, linda y alegre, su sonrisa de felicidad al vernos lo decía todo. Pasamos la noche en casa de una pareja amiga, para al día siguiente viajar en automóvil hasta ciudad Panamá. La pensión en donde vivía mi tía, estaba situada en una calle muy céntrica, la administraba una señora colombiana y los huéspedes eran fijos. Fuimos a conocer el Panamá Viejo, el de los piratas, también fuimos a la playa, a conocer el gran Canal de Panamá, a la zona del Canal, a visitar parientes, y a la calle del comercio, con tiendas maravillosas que ofrecen cosas lindas y baratas. Mi tío Mario, hermano de mamá, vivía en la Provincia de Chiriquí y vino a visitarnos, me compró muchos regalos. Aquel fue mi primer viaje internacional. Regresamos a principios de marzo porque ya entraba la escuela, cursaba el quinto grado, y me sentía mujer. Tenía oculta una libreta adonde apuntaba los versos que escribía, y por primera vez en mi vida me enamoré. En un ensayo de Coro de todas las escuelas públicas, que se ensayaba en el teatro Raventós, me encontré de frente con un alumno del edificio metálico, blanco, narizón y rubiete, que se llama Claudio y me encantaba, nos dimos una tremenda cuerda. Creo que en las dos horas de ensayo no dejamos de vernos uno al otro. Definitivamente este sería mi gran primer amor, al que dediqué páginas y páginas de poesía emocionada, pero debido a nuestra mutua timidez nunca nos dirigimos la palabra sino hasta casi cuarenta años después. Lo más pintoresco del asunto, fue que en esa primera conversación, siendo ambos abuelos y yo viuda, él me confesó que me había escrito un poema de amor en aquella época de la “cuerda interminable”. Me lo envió por e- mail unos días después. Todavía se me pone la carne de gallina de la emoción, guardo aquel papel entre mis tesoros más preciados. Salimos de la Escuela, y nos graduamos de sexto grado.
El próximo viaje lo emprendí, cursando el quinto año de secundaria, en el colegio de Sión, cuando me preparaba para presentar los exámenes de bachillerato. De Guatemala llegó la invitación para nuestro grupo de ballet. A los integrantes del Ballet Tico, se nos solicitaba presentarnos en la ciudad de Guatemala y en Quetzaltenango. Solicité permiso en el Colegio, desde luego sin decir de lo que se trataba, di otra excusa Viajamos a Guatemala en un avión del ejército, un avión militar sin asientos normales, con bancas a lo largo. Al arribar al vecino país, fuimos recibidas con honores. Nos esperaban el Ministro de Cultura y el de Relaciones Internacionales. Del Aeropuerto nos trasladaron a un céntrico hotel, adonde nos entrevistaron algunos periodistas. Iba yo a cargo de doña Cuca Franco, don Aurelio Esquivel y don Gilberto Murillo, director de la orquesta que nos acompañaba. Nuestra presentación fue muy exitosa, nos atendieron de lo mejor y encontré novio, uno de los periodistas que conocí al momento de llegar. Nos hicimos amigos desde aquel momento, me llevó a su casa, conocí a su familia, y simpatizaron conmigo. Guatemala es un país hermosísimo, y el viaje fue fenomenal. Al regreso presenté mis exámenes de Bachillerato, en el año 1948 y salimos del Colegio.
Finalizando el año 49 hubo en México una Convención de la Cámara Junior Internacional, yo era miembro del sector juvenil de aquella asociación, y viajé de nuevo con un gran grupo de ticos y ticas, nos divertimos mucho. La ciudad de México nos enamoró y la amabilidad de los mexicanos hizo de aquella ocasión algo inolvidable. Como mamá no podía acompañarme, me recomendó con don Oscar Hernández y doña Tila, su señora, cuya hija: Dita, viajaba como candidata, por la sección de Costa Rica, al reinado de la Cámara Junior Internacional... Dita resultó ganadora, y todos nos divertimos grandemente. Nos hospedaron en el Hotel del Prado, de gratísima memoria, (posteriormente destruido a causa de un terrible terremoto.) En aquella oportunidad compartí mi habitación con tres buenas amigas: Carmen Brenes, Minina Maroto y Cabita Molina. Conocí a las hijas de doña Daisy Veiga, una buena amiga de mamá, y ellas, Cristina y Vivian, me presentaron a sus amigos. Entre ellos encontré otro cortejante encantador: Manuel Suárez Aceves. Fui invitada a casa de su familia en Cuernavaca. Me llevaron a cenar al recordado restaurante “El Patio,” donde se presentaba en ese momento el genial Agustín Lara. Fuimos una mañana a almorzar al campo, allá probé mi primer “mole con guajolote” y no pude evitar bañarme en lágrimas y mocos, por lo terrible de aquella primera “enchilada” de mi vida. Regresamos triunfantes al país, y nos recibieron con gran alborozo.
CANDIDATA
El siguiente año, fui postulada candidata para el Reinado de las Fiestas Cívicas, patrocinada por el diario La Prensa Libre. Diseñé mi carroza, desfilé por el centro de la ciudad, la coronación se dio en el kiosco del Parque Morazán y fueron mis damas mi prima Luichi e Irene Goicoechea. La coronación la hizo don Otilio Ulate, para entonces presidente electo, mi viejo y buen amigo.
Cuando regresé al colegio, de visita, aquella mañana de sábado, para asistir a la Misa de las Hijas de María, recibí una apasionada e injusta reprimenda de una de las monjas, por haber participado de aquel desfile, ”absolutamente desnuda”, según la religiosa. Indudablemente alguna ex compañera le había ido con el chisme, exagerando el asunto de mi sencillo “traje strapless” lloré mucho y jamás volví a visitar aquel sitio tan querido.
LA BELLEZA
En tiempo de la feliz adolescencia, nuestro maquillaje consistió en un lápiz labial de color natural, supuestamente incoloro al principio, pero que conforme pasaba el fin de semana se iba poniendo más y más fuerte, para que el lunes, en el baño, ni con jabón del de lavar las ollas se quitaba. Llegábamos al colegio con los labios morados de restregarlos tanto. Teníamos además para usar durante la semana, manteca de cacao en barrita para los labios, un frasco de vaselina negra para las pestañas, un lápiz de cejas negro (cerote negro, pedía mi tía salvadoreña en la botica y yo moría de la vergüenza) polvos de arroz y pare de contar. De perfume el Agua Florida de Murray y Lahmann o el Agua Colonia de la Fábrica Nacional de licores. Mamá que era una bella mujer, usaba los productos de Elizabeth Arden constantemente, pero a pesar de su insistencia, jamás pude seguir su ejemplo en ese aspecto, nunca fui vanidosa ni constante……………………………………….
PEINADO
Algunas compañeras asistían una vez a la semana al Salón de Belleza de Nuria Alsina, para ser atendidas, lo normal para la mayoría fue peinarnos solas, si acaso iríamos al salón el día del baile de graduación o el de la boda.
Mediante una redecilla delgada, rellena de pelo muerto, que se llamó “la rata” formábamos unos bucles que se usaban a ambos lados de la cabeza, o un moño en forma de corazón atrás, prensado con unas prensas negras o rubias y ganchos de metal. Con una peineta, un lazo, o unas flores, nos sentíamos igualitas a Heidi Lamar.
A menudo, para ir al cine llevábamos también el sombrero con velo de mamá, una capa de piel y hasta guantes y nos asábamos durante las dos horas de película, antes de salir al recreo.
LA MODA
La moda cambió durante la época de los cuarenta, de repente la población de San José se volcó al estilo norte americano de vestir, la moda europea, de hechura a la medida y elegantes terminados a mano, con sobrecostura francesa, que antiguamente siguieron nuestros ricos, dejó de interesar. Las damas de cualquier nivel se sometieron a lo publicado en revistas y periódicos. Se comenzó a usar ropa americana de partida, fabricada por tallas, y todavía había mucha ropa hecha en casa. Las mujeres de mi generación, casi todas, hasta las menos hábiles, cosíamos al menos los ruedos de las sábanas y fundas, los limpiones, las mantillas para los bebés, los tendales de los aplanchadores, delantales, los uniformes de los niños, las pijamas, muchas veces utilizando sacos de harina blanqueados al sol.
Y las expertas, cosían toda la ropa de hijos e hijas. Recuerdo a una admirable amiga, vecina muy cercana, que cosía a mano, hasta los colchones de las camas, haciendo también los trajes enteros y las camisas para sus hijos varones adolescentes.
Hubo en aquel San José, durante esa época, excelentes modistas y costureras, especialistas en diversos temas. Algunas hacían bellos trajes de novia, como doña Lía Ortiz de Altman, y María Eugenia Alfaro de Carazo, otras se dedicaban a fabricar trajes de Primera Comunión, como María Virginia Arce de Pacheco, otras hacían trajes de fantasía como mamá y doña Carlota Rizo, algunas se especializaron en trajes de fiesta para niñas, como doña María Enriqueta López de Pacheco, todas ellas señoras de alta alcurnia, de lo más granado de la sociedad, no veían menoscabo alguno en trabajar en su casa.
Quienes hoy cosen, lo hacen en fábricas, no saben cortar ni tallar, solamente pasan costuras rectas en máquinas industriales. Las modistas criollas se terminaron.
Las mujeres de mi generación, en la época matrimonial y mientras criábamos a la familia, vestíamos bien, nuestra ropa era agradable, lucidora, femenina y apropiada para señoritas y señoras decentes. Solamente las actrices de cine o de teatro se desnudaban ante el público, ese era su trabajo. Las damas nos manteníamos decorosamente vestidas cualquiera que fuera la oportunidad.
Como mi familita aumentaba en forma contínua., además de hacer labores de casa, aprendí a coser ropa de niños con Virginia Fournier de Urcuyo, les cosía sus pijamitas, y los trajecitos de mi hija mayor, seguida por tres varoncitos a quienes no intenté coserles nada porque la ropa de varón no me salía, quedaba horrorosa. Vinieron luego otras dos niñitas, para quienes volví a recomenzar con mis costuras. Cuando ya todos fueron a la escuela, intenté varias veces regresar a la U, participando anualmente en Cursos de Verano. También cursé talleres de cerámica y otras artesanías, y tomé clases de pintura al óleo con la encantadora Margarita Chavarría de Facio. Tiempo después seguí unas clases de acuarela con la excelente Gisela Stradman de Ortiz, además de las clases de cocina que me diera mi suegra, y más tarde doña Hilda de Sauter. Por las mañanas asistía a esas clases, y por las tardes vigilaba tareas de la escuela, además a menudo tenía encargos para hacer disfraces, y con mis vecinas más cercanas tuvimos una fábrica de piñatas y adornos para fiestas infantiles. Vivíamos en una urbanización muy segura, todos los niños jugaban en la calle, casi no pasaban vehículos por allí. Los chicos podían salir en bicicleta y alejarse de casa sin ningún temor, la ciudad era pacífica y segura, no había maleantes ni peligro alguno a la vista, en aquel tiempo feliz.
La mal llamada “moda actual”, ni es femenina, ni elegante, tampoco es cómoda para nada. De lo que se trata es de enseñarlo todo, aunque con esto las mujeres salgan perdiendo. Como mercadería en oferta, las damitas salen mostrando al mundo cada centímetro de su piel. Es por esa razón que ya los varones no cortejan ni persiguen a la mujer de sus sueños, están aburridos de que sean las mujeres quienes los persigan a ellos, los roles se cambiaron, dando paso a enormes problemas.
Al ser, la mayoría de las jovencitas, amantes y admiradoras obsesivas del modelo actual, o no comen del todo y se enferman, o por ansiedad, comen demasiado, se frustran, y sufren. Se plegaron a la locura imperante, cual monstruos extra terrestres, imitan la figura del insecto. Como orugas lucen tres cinturas diferentes: una debajo del busto, otra en donde estuvo la cintura original, y otra bajo el estómago, dejando fuera la porción más privada, menos bella y más vulgar de su cuerpo.
Las de clase media baja, mejoraron su estilo, se pusieron a la moda y se hizo difícil el reconocer “quién es quién” entre las jóvenes. El pantalón de mezclilla, los tenis y los piercings, emparejaron las clases. Eso sin nombrar los tatuajes, tan corrientes y vulgares, antes usados exclusivamente por los “lobos de mar”, seres ignorantes y bastos, barbudos y gordos, que poblaban los muelles del mundo.





CAPÍTULO DUODÉCIMO
FECHAS INOLVIDABLES
Navidad, navidad, dulce navidad…
Durante mi niñez, en días previos a la Navidad la actividad en mi casa era incesante. Rompían los Nortes y un frío agradable nos estremecía desde la mañana, también a ratos caía una lluvia finita, “Las garúas del Niño Dios.”
Por la calle se escuchaban villancicos, y los niños temblábamos tanto de frío como de emoción. Las mejillas sonrosadas y tibias, los ojos deslumbrados, cual perritos ansiosos arrimábamos las narices a las vidrieras para ver más de cerca las confituras, uvas, manzanas escarchadas, chocolates, turrones en frascos luminosos con lazos rojos y verdes.
En los escaparates brillaban luces de colores, y bajo túneles de cartón un trencito silbaba arrastrando varios carros sobre la angosta línea. Cerca de allí un oso de peluche gigantesco descansaba sobre una cocinita de cartón, y una tortuga con ruedas era jalada por dos renos dorados. Todo era mágico en aquella época, la ilusión nos mantenía sonrientes todo el tiempo. Campana sobre campana, y sobre campana una, asómate a la ventana, verás el Niño en la cuna, Belén, campanas de Belén, que los ángeles tocan, qué nuevas me traéis…
Desde que aprendí a escribir, sobre la mesa de cortar ponía mamá la lista de direcciones para rotular los sobres de las tarjetas de felicitación, que había que mandar a amigos y parientes. Tenía que ser con tiempo porque había guerra e iban por barco. Fui la eterna encargada de ese departamento. Debía responder las postales que mandaban las tías Quesada López-Calleja desde La Habana, dibujadas y pintadas a mano y las de otros familiares y amigos cercanos. Mamá compraba papel especial para envolver los regalos “un cariñito” para cada quién, el presupuesto era exiguo. Muchos de esos regalos, si no todos, eran hechos en casa, pos sus hábiles manos: tapetes bordados, limpiones, galletas y conservas, detalles que demostraban el cariño con que fueron hechos. A principios de diciembre me llevaba a” ver ventanas” a la Avenida Central para que yo pudiera hacer un inventario de los juguetes en las diferentes tiendas y en la primera semana de diciembre a más tardar escribía la carta al Niño Dios, con una lista de todo cuanto deseaba pedir, prometiendo ser buena y portarme bien. Esa carta la guardaba mamá para ponerla frente al portal, de allí se la llevaría el ángel por la noche.
Muy de mañana iba a fijarme si la carta aún estaba, si había desaparecido me sentía feliz al saber que el Niño Dios la había recibido.
Comenzando el mes o durante su transcurso, por lo menos nueve días antes de Navidad hacíamos el portal. El aroma era diferente al del resto del año, un aroma peculiar, picante y rico. Entre hojas de plátano para los tamales, cohombros que se colocaban cerca del nacimiento, uvas y manzanas en la mesa, y vino tinto para la sangría, aquel olor era un acicate para poblar la mente de sueños diferentes. ¡La nariz me temblaba de emoción al escuchar bullicio en la avenida, era época de jolgorio y de aventura, llegaba navidad!
Me correspondía el oficio ambicionado de pintar o retocar los telones de fondo del portal, las azules montañas, el cielo celeste claro y la estrella del Niño en plata. Colores terracota en los caminos y sobre la ruta de los Reyes Magos. No faltaba una oveja quebrada que reparar, un árbol que perdió su pie o una casa rota. Mamá gritaba:” Margarita, por favor alistá la goma de harina y no te olvidés de ponerle ácido bórico para que las cucarachas no se la coman.” “Trae la paja, trae el heno, El portal déjalo aquí, La mula, el buey, así, así, Ya está bueno, ya está bueno…”Alcánzame el Agua Florida y el algodón para que la niña limpie a la Sagrada Familia y a los Reyes ¡Cómo se empolva todo!
Mamá armaba el portal forrando cajas de cartón con papel encerado, coloreaba la montaña con ocres de color, y ponía aserrín teñido para diferenciar las tierras. En las montañas lucían los ranchos de paja que vendían las hermanas Cari y Chela Chavarría, dos señoritas solteras, maestras retiradas, vecinas nuestras. Casi todo el reino animal estaba representado en el portal: ovejas, complemento inevitable de los pastores, gallinas, gallos y pollitos, caballos, cerdos, vacas y terneros, fieras como tigres, leones y elefantes en las montañas, una que otra jirafa y camellos los únicos bien justificados, peces, patos y cisnes en los ríos. Claro que a veces los pollos podían ser más altos que las jirafas ¡Hay de todo en la viña del Señor!
El portal se fabricaba en la sala, habitación principal, para gloria de Dios. Lo colocábamos en el suelo pidiendo al Creador que reparase casa a todos los miembros de la familia. Rezábamos la novena comenzando el día dieciséis de diciembre para terminar el veinticuatro, cuando llegaba, al fin, la figurita del Niño al pesebre, entre San José y la Virgen, a las doce en punto de la noche, cuando comenzaba la cena familiar.
“Bienvenido seas Niño, Niño del alma, A esta tierra de abrojos, valle de lágrimas, Pues solo el verte endulza los pesares del que padece.”-
Para hacer los tamales, siempre se utilizó la receta heredada de las abuelas, históricamente ese oficio tan grato nos reunía alrededor de una mesa grande, a prepararlos, entre todos, para la cena de navidad. El día destinado, desde temprano en la cocina se trajinaba, para echarlos en el agua hirviendo a borbollones, a cocinar, y cuando llegara papá a las cuatro, ya estarían cocinadas las primeras piñas, para comerlas con un buen café. Eran pocas las casas que no tenían refrigeradora, en tal caso habría que hervir los tamales a diario, para que no se descompusieran. Puedo asegurar que en todos los hogares del país, citadinos y campesinos hacían tamales para comerlos a la media noche, el día de navidad.
El veinticuatro, temprano en la mañana, la empleada traía del patio al chompipe, aquel que engordaron por espacio de varias semanas, el mismo a quien traté infructuosamente de hacer mi amigo. Era un pájaro negro feo y de muy mal genio, antipático, pero sin embargo lloré al saber que ese día moriría. Margarita lo subió al regazo y poniéndole un tapón en el pico, le dejó caer un buen trago de guaro por el garguero. El animal se emborrachó y cuando ya caminaba “haciendo eses” por la estancia, ella le cortó el cuello con un hacha. Después de pelarlo, quemando los canutos de las plumas con periódicos encendidos, y lavarlo muy bien con limón y sal, mamá lo preparó para la cena, relleno de pan dulce con nueces y ciruelas, manzanas y carne de ternero cocinado en vino.
En otro rincón de la cocina la tía Eva preparaba su delicioso “gallo en chicha” receta salvadoreña para la cual ponía con anticipación, cáscaras y corazones de piña en un recipiente de barro tapado. Cuando la nube de mosquitos anunció que ya estaba la chicha en su punto, ella preparaba ese plato, que era “como para resucitar a un muerto”.
Recibíamos juguetes hermosos en aquella época. Unos bebés enormes con cuerpo de tela manos, cara, y pies de pasta. Luego vinieron los casi humanos de hule, que se podían bañar. Un poco más adelante, ya venían con un hueco en la boquita y tomaban leche, también orinaban. Fue una verdadera revolución para nosotras, las niñas de entonces. La idea era que cada niña tuviera un bebé, para que aprendiera a atenderlo, a cobijarlo, a dormirlo, darle de comer, chinearlo, era el entrenamiento para el rol natural y obligado, el único adecuado para una niña normal.
El niño Dios nos traía ese bebé, con su cuna, su armarito o una canasta con ropa, mesita con sillitas, trastecitos, libros de pintar, crayolas, muñecas de recortar en papel, con vestidos y sombreros. Tuve una muñeca rusa finísima de fieltro que se llamó Lena, para mi disgusto, no se podía desvestir, la ropa la tenía pegada. También tuvimos muñecas de porcelana con cuerpo de tela, modelos exclusivos y muy costosos, de colección, que aún hoy se pueden encontrar en las grandes tiendas de antigüedades de los Estados Unidos. Estas muñecas de porcelana eran para sentarlas en la cama, no se podía jugar con ellas, estaban muy bien vestidas y peinadas, tenían cabello largo con colochos, pero eran intocables.
Usábamos yaxes, cromos, cuerdas para saltar, y para las deportistas, las insustituibles bolas. No hubo Barbies en nuestra época, las muñecas nuestras eran niñas, con cuerpecito de niña y sin ninguna de las cualidades de esas famosas “Barbies” que son en realidad adolescentes con cuerpo de mujer. Las niñas de entonces no habríamos apreciado tales cualidades en nuestras muñecas, éramos demasiado ignorantes e ingenuas.
No me olvido de la casa de muñecas que mamá construyó para mí, con sus manos de hada. La hizo en una caja grande de cartón. Tenía dos plantas, escaleras y balcones. Fabricó todos los mueblecitos, cortinas, alfombras y cuadros, era una belleza.
A los niños nos vestían muy bien, con elegantes ropas de invierno recorríamos la Avenida Central de arriba abajo, comenzando en la esquina de la Cantina Chelles y terminando en la esquina del Diario de Costa Rica. Se tiraba confeti y serpentinas y se admiraban los arreglos lumínicos que lucía la calle, coqueteando entre sí, muchachas y muchachos. Había ventas de sombreros de cartón, cornetas y antifaces, el paseo comenzaba como a las cuatro de la tarde y se prolongaba hasta entrada la noche. Se daba ese paseo durante el mes entero, y se incrementaba desde el día veinticinco hasta el primero de enero, porque era entonces que se celebraban las Fiestas Cívicas.
Para los chicos las celebraciones de Año Nuevo carecían de importancia, lo único que a todos nos desvelaba, era la famosa cita bíblica: “Mil y más años vivirás pero a los dos mil no llegarás.” ¡Pero faltaba tanto todavía!” Los adultos participaban en elegantes fiestas privadas, que se celebraban en diferentes sitios. Los niños nos conformábamos solamente con asistir al almuerzo del primero de enero cuando nos dejaban brindar con sangría, vino en agua con manzanas en trozos y se comían viandas muy sabrosas, uvas, peras, manzanas, nueces y almendras, que solamente llegaban al país para esa fecha.
Para el pueblo en general se celebraban bailes en los parques, las Fiestas Cívicas tenían lugar en Plaza González Víquez había juegos mecánicos: los caballitos, la rueda de Chicago, los carritos chocones, la casa de los sustos, las lanchitas voladoras, el enorme tobogán que destacaba altísimo en la plaza, adonde papá me acompañó por varios años, y, sentándonos ambos dentro de un saco de gangoche, nos tirábamos juntos, yo dando gritos, más de la alegría de compartir con él,que del miedo que me daba la altura.
A los niños y a los campesinos perteneció la emoción de “las Comparsas”, fantoches que salían a la calle desde la mañana, acompañados con músicos, payasos y gigantes, diablillos y calaveras, que nos perseguían con un “fuete” con el que insistentemente nos trataban de golpear. Los juegos de pólvora que se hacían en la Plaza de Toros y se veían desde toda la ciudad. Y en la avenida, el lanzamiento de confeti y serpentinas, el sonido de los pitos, las matracas y a veces perseguidores, ponían emoción al momento. Era una época realmente linda.
El pueblo disfrutaba de la Plaza de Toros, en donde observaban las “corridas a la Tica” que todavía perduran, con toreros improvisados y valientes que se jugaban la vida en ese deporte, disfrutaba igualmente de jugar Lotería, y de montar a caballo. Generalmente participaba de “El Tope” que se celebraba al comenzar las Fiestas Populares, cada vez había mayor participación de valientes jinetes que montaban preciosos ejemplares equinos. También había la “monta de toros” durante las corridas.
Todos, ricos y pobres, participábamos juntos de las actividades. La gente importante celebraba bailes de gala en los Clubes Sociales de renombre. Pero asociaciones como el Club de Leones y el de Rotarios, casi siempre alquilaban un espacio en la plaza, para hacer salones de fiestas, con baile y todos íbamos a bailar allá felices.
Hoy la Municipalidad propicia y organiza con gusto el llamado “desfile de la luz” que vino a sustituir el desfile de carnaval de otros tiempos. También auspicia y organiza el tope, que constituye el maravilloso espectáculo de centenares de caballistas luciendo sus hermosos ejemplares equinos, que el público entusiasta aprecia y disfruta. En la ciudad de San José se celebró siempre el baile popular de Año Nuevo en los parques Morazán, con la orquesta tocando en el kiosco. Cuando aquel espacio fue insuficiente, se extendieron los bailes a la Plazoleta de la Soledad y al Parque Central.
PRIMEROS NOVIAZGOS
Al igual que el resto de mis compañeras, fui muy noviera. En aquel tiempo bendito estábamos tan resguardadas por las costumbres, que tener novio casi no tenía significado, a lo máximo que se atrevía un chico de aquella época era a tomarte la mano, apretarte un poco durante el baile y tal vez un besillo muy casto atrás de la puerta para despedirse. No existía intimidad alguna entre las parejas jóvenes, los muchachos estaban muy advertidos y respetaban a las muchachas, desde luego en todas partes se cuecen habas y a veces ocurrían accidentes, pero eran la excepción a la regla.
Aquellos noviecitos no eran, “amigos con derechos”, tampoco tenían la obligación de hacer invitaciones, en el cine o la soda cada quien pagaba por lo suyo. Nadie tenía carro, del cine o del parque el cortejante te acompañaba a pie hasta tu casa. No eran novios de “puertas adentro”, jamás se habrían atrevido a abrir un refrigerador, ni a tomarse un refresco que no les ofreciera la señora de casa. Y por supuesto un noviecito de aquellos nunca entró al dormitorio de su amada, que solo podía recibir sus visitas durante el fin de semana y en el área social, en presencia de toda la familia, o en el jardín.
Los muchachos de entonces no contaban con dinero para invitar a la novia, y eso era comprendido y aceptado por todos. Mi primer novio, en la adolescencia, fue primo de mi mejor amiga, vivía en San Pedro y venía a visitarme tomando el tranvía, ningún joven, por ningún motivo, tomaba un taxi. Y desde luego los padres y madres de aquel tiempo no prestaron jamás su automóvil a los jovencitos, antes de que aquellos cursaran, al menos los últimos años de Universidad.
Mi primer novio-niño fue un chiquillo con quien patiné en el Parque Morazán, cuando tendríamos a lo sumo ocho años. Se llama Álvaro, es hoy un destacado periodista, y continúa siendo guapo, aunque es desde luego, un señor mayor.
A los diez fue el romance-sueño que sostuve con el querido Claudio Gutiérrez, el rubio interesante de mi historia. A los catorce, me hice del primer novio en serio, el primo de mi mejor amiga, que “jalaba” entonces con un primo mío. Nos hacíamos visita en casa de ella. Los varones jugaban tenis en la cancha, mientras nosotras jugábamos de casita, en el cuarto de juegos. Nos juntábamos para tomar el té. Vísperas de navidad él me dio el primer beso de mi vida, que por cierto no me gustó para nada. Hoy me causa hilaridad pensar que hasta los empleados y mensajeros me saludan de beso.
Cuando converso con mis hijas y nietas, acerca de esos temas, me sorprende escuchar cómo las chicas se expresan acerca del “cuerpazo” que tiene algún muchacho que les gusta, de su magnífico “derriere”. No pueden creer que yo jamás vi el cuerpo a ninguno de mis novios, mi vista siempre llegó del cuello al cabello, como si aquellos jóvenes fueran “querubines” de los que pintan en los altares de la iglesia. Mis novios, para mí, nunca tuvieron cuerpo.
Antes de cumplir los diecisiete años me enamoré por primera vez, en serio y apasionadamente. El muchacho me encantaba, a mí y a otras mil, nos encantaba a todas, era un pavorreal. Vengué, en otros muchos que me amaron, lo que me hizo sufrir aquel, que no me amó. Fui novia de varios amigos que recuerdo, no me enamoré de ninguno de ellos. Era muy fácil tener novio así. No existía el menor contacto físico, a lo máximo que se podía llegar en una de aquellas relaciones, era a tomarse de la mano, ni los chiquillos se animaban a algo más, además siempre estábamos custodiadas por personas grandes.
El muchacho que te acompañara al cine, te venía a dejar a la casa a pie, o a lo más en bus o en tranvía, si había lluvia. Fuimos jovencitas sencillas sin ninguna pretensión ni delirio de grandeza, genuinas hijas de unos padres inteligentes, modestos y recatados, que no participaron de ningún derroche, padres con principios morales muy bien cimentados, ahorrativos y trabajadores.
Para ver al “traído” (el noviecillo) durante la semana, nos las arreglábamos así: a escondidas de las monjas nos asomábamos por los corredores altos del colegio, a mirar hacia el parque, para descubrir si el muchachillo estaba allá esperando. Salíamos temblando de ansiedad, y caminábamos a lo largo de la Cuesta de Moras, a pie si la tarde estaba linda, y en tranvía si llovía.
Ya perdido de vista el colegio, el cortejante a veces se acercaba, “nos caía”, decíamos entonces. Pero si por desgracia nos descubría alguna de las espías que las monjas tenían, por ejemplo la profesora de piano, esa semana nos quitarían la cruz, bajando la nota de conducta irremediablemente. Algunas veces los chicos se subían a la verja de la casa de don Stanley Lindo, el abuelito de mi amiga Denise, y allá los descubríamos temblando de miedo y de la emoción, las piernas precariamente nos sostenían, éramos las románticas enamoradas del amor de folletín.
Acompañada de alguna compañera, salía del colegio a la calle, ¿Nos vamos en tranvía?- Está bien, pero me acompañas a dar una subidita a la avenida. Nos bajamos del tranvía frente al switch de La Garza, de allí se vislumbraba la avenida repleta de muchachos, recostados a las fachadas de los negocios, saludando y piropeando a las colegialas que paseaban arriba y abajo de la avenida central, como ensayando una pasarela o más bien como mercadería en oferta.
¿Ves lo que te dije? Allí en El Petit Trianón están todos.- Nos quitamos el sombrero y la capa y de forma apresurada nos pasamos un peine. ¡Allí estaba mi príncipe, recostado a la pared, mirándome sin disimulo! El noviecito aquel se fue a estudiar al extranjero, yo quedé destrozada. El día que fui a despedirlo a aeropuerto, lloré desconsolada mientras leía versos de amor de los libros de tía Cary:- Pablo Neruda, Alfonsina Estorni y Gabriela Mistral declamaron para mí la pena y dulzura del cruel sentimiento, relato musical desesperado que vivió mi corazón de dieciséis años, desolado por la primer tristeza sentimental que llegaba a mi vida.
Tuve muchos otros acompañantes, fui popular y perseguida, jamás estuve sola, sin al menos un cortejante, pero no quería novios. Prefería tener amigos, me aburría pronto de los novios posesivos que no me dejaban bailar con nadie más y esas cosas, no fui muy fiel ni muy constante...
Cercana a mi mayoría de edad, volví a encontrarme con Fernando, quien luego sería el padre de mis hijos, quien me conquistó con su paciencia y su dulzura, su entrega absoluta, y su bondad. Terminé casándome con él, para dicha de todos nosotros. Fernando fue un hombre muy bueno, cariñoso, responsable, el mejor marido y padre del mundo. En realidad lo conocí de niña, cuando iba a su casa a jugar con su hermana menor, mi compañera en la escuela. En aquel tiempo él era ya un muchacho grande, y muy pronto lo enviaron a estudiar a los Estados Unidos. Cuando lo reencontré aquella navidad, habían pasado muchos años, él estaba trabajando aquí y reanudamos la amistad... Quienes fuimos madres en aquellos días, dedicábamos todo nuestro tesón y nuestro esfuerzo en procura de una formación adecuada para los hijos, sin embargo en muchas cosas nos equivocamos, no existe un curso que ofrezca el sistema adecuado para criar bien a los hijos.
Los roles en nuestro tiempo estuvieron perfectamente definidos, la mujer al hogar, y el hombre al trabajo, dedicando su tiempo a producir con qué mantener a su familia. Por tal acuerdo tácito, las damas solíamos hacer los oficios domésticos, cocinar bien, hacer repostería, decorar queques, coser, bordar, tejer, pintar, tocar un instrumento y escribir, había tiempo de sobra, y sobre todo tuvimos la ventaja de un proveedor, que se preocupara de lo material, y que fuera nuestro apoyo en cualquier circunstancia de la vida. Íbamos de chaperonas, cuidando la integridad física y moral de nuestras hijas, a todos los bailes y paseos, acompañábamos a las muchachas a todas partes, cuidándolas como ángeles guardianes para que nada malo les pudiera suceder. La juventud actual no lo permite, casi desde los doce años los chiquillos se rehúsan a salir con sus padres y las niñitas prohíben a las mamás, que se dejen ver, cuando las van a dejar a una fiesta, en casa de amigos. “Que pelada “dicen, no saludan a la señora de la casa, ni dan las gracias, ni se despiden.
En nuestro caso, jamás las niñas de un colegio de monjas veíamos varones, los colegios eran exclusivamente para hombres o para señoritas, no existían colegios mixtos, por eso nos entusiasmaba descubrir a aquellos jovencitos, que eran nuestros contemporáneos, conversar con ellos, intercambiar conceptos, coquetear. Aquel encuentro podría ser el origen de un futuro noviazgo, que muchas veces terminaba en boda. Hasta aquel momento mi vida había sido divertida y sin preocupaciones. Abundaban los amigos y los cortejantes, tenía magníficas amigas y todo marchaba estupendamente bien. De pronto todo cambió, con la enfermedad de papá él debió regresar a casa desde Honduras adonde estaba trabajando, estaba incapacitado y yo era la llamada a sacar a la familia adelante. Por un tiempo ayudé a mantener la casa de mis padres, y la unión entre todos fue la forma de superar la prueba.
Me vi obligada a suspender mis estudios y buscar trabajo, se lo debía a mis padres- A la vuelta del tiempo aquella experiencia traumática, me ha rendido muchísimas satisfacciones. Cada vez que lo pienso me siento más feliz de haber sido de alguna ayuda para aquellos padres buenos que tanto hicieron por mí. Salí de la Universidad, y tuve la suerte de encontrar rápidamente una oportunidad de trabajo, en un sitio decente y céntrico, mis actividades y mi horario cambiaron, ya no tendría tiempo de acudir a clases. En el trabajo estuve bajo la dirección de un buen amigo, compañero de la U, y el dueño del negocio era un señor conocido y bueno. Rápidamente hice amistad con mis compañeros, que fueron excelentes, y allí trabajé por espacio de dos años, hasta que me casé. En aquella época una mujer contraía matrimonio casi adolescente, de diecinueve o veinte años, y los varones lo hacían también muy jóvenes, a los veinticinco como máximo, mi novio era mayor, me llevaba diez años. A todos nos entusiasmaba la idea de formar un hogar, de tener niños pronto. Si la regla continuaba llegando por algunos meses, toda la familia en pleno lloraba con nosotras, nunca pensamos en distanciar el momento de concebir un hijo por razón alguna, aquel era, para cualquier mujer, el mejor regalo de Dios. Algunas de mis amigas habían viajado al extranjero, a culminar estudios, graduándose allá. Otras entraron a trabajar en diversas empresas. Nos veíamos menos, pero siempre estuvimos en contacto, muchas ya se preparaban para casarse.

CAPÍTULO DÉCIMO TERCERO
SOPLAN VIENTOS DE GUERRA

La revolución española había estallado en Europa y las noticias eran apabullantes, todos teníamos lazos de sangre y de cariño con la madre patria. España era importante en nuestra historia, y convivían con nosotros muchas familias españolas. Al mismo tiempo sostenían una guerra cruenta Japón y China. La muerte era un fantasma que se extendía sobre los continentes. Las noticias informaban en la prensa: “En el Mar de Coral fue derrotada la marina japonesa”. “Japón en pie de guerra. Los japoneses ocupan Manila…”
El 1 de setiembre de 1941, el ejército alemán comandado por Adolfo Hitler, atacó Polonia, y comenzó la segunda Guerra Mundial. Los países del Eje invadieron Europa Central, Francia e Inglaterra declararon la guerra a las Fuerzas del Eje. La persecución a los judíos se daba en los países dominados por el régimen fascista y nacional socialista. El periódico decía en aquel momento: “Se calcula que, para la primavera, Hitler declarará la guerra a los Estados Unidos. Pertrechos para un ejército de dos millones ochocientos mil hombres prepara Estados Unidos”.
Dos años más tarde, el 7 de diciembre de 1941, el Japón atacó las instalaciones del Ejército de los Estados Unidos en Hawái. En forma artera, los japoneses atacaron la Base Naval más importante, del Ejército norteamericano: Pearl Harbor, los Estados Unidos de América, entraron a la Guerra. El 8 de diciembre del mismo año. Costa Rica declaró la guerra al Japón, y el día 11 de ese mismo mes, hizo lo propio con Alemania e Italia. El horror del conflicto nos alcanzaba.
La decisión presidencial molestó al grupo simpatizante de los nacional-socialistas, y comenzó, a disminuir la popularidad del gobernante.
En un diario de la época se publicó: “El Costa Rica Country Club, invita a los socios del Club Unión y a sus amigos, al homenaje que brindará en sus instalaciones en Escazú, el domingo al mediodía, en honor del Excmo. Señor Presidente de los Estados Unidos de América, Mr. Roosevelt.”
Por un acto político, un acuerdo entre presidentes, durante aquella visita al país el Presidente Roosevelt conversó con el doctor Calderón Guardia y decidieron la política a seguir, Costa Rica le declararía la guerra a las fuerzas del Eje.
Nuestros puertos, bahías y penínsulas fueron bases militares semi-ocultas, tomados para efectos tácticos. Pertenecíamos al grupo de los países “Aliados”. Se sospechó de la construcción de aeropuertos clandestinos en el país. No estuvieron muy claras las noticias acerca de ese punto. Las exportaciones e importaciones sufrieron un cambio drástico. En el Sur se construía la Carretera Panamericana, y había multitud de gringos en el país. Las noticias decían: “Submarinos japoneses en aguas costarricenses, fueron destacados en el Golfo de Darién. Costa Rica quedará comprendida en la quinta Zona de Defensa Continental”.
El efecto de toda esa desolación nos afectó, fuimos hijos de la depresión sufrida por el mundo después de la primera guerra mundial, crecimos con estrechez, frugalidad y severidad, no hubo derroche ni consumismo en nuestra realidad. Conformamos una generación con firmes bases espirituales y morales, razonablemente feliz, solidaria y con los pies firmemente apoyados en la tierra, y cuando, en plena adolescencia, pletóricos de ilusión soñábamos vivir en un remanso de paz, alrededor nuestro el mundo entero se desmoronaba, en la más feroz de las guerras modernas. Ante la amenaza de marchar al frente, la juventud del mundo quiso vivir apresuradamente todo, no sabía cuánto tiempo que le quedaba de vida.
En Norte América los padres veían marchar a sus hijos hacia el campo de batalla, y muchas veces recibían de vuelta una carta, con una medalla al valor, para su hijo fallecido. En ocasiones dos hijos, o tres. En las ventanas de sus hogares, ondeaban banderas, que indicaban cuántos hijos había dado esa familia al país. En las ciudades escaseaban los varones jóvenes, las fábricas, los hospitales, fueron atendidos por valerosas mujeres, que tomaron las riendas de todo, y, abandonando sus anteriores roles, se dedicaron a ayudar a la patria, en esa lucha.
También los actores, los artistas de cine, los músicos, viajaban como voluntarios al frente, para entretener a las tropas, darles valor y cariño. La situación tan conflictiva influyó en nuestra vida cotidiana de diferentes formas, y sus consecuencias nos llevaron al desenlace de hoy, propiciando una destrucción masiva de la naturaleza, que afectó a todos los países y regiones del mundo, y dio cabida al relajamiento en las costumbres que hoy mortifica tanto a los que todavía pensamos.
Con angustia recuerdo los hechos acaecidos en mi país, y en el mundo, poco antes de estallar la segunda guerra mundial, el planeta se tambaleaba entre estallidos de armas, y en nuestra patria comenzaba a gestarse la revolución.
A comienzos del año 40, siendo gobernante el Dr. Calderón Guardia, se dieron las circunstancias de división que propiciaron lo que sucedió después, durante los años 44 al 48, años de dolor, años de luto, años en los que, en medio de tanta pena, con la inconsciencia de la extrema juventud, queríamos ser alegres y entusiastas jóvenes adolescentes, cuya vida comenzaba, pletóricos de ilusiones y esperanzas, aún cuando nuestro mundo se convulsionara volcado en sangre y en horror.
Los jóvenes apenas despertábamos a una vida, que confiábamos sería alegre, hermosa y justa; a cambio de eso, fueron tiempos de tristeza y lágrimas, de dolor y de muerte que tuvimos que afrontar, sin comprender ¿Qué estaba sucediendo, ni por qué? Una conjunción de circunstancias adversas, anticipó la revolución interna en nuestro país, impulsando el cambio de valores y costumbres de que antiguamente hicimos gala, y que hoy algunos extrañamos, cambió posiblemente el rumbo de nuestras vidas.
Por años nuestro país se había mantenido sujeto al sistema democrático costarricense, un pueblo sumiso al servicio de la oligarquía, entre trabajadores y patrono existía una relación casi patriarcal. El proyecto cultural de los Liberales puso las bases de la cultura nacional moderna. Los grandes intelectuales liberales integraron el grupo que se llamó, “Grupo del Olimpo”, cuyo proyecto estaba basado en el orden y el progreso. Contemplaban aquellos pioneros, casi exclusivamente, a las ciudades y provincias de la meseta central. Los pueblos de la costa, Limón, Puntarenas, las zonas fronterizas, los pueblos indígenas y la Provincia del Guanacaste, escaparon a la homogenización del Nacionalismo Liberal y quedaron al margen del progreso, integraron la Costa Rica ignorada por los gobiernos.
Para los liberales importaba únicamente su adinerado y exclusivo barrio de Amón, su Teatro Nacional, el Palacio Nacional, la Fábrica de Licores, el Hospital San Juan de Dios, monumentos y estatuas conmemorativas, que, en el caso del Monumento Nacional y la estatua a Juan Santamaría, en nada representan a nuestro tipo racial. Utilizaron en ambos casos figuras del modelo francés, que no corresponde al nuestro. En la segunda mitad del Siglo XX el proyecto Liberal entró en crisis y sufrió una reorientación sustentada por los Social Demócratas. Vendrá después, el Proyecto Neo Liberal, como un nuevo modelo.
Al comienzo de la década de los cuarenta, el presidente, Dr. Rafael Ángel Calderón Guardia, inició el proyecto revolucionario para rectificar graves deficiencias del Derecho Clásico Liberal, que había prevalecido en Costa Rica desde el Siglo XlX, y a implementar el espíritu y la letra del Derecho Social, apoyado por Monseñor Víctor Manuel Sanabria, nuestro Obispo, que interpuso su autoridad en defensa de tales acciones, aún a riesgo de que sus actos, puestos al servicio de la justicia social, fueran mal interpretados, ubicándolos en un contexto político que no le interesaba. No hizo monseñor, alianzas políticas con nadie.
Para el campesinado la situación fue grave, desilusionados ante la decadencia del Reformismo, jefeado por el general Volio, que les había ofrecido alternativas y en quien habían confiado, y que les falló al no poder alcanzar sus metas. El conflicto estalló en 1934 en la gran huelga bananera que inspiró a Carlos Luis Fallas, para escribir su novela “Mamita Yunai”. Aquella huelga en la zona Sur; Quepos, Parrita, Damas, Cerros y Cañas, fue un suceso que con energía y decisión, el presidente en ejercicio trató de contener.
Los jefes de la iglesia costarricense condenaban al comunismo, por lo que se formó un nuevo partido, el “Partido Vanguardia Popular”, aprobado por el señor Arzobispo Monseñor Víctor Manuel Sanabria. El partido Republicano Nacional presentó, como candidato para las elecciones 44-48, al Lcdo. Teodoro Picado M. Juntos fueron a las elecciones, el Partido Republicano y Vanguardia Popular.
En la oposición se cristalizó el movimiento para la candidatura de don Otilio Ulate Blanco. La Radio devino desde aquel momento un recurso importantísimo en la vida del costarricense, su frecuente sonido inundó de pronto todos los rincones del territorio nacional, manteniéndonos informados hora tras hora. Por aquella época un aparato de radio que tuviese buena onda corta para escuchar noticias se hizo indispensable. Recogidos alrededor del mágico aparato, la familia entera: padre, madre y hermanos, escuchábamos silenciosos, las noticias que llegaban del frente. Había interferencia, miles de ruidos dificultaban el escuchar los informes, pero de pronto la vida giró alrededor de aquel aparato que nos informaba acerca de los sucesos que castigaban al mundo. La radio se hizo indispensable para estar al día con las noticias, y se convirtió en el entretenimiento más apreciado por el costarricense, su principal objeto de atención, y la alegría de todas las reuniones. Aparte de la importancia de escuchar los noticieros, el pueblo entero se plegó a escuchar la radio, y a participar de sus programas. Proliferaron en el dial las estaciones que ofrecían concursos novedosos, interesantes y entretenidos.
Había, para la élite, programas culturales de música clásica, declamación de poesía, radio-teatros, y para el público en general, hubo concursos de música ranchera, música del recuerdo, y la popular música romántica, movida y pegajosa.
Las estaciones de radio propiciaban concursos para aficionados, donde los interesados se presentaban a cantar, a tocar algún instrumento o a actuar en alguna obra de radio teatro. La “Radio City” de Antonio Múrolo ofrecía programas en vivo, numeroso público participaba en ellos, de aquellas audiciones salieron artistas, que poblaron los escenarios nacionales e internacionales. Programas como el de “Los Bobos de la Radio” en la estación El Alma Tica y en La Nueva Alma Tica, gozaban de gran popularidad. Llegaron al país las primeras radionovelas mexicanas, que cautivaron al público, siendo las precursoras de las actuales Tele-novelas. El aparato de radio gozó de especial atención, en sitio preponderante de la sala el aparato estaba sobre una mesa, o era parte de una elegante “consola” que también tenía toca discos. La familia en pleno se reunía alrededor, según fuese el programa que ofreciera. “El Mago de la Luna” relatado por Cardonita y el programa de Fu Man Chú, para los niños fueron nuestros perennes compañeros a la hora de dormir. Dedicadas a las damas, llegaron las radionovelas, los programas de recetas de cocina, y los programas religiosos.
La Voz del Trópico, de Gonzalo Pinto, y La voz de la Víctor, de Perry Girton, fueron compañeras inseparables de las muchachas del servicio doméstico que hacían su oficio al ritmo de la música ranchera. Por siempre la radio sería inevitable compañera del campesino, de los choferes, de las amas de casa solitarias, y de los románticos incorregibles. Su sonido se difundía en las calles, desde todas las pulperías y cantinas del país. La música de moda era muy romántica, alegre y movida alguna como en: La Raspa, La Bamba, El Chachachá.
Desfallecíamos escuchando los boleros de Agustín Lara, la inspiración de María Greever en la voz de Toña la Negra, el trío Los Panchos, Dolores del Río, Pedro Vargas y cantando su música ranchera, nos extasiaba el escuchar a Jorge Negrete, Pedro Infante y Vicente Fernández. De Norteamérica nos llegaron: el swing, los blues, orquestas de instrumentos de viento, Benny Goodman, Frank Sinatra, Fred Asteire, Diana Durbin, y la Orquesta de Xavier Xugat haciendo furor en California.
El cine llegó después, para quedarse, reíamos a mandíbula batiente con cómicos como Cantinflas y Tin Tan, mientras en las películas argentinas triunfaban: Pedro López Lagar, Catita y Luís Sandrini las Mellizas Legrand, y la exótica Carmen Miranda de Brasil. Cómicos fabulosos como Stan Laurel y Hardy, La Pandilla y Los Tres Chiflados. Ir al cine fue una diversión al alcance de todos. Lo continuó siendo por mucho tiempo, hasta que la televisión, tomara su lugar en la predilección de los ticos.
LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
El curioso contraste entre vivir apresuradamente, y el temor de morir en la guerra provocaron en la juventud, enorme desenfreno. Nada continuó igual, después de la guerra el mundo jamás volvió a ser el mismo. La vida se encareció, las costumbres se relajaron y la moral dejó de importar. Las parejas se casaban acabando de conocerse, las mujeres quedaban sujetas a muchas obligaciones, nueve meses después daban a luz a un hijo, que, muy posiblemente nacería sin padre.
De quienes marchaban al frente, muchos no regresaban.
En nuestra ciudad hubo muchas familias afectadas, muchachos conocidos y parientes muy cercanos, como Rogelio Castro Fajardo, mi primo hermano, y Guillermo Castro Echeverría, Guillermo Segreda Castro, primos muy queridos, además de otros muchos, ingresaron como voluntarios al Ejército Norteamericano. Todos ellos pasaron largos años en el frente de guerra, causando ansiedad y dolor a sus familias. Dichosamente salieron con vida y regresaron a la patria y al hogar, marcados por aquella experiencia.
En todo el mundo los artículos de consumo subieron de precio, hubo racionamiento de muchos productos. En Costa Rica comenzó a escasear la gasolina, se acabaron los artículos de seda, imprescindible para la fabricación de paracaídas para la Fuerza Aérea. Las medias largas de señora se conseguían únicamente de contrabando, lo que favoreció a muchas señoritas que se dedicaban a “remallar” a mano las medias rotas de las costarricenses, dejando en ello sus maltratados ojos. Hubo escasez harina y azúcar, entre otros productos de la canasta básica.
Al marchar la juventud norteamericana a luchar en la guerra, la industria pesada dejó de fabricar sus productos acostumbrados, como coches, electrodomésticos, etc. y se dedicaron a producir para la guerra: armas, vehículos, llantas, uniformes, medicamentos, etc.
Miembros del Ejército destacados en la Base Militar del Canal de Panamá, en cada licencia obtenida venían a San José. El dinero aquí se les multiplicaba y las ticas teníamos fama de bellas, receptivas y dispuestas. La vida nocturna se incrementó, se abrieron infinidad de bares y sitios de recreación, los soldados disparaban alegremente sus dólares y cortejaban a muchachas ticas, hubo muchos romances y matrimonios entre miembros del ejército y jovencitas costarricenses. La vida de nuestros jóvenes cambió. Las antiguas costumbres resultaban obsoletas, los y las jóvenes comenzamos a “modernizarnos”, para escándalo de muchos.
En otros campo fue terrible y vergonzosa consecuencia de aquella situación, la aparición de las llamadas “Listas Negras”, que investigadores de la Embajada Americana sometieron a conocimiento de las autoridades de gobierno, incluyendo en ellas nombres de ciudadanos alemanes e italianos, algunos con años de vivir en el país e incluso nacionalizados costarricenses, con hijos y nietos costarricenses.
Se pidió la intervención de sus bienes, negocios y propiedades y su confinamiento en los temibles “Campos de Concentración”. Una Junta se haría cargo de la administración, con lamentables resultados. ¡Hubo enorme indignación dentro de las personas decentes ante tal abuso! Algo semejante no se había dado jamás en Costa Rica! El atropello cometido en contra aquellas familias, dejó profundas heridas…
Para agosto de 1941, el Mariscal Rommel toma el mando de las fuerzas en África, y es obligado en noviembre a retroceder hasta Argelia, debido a la ofensiva inglesa.
En mayo reinicia la ofensiva y captura Tobruk, pero se ve obligado a detenerse por carecer de abastecimientos y suministros. En octubre los ingleses contra atacan y en consonancia con los americanos inician operación Torch, Rommel se ve obligado a replegarse. En mayo de 1943 los alemanes se entregan a las fuerzas aliadas.
El General Eisenhower desembarcó en Argelia en 1942, y alemanes e italianos abandonaron el continente africano en 1943.
Las tropas de Hitler se vieron obligadas a rendirse en Stalingrado, en febrero de 1943. Y en julio de aquel año, los aliados ocuparon Sicilia avanzando hasta Roma, destituyeron al “Duche” y Roma fue ocupada el 4 de junio de 1944.
Al año siguiente un grupo de partisanos, ejecutó a Mussolini, poniendo fin al fascismo italiano.
Entretanto, en nuestro país las consecuencias eran las previstas. El 4 de julio de 1941 se concertó en San José una concentración masiva, para protestar contra el hundimiento del vapor San Pablo, que, anclado en el puerto de Limón, había sido presuntamente bombardeado por un submarino japonés.
A resultas de esa noticia, por la avenida central desfiló la enorme manifestación, apedreando negocios propiedad de ciudadanos alemanes e italianos. La población indignada, protestaba, en solidaridad con las familias de las víctimas, los veintitrés trabajadores costarricenses que murieron en la acción.
Poco después mi papá fue el ingeniero designado para sacar el vapor San Pablo del estuario del puerto de Limón. El día 11 de ese mismo mes, el agricultor don José Figueres Ferrer, pronunció un encendido discurso atacando al gobierno por los desmanes sucedidos en la manifestación, y el gobierno lo condenó al exilio, se gestó así el nacimiento de un nuevo “mártir”. Y sumados a los acontecimientos, el caso se hizo mucho más grave cuando, además de la guerra mundial que nos tocó de cerca, nos veíamos abruptamente sumidos, obedeciendo a intereses espurios, en una guerra interna, que, según conocedores, se pudo haber evitado.
El 31 de octubre de 1941, en Puntarenas incendiaron otros dos barcos: el Fella, de bandera italiana, y el Eisenach, alemán. El Fella se hundió con su pesada carga de mármol de Carrara, y permaneció su casco visible por muchos años frente a la playa de Puntarenas. El vapor Eisenach fue rescatado, incautado y trasladado a los Estados Unidos. En julio de 1943, se promulgó el “Código del Trabajo y las Garantías Sociales” durante la gestión del Dr. Calderón Guardia. Forjadores de tal reforma social fueron el diputado don Manuel Mora Valverde, por el Partido Comunista, y el Sr. Arzobispo de San José Monseñor Víctor Manuel Sanabria, por la Iglesia Católica. Avalaron la decisión el Presbítero Benjamín Núñez y el candidato Sr. Teodoro Picado. Bajo la inspiración de Monseñor Sanabria se fundó, la “Central de Sindicatos Costarricenses Rerum Novarum”, que intentó disputar a los comunistas el monopolio de las organizaciones de trabajadores.
El gobierno del doctor Calderón Guardia, fue sucesor del de don León Cortés, y había contado con su total apoyo. El siguiente gobernante fue el Lcdo. Teodoro Picado M. En la prensa de la época leemos lo siguiente.
“Al gobierno de Picado, se oponen cuatro grupos:
#1 el Cortesismo, que comenzó a aglutinarse en las elecciones de medio período.
#2-El Partido Demócrata y Otilio Ulate, con el Diario de Costa Rica.
•#3 El Centro de Estudios para los Problemas Nacionales,
#4 el Partido Comunista.”
El Lcdo. Teodoro Picado M. como candidato del Partido Republicano Nacional dispuso aliarse con Vanguardia Popular, proponiendo un programa del que se eliminaron los aspectos notoriamente marxistas. Irían unificados a las elecciones de febrero de 1944. La situación no estaba clara para nadie.
Y pocos días después conocimos el resultado:” Elecciones ayer, en la república: 54.217 votos emitidos, 33.081 para el Partido Republicano Nacional, y 21.136 para otros. Seis diputados de gobierno, dos del partido Demócrata y uno del comunismo. Mayoría en el Congreso para el Republicano. Electo Presidente el licenciado Teodoro Picado Michalsky.”
Al licenciado Picado le tocó vivir la época más amarga de su vida, él no era un advenedizo, pertenecía a la élite, era un hombre cultivado, inteligente y buen profesional, aún así su gobierno se caracterizó por la discordia y las críticas, tuvo mil enemigos sin merecerlo, y su gestión fue camino abajo desde que aceptó la cinta presidencial, hasta que su período terminó por un golpe de estado.
Como gobernante don Teodoro desilusionó a muchos. Se le achacó mal manejo de la Hacienda Pública, pero sobre todo no perdonaron su compromiso con los comunistas del partido Vanguardia Popular. Colocó en posiciones de autoridad, a individuos agresivos y violentos, que formaban las famosas “Brigadas de Choque” y la población civil fue perseguida y amenazada. En la efervescencia de la política, muchos hombres maduros y muchachos jóvenes de la oposición, se vieron injustamente amenazados, golpeados y hasta detenidos, para llevarlos presos a la cárcel. El día 2 de agosto de 1947, damas de la sociedad protagonizaron una marcha hasta casa presidencial como protesta por esos desafueros, fueron humilladas y asustadas por la guardia. El descontento aumentó. Ya la gente no estaba dispuesta a soportar tal estado de cosas. El presidente, atrapado en un conflicto que él no provocó, huía del enfrentamiento, se le dificultó gobernar en paz. Y en medio de toda aquella confusión, Don León Cortés inesperadamente falleció.
En la oposición, surgió con fuerza la candidatura de don Otilio Ulate Blanco, un periodista, director propietario del Diario de Costa Rica.
En los últimos meses del año 47 la violencia política llegó al punto máximo, aunque curiosamente, el 8 de febrero, día de la elección, hubo tensa calma. El proceso estaría dirigido por el Tribunal Supremo de Elecciones, que daría los resultados al final de la votación. A la media noche, se supo que el candidato de oposición había ganado con una diferencia de diez mil votos. Al siguiente día, el gobierno desconoció la legitimidad de la declaración, y se dijo que, aparentemente, habían dado vuelta a la cifra. Un oportuno incendio destruyó parte de la documentación electoral, supuestamente custodiada por la fuerza pública, el gobierno entonces se negó a entregar el poder. Buscaron un acuerdo con miembros del Tribunal Supremo de Elecciones, integrado por tres Magistrados de reconocida probidad. El Congreso tomó el asunto en sus manos y anuló las elecciones. Aquel mismo aciago día, pistoleros del gobierno dieron muerte el Dr. Carlos Luis Valverde, partidario y amigo personal de don Otilio. En su hacienda “La Lucha Sin Fin” José Figueres Ferrer, a quien el exilio había convertido en mártir, esperaba, armado hasta los dientes. Figueres Ferrer había viajado a Guatemala para contratar a los integrantes de la Legión Caribe, y con ellos y las armas compradas, comandó la insubordinación contra el gobierno. Los sediciosos se entrenaban en su hacienda.
Atravesando kilómetros a pie, jóvenes voluntarios fueron llegando hasta La Lucha, dispuestos a pelear para defender el derecho al sufragio, supuestamente mancillado, buscaban la salvación de las instituciones. Muy loable la actitud patriótica y valiente de aquellos muchachos idealistas, entre los que se encontraban casi todos nuestros amigos queridísimos, nuestros novios, nuestros primo, nuestros parientes y vecinos…
Las chiquillas estábamos destrozadas, temerosas de que murieran nuestros héroes, ansiosas porque volvieran, íbamos a la oficina de acopio, que funcionaba en la Escuela República del Perú, a dejar paquetes con chocolates para enviar a los lejanos amigos que estaban en La Lucha, con cartas declarando enardecido amor eterno. Nos sentíamos protagonizando las mismas historias de amor trágico que veíamos en el cine.
Los soldados de Figueres capturaron el Aeropuerto de San Isidro del General, combatieron en Santa María de Dota, San Isidro del General y en El Empalme. El 11 de abril capturaron a los rebeldes de Limón, llegando al siguiente día a Cartago. El Cuerpo Diplomático intervino como mediador. En la Embajada de México se dispuso que el Presidente Picado entregara el poder al tercer designado de la república, el Lcdo. Santos León Herrera, quien gobernó hasta el 8 de mayo. El 1 de mayo firmaron un pacto entre don Otilio Ulate, presidente electo, y el jefe de la rebelión armada José Figueres, estableciendo que el país sería gobernado durante dieciocho meses por una Junta de Gobierno. “La Junta Fundadora de la Segunda República”, gobierno de facto. Los cuarenta días que duró la lucha civil, dejaron un saldo de dos mil muertos.
Desde la radio los antiguos contendientes azuzaban a la población: “No les hable, no les compre, no les venda…” Decían, las que fueron llamadas “voces del odio”. El candidato oficial, fue de nuevo el Doctor Calderón Guardia, adorado por unos y odiado con igual intensidad por otros. La lucha por el poder fue cruenta, no se respetaron historia ni tradición, se perdieron preciosas vidas en ambos bandos. Gentes humildes que fueron a la lucha sin saber ni por qué, mal armados, muertos de frío y de miedo, murieron a manos de los soldados extranjeros de La Legión Caribe, que, contratados por Figueres, comandaban la tropa. En las elecciones hubo asuntos dudosos, el triunfo recayó supuestamente en la oposición. Los triunfadores intentaron construir un país nuevo, lograron algunos avances en tal sentido, pero siento que perdimos mucho más de lo que se ganó.
Grupos virtualmente desconocidos, nombres ignorados, una clase media pujante surgió y tomó las riendas del país, y los antiguos próceres dejaron de contar. La oligarquía cafetalera antigua, perdió el poder, y fue sustituida por una nueva clase diferente. Comenzó para algunos una era de mayor justicia y equidad, pero perdimos para siempre el señorío, cultura y elegancia de los señores a la vieja usanza, de los que don Otilio decía que aunque muy instruidos, desconocían “temas que no se aprenden en las aulas, sino que se maman”.
A consecuencia de la revolución, se gestó una invasión del partido calderonista en el exilio, auspiciada por el presidente Somoza, de Nicaragua.
La llamada CONTRA REVOLUCIÓN. Más muertes de seres imposibles de reponer, nuevo luto y tristeza en las familias. Quedaron diferencias irreconciliables entre costarricenses.
Un grupo grande de partidarios del gobierno caído partió hacia el exilio, algunos se fueron a refugiar a México, y otros a Managua. En ese caldo de cultivo para el odio, y la venganza, nuestras sencillas mentes de adolescente quedaron marcadas en muchos sentidos.
Más tarde una nueva revuelta, entre los medallitas de la cúpula del gobierno, el llamado “Cardonazo” dirigido por el Ministro de Seguridad Pública de Figueres: Edgar Cardona, se dio en abril de 1949. En ese movimiento estuvieron involucrados grandes y queridos amigos, pasamos por ellos varios días de inquietud, pero dichosamente el presidente fue condescendiente con aquellos muchachos y el asunto terminó. Dejamos de lado la hasta entonces incuestionable fama, que por años merecimos, de país democrático y de paz.
Todas las películas que íbamos a ver al cine, eran de guerra. Había escases de todo, y las costumbres habían cambiado. Las familias estaban divididas, los hogares también y la ciudad. En la que fuera “Villa Nueva de la Boca del Monte,” la hermandad entre ciudadanos terminó. Se abandonó la idea de alternar con vecinos, murieron costumbres ancestrales, nuestra vida cambió.
Hubo serio distanciamiento entre los personeros del gobierno de transición y los figueristas, especialmente cuando la Junta creó tribunales especiales encargados de juzgar presuntos cargos de abuso de poder político y de enriquecimiento ilícito.
Dos decretos causaron verdadera conmoción: un impuesto de 10 % sobre el Capital y la Nacionalización Bancaria.
Nuestro mundo nunca más recuperó la paz. En julio de 1950 comenzó la Guerra de Corea, después la del Viet Nam, y hoy continúa el Oriente Medio, Irán e Irak y Turquía, el continente europeo se tambalea, el euro amenaza con desaparecer. Ciudades y regiones completas de la India fallecen de hambre y sed, hay enfermedad y miseria en muchas regiones de África, guerra en diferentes sitios de la tierra. América del Sur han renacido las luchas políticas partidistas, el mundo lucha por detener el caos, la salud del planeta y de la humanidad peligran.
En Japón la naturaleza causó desolación inmensa con un Tsunami y un terremoto que acabaron con una inmensa región, y millones de vidas humanas se han perdido, además de que las consecuencias inesperadas de una fracción en las instalaciones nucleares, que podría acelerar el temido fin del planeta.
¡Que el Señor nos coja confesados, como dice nuestro pueblo!

CAPÍTULO DÉCIMO CUARTO
ROMANCE –BODA-VIUDEZ-LOS CAMBIOS
Marido y mortaja, del cielo baja, dice la copla…
Desde niña conocí a quien llegó a ser mi esposo, era el hermano mayor de mi compañera de escuela María Eugenia, a quien le decíamos Mayuya, por cariño. A menudo frecuenté su casa, aunque en aquel tiempo él ya era un hombre grande y yo, apenas una niña de escuela que venía a jugar con la hermanita menor. Fernando salió del país para estudiar en USA, y regresó cuatro años después, llamado por su madre temerosa de la guerra.
Cuando se dio nuestro reencuentro él ya se había sumado a la fuerza laboral y trabajaba en las oficinas de la Pan American, en el centro de San José. Después formó su propia Agencia de Viajes, que se llamó SERCOVIA, Servicio Costarricense de Viajeros. Fuimos padrinos de una boda, y allí reanudamos nuestra amistad. “Los caminos de Dios son insondables”… dice la Biblia en sus sabias páginas.
Con la prolongada enfermedad de papá, me sentí alejada de mis amigas, por mi trabajo me quedaba poco tiempo para socializar, sin embargo les hablaba por teléfono y estuve siempre al corriente de lo que sucedía en sus vidas.
La incapacidad y pena de mi padre duraba varios años, mamá estaba muy cansada y también enferma. Tenía huéspedes en casa para afrontar los gastos excesivos de la larga enfermedad, muchachos norteamericanos pertenecientes al Cuerpo de Paz, rentaban las habitaciones en su casa, y ella les atendía para ayudarse.
La Tía Cary recibió una invitación para viajar a Norte América, y se casó de nuevo, con el viudo de una amiga suya muy cercana recientemente fallecida, los hijos de la dama la llamaron para que acompañara al reciente viudo-
Una tarde cualquiera, estando sentada en la sala, divagando, dijo mamá: “Aurelia, ¿A que no me adivinas quién se casa?” No mamá, no tengo idea ¿De quién se trata? Tu amiga Any, vino de visita esta mañana a participarnos la noticia de su próxima boda, ella desea tenerte como madrina. ¡Qué linda Any! con mucho gusto la acompaño. ¿Quién es el novio? Es el hijo menor de don Manuel y doña Luisa. Me alegro por ella, esos muchachos son buenos.
Lo recuerdo, me contestó mamá. Pasaron las semanas y mi vida continuaba monótona y cansona. Llegada la fecha, acudimos en carro de alquiler, hasta la iglesia adonde se celebraría la ceremonia. Llovía a cántaros, el chofer del auto se bajó y abrió la portezuela para que mamá bajara, y yo les ayudé, moviéndome precariamente sobre aquel suelo resbaloso por la lluvia. Al fin llegamos a la acera, y vi venir a un joven. De inmediato lo reconocí, era el hermano del novio, venía con un enorme paraguas abierto a rescatarnos, se acercó diligente, y tomándome del brazo, con el otro tomó a mamá, y la puso a salvo de la fuerte lluvia. Con una sonrisa muy dulce se justificó: Perdón, no sé si ustedes se acuerdan de mí...Mis mejillas enrojecieron y mis manos estaban frías. Cesaba el aguacero y entre nubes oscuras unos rayos luminosos se filtraron traviesos, en el agua del caño se reflejó su luz. Pasó la incertidumbre y me sentí dichosa, Dios me envió la certeza de un nuevo comenzar. El soplo de la brisa me refrescó la frente devolviendo a mi alma la sensación de paz. La lluvia derramada sobre la alcantarilla desgranaba las notas de sus gotas postreras, Como cuerdas tañendo en la vieja guitarra, como golpes discretos en un viejo tambor.
Anidó la esperanza y la vida esa tarde, para mí comenzó.
Aquel joven amable que nos vino a socorrer sería el papá de ustedes, fue mi pareja en la fila de padrinos, conversamos durante el trayecto y al llegar a la fiesta, que se celebró en la casa de sus padres, nuestra conversación continuó. Hubo mutua simpatía entre los dos, y el flechazo no tardó en aparecer. Celebramos nuestra boda dos años después de aquel encuentro. Me casé en una ceremonia muy sencilla a la que solamente vinieron los padrinos, hubo un brindis íntimo y salimos de viaje hacia Miami. A mi existencia rutinaria, simple y gris, había llegado el hombre incondicional, el empeñoso, el cariñoso y protector, que me quiso más que a su vida. Durante el noviazgo experimenté lo dulce de tener a una persona absolutamente pendiente de mí, de mis necesidades, de mis angustias, de mis temores, que sería mi eterno protector y guía, pero además mi mejor amigo y mi consuelo, en esa nueva vida que emprendíamos. Tuvimos una boda muy sencilla, y la ceremonia se realizó en la Iglesia de Santa Teresita, nos casó el Padre Esquivel. Tuvimos, como era costumbre de la época, casi cincuenta parejas de padrinos, que eran los invitados a la boda, y el cafecito de celebración se celebró en la Pensión Canadá, en casa de Charles y Noemí, Balser, propietarios del lugar, e íntimos amigos de mis padres. Mi porta arras fue Sandrita Herrera, hija de mi vecina Gladys, y floristas mis primas Blanca Margarita Scalera y su hermana Norma Violeta.
Fuimos a pasar nuestra luna de miel a la ciudad de Miami Beach, y regresamos a vivir en casa de mis padres, porque papá continuaba muy enfermo y mi madre me necesitaba. Pronto vinieron los hijos a alegrar nuestras vidas, tuvimos seis hijos maravillosos, que colmaron todos mis anhelos, muchachos buenos, inteligentes, destacados y honestos, que hoy, después de más de veinticinco años de ausencia del compañero, completan quince nietos y dos biznietos. Cada sonrisa de uno de ellos es una fiesta, sus logros, sus esfuerzos, sus sueños le dan vida a mi vida. Estoy orgullosa de todos, inteligentes, esforzados, cariñosos, sinceros y valientes, bendito Dios por habérmelos confiado!
Inquieta como siempre fui, después de casada, cada vez que el nuevo bebé crecía, traté de ingresar de nuevo a la Universidad tomando “Cursos de Verano”, pero era difícil porque la actividad del hogar y de los hijos me absorbía.
En mi vida matrimonial fui dichosa, nada me faltó, cariño, respeto, aprecio, consideración, confianza, paz. Nuestra vida en común fue satisfactoria y plácida, viajé con él, crecí con él, me hice mujer con él. Mi salud se resintió algunas veces, nuestro hogar era comparable a un hotel de cinco estrellas, a los diez años de casados, teníamos cuatro hijos y convivíamos juntos personas de tres generaciones. Mi madre, mi tía, mi esposo, y los niños, mi hija mayor divorciada, sus tres hijos pequeños, la cocinera con otra niñita, otra empleada y yo. Nos alcanzó el azote del divorcio, igual que a la mayoría de las familias, y jamás cesó la actividad.
Mientras mis hijos mayores hacían su tarea escolar, los menores patinaban y el más pequeño acaso daba sus primeros pasos, mamá y la tía jugaban canasta en una guerra sin cuartel, adonde lo único que faltaba eran disparos, tomaban el té, con sus amigas, y yo, gloriosamente embarazada, diseñaba y cosía disfraces para niños.
Mi cuñado menor se divorció, y cayó en depresión, fui su paño de lágrimas. Llegaba a buscarme desde la mañana, iba detrás de mí adonde yo fuera, mis suegros no le tenían paciencia. Cuando se sentía bien venía a nuestra casa trayendo serenata. El pobre de Johnny Ruiz, (cantante del Chez Marcel) y a veces el Ray Tico, nunca pudieron comprender ¡qué asunto oscuro sucedía en esa familia! En tanto ellos cantaban junto a mi ventana, mi cuñado sostenía mi mano, al través de una celosía, pero cuando mi marido abría la puerta principal invitándoles a entrar, surgía la avalancha de niños con chupones y chupetas; yo en bata, con el menor en brazos, y allí les atendíamos, amanecíamos todos cantando en coro, viejitas incluidas.
Con el grupo de amigas y sus respectivos esposos, asistíamos a los sitios de moda, íbamos juntos a comer, a bailar, al cine, a la cafetería. Nos levantábamos tempranísimo y nos acostábamos tarde ¡Una no se cansaba en aquel tiempo! Podíamos amanecer en el sillón trasero del automóvil de la pareja amiga, simplemente conversando.
Íbamos al salón de belleza al menos una vez por semana, y vestíamos a la última moda. Cada una de nosotras linda, elegante y dispuesta siempre, la vida fue maravillosa entonces. Llevábamos zapatos de tacón altísimo de aguja, pasamos por la moda de la mini falda, la maxi falda, la falda pantalón, el jumper, también la moda del chemize, y la mitad del tiempo, la moda maternal.
Entusiasmadas nos unimos a la moda de los slacks, los shorts y las pelucas. Todas pasamos por la moda de los “rayitos” en el cabello, y dramáticamente de la melena suelta al pelado a “La garzón”, motivo de serio disgusto para los esposos, que nos querían con la melena, el pelo largo que nos conocieron de novias.
Aprendimos a vestir y a maquillarnos adecuadamente, y no hubo artista extranjero que se presentara en el país, que no fuéramos a ver: “Lucho Gatica, Pedro Vargas, Agustín Lara, El Trío los Panchos, Los chavalillos de España”, fueron algunos de aquellos visitantes. Igual aprendimos a bailar “La Yenca” y todo lo nuevo que iba apareciendo en las grandes ciudades y que nos llegaba por medio de la televisión. En época de festejos de fin del año, asistíamos juntos a los eventos que en aquellos años ofrecía el Club Unión, té bailable los días del 25 al 1 de enero, carnavalito el 27 de diciembre, baile de gala el día 31 de diciembre, y cuando terminaba íbamos de allí al baile del Country Club y de ser posible, a la salida de allí a Puntarenas. Todavía había otro “Té Danzante” el primero de enero, para celebrar, otra vez, el año nuevo y el cumpleaños de Haydeé. No había problema con los niños, en casa quedaban mamá, y el servicio completo.
San José había crecido, estaba convertida en una ciudad cosmopolita con sitios de diversión, hoteles, cines, cafeterías, restaurantes, colegios y universidades privadas. En las playas había gran movimiento, el turismo aumentaba, ya se podía viajar a las bellísimas playas en el Guanacaste. Se fundaron Clubes Sociales nuevos y comenzaban a surgir Centros Comerciales, desplazando poco a poco la tradicional avenida central como “calle del comercio”.
Las mujeres jóvenes de aquel tiempo, tuvimos la voluntad para enseñar y dirigir al servicio, enseñar a la mucama a cocinar, a servir una mesa, a cuidar adecuadamente de la ropa, a tender una cama, y a sacudir. Tiempo para hacer tareas con los niños, para arreglar uniformes, ir al colegio a hablar con los maestros, celebrar cada cumpleaños de los niños con una fiesta cada vez más complicada. Fabricábamos en casa desde la piñata, los platos y vasos, hasta los regalitos para los invitados, el té de las señoras y la colación para las chinas, y todo lo de comer. Además los manteles decorados, y delantales para los bebés, todo fabricado en casa, todavía en los comercios no había departamentos dedicados a tal actividad.
A la mas mínima insinuación íbamos a colaborar al colegio en actividades como ferias y festivales, cocinando, y hasta vendiendo en puestos lo preparado, para que el colegio consiguiera fondos para sus proyectos.
En una ocasión en que las monjas del kinder al que asistía Luis Guillermo (el menor de los varones) me solicitaron ayuda, fui allá y me enviaron a cocinar veinte piernas de ternero, que por supuesto, no cabían en ningún horno normal, ellas me iban a conseguir el horno. Llegué al colegio en taxi, las monjas me esperaban en la puerta. El horno conseguido, fue el de la Penitenciaría Central, me dirigí hacia allá sin pensarlo, me bajé del coche y me recibió muy gentil Otto Sauter, entonces comandante del cuartel. Atravesé temerosa la sala de aquella cárcel, entre todos los presos, que, sentados en el suelo, veían una película. Por entre todos ellos, pasé con mis cazuelas y la carne, temblando del terror. Continué mi camino a lo largo de un corredor eterno. En boquetes abiertos estaban los servicios para los presos, un caño largo para que orinaran, por supuesto de pie, y otro igual para lo demás. Traté de no separar la vista de la cazuela aquella, pero aquel corredor fue el más largo que atravesé en mi vida.
Al puro fondo del cuartel estaba la panadería, allí me hicieron el favor de hornear la carne, por supuesto tardé en eso toda la tarde. A la hora de salir, llamé a mi esposo para que viniera a recogerme. Cuando le dije el sitio en que me encontraba, no lo quería creer. Cuando salí, con todas las cazuelas y las piernas asadas (tanto las de ternero como las mías) mi marido estaba tan enojado que no me quiso hablar. Tuvo razón, solamente inconsciente una señora haría lo que yo hice, sin siquiera dudar. Nunca aprendí a decir que no y mucho menos tratándose de monjas, mi pequeño me había comentado: “mamá, las monjitas me quieren muchichimo mat” que la maestra. Mi niño tenía tres años.
Mi esposo y yo asistíamos a misa los domingos con los niños, para ir luego de visita a casa de los suegros, temerosa de que quebraran algo, porque mi suegra podría molestarse. Me sentaba en la orilla del sofá sosteniendo las manos de los chiquillos, que querían alcanzar los adornos sagrados de Apú (nombre con que nombraban a mi suegra), nunca pasó la visita de media hora y no nos ofrecían ni agua. Regresábamos a casa para almorzar y llevar a los niños al cine o a la heladería. Dichosamente para la nueva generación, el asunto es otro, las suegras somos más solidarias con las pobres hijas y nueras que trabajan fuera y no cuentan con ayuda alguna.
Cuando no había en casa empleada de servicio, porque la última se había marchado, la torre de ropas a lavar y aplanchar llegaba al techo y yo no salía nunca de la cocina. Sin embargo tenía la fuerza y la voluntad para cumplir con todo aquello y por la noche seguía dispuesta a complacer al marido para ir al cine, a comer, o lo que dispusiera. Mis amigas y yo íbamos los viernes al mercado de carretas muy temprano a comprar los víveres para la semana, espaldeando los sacos de verdura, los llevaba al parqueo para echarlos en la cajuela. Si la depresión amenazaba, los piropos subidos de tono y alguna nalgada furtiva nos levantaban definitivamente el ánimo caído. Lavábamos a mano, un montón de mantillas de tela de ojo de perdiz, y otras que fabricábamos hechizas con camisetas de desecho de la fábrica Dada, y las hervíamos luego, para tenderlas en los alambres del patio. No hubo en aquel tiempo “pañales desechables”, lavábamos también los biberones y los hervíamos, para luego llenarlos con la fórmula indicada, dificilísima de disolver.
Hacíamos la papilla de los niños lactantes, la verdura primero, licuarla luego y envasarla en frascos limpios, para guardar en la refrigeradora. Y todavía había tiempo para invitar a la familia a tomar el té, hacer la repostería y el coctel para la ocasión. Después de acostar a cinco niños entre dos y diez años, aún teníamos la disposición suficiente para ver la novela de la noche y conversar interminablemente por teléfono con una amiga.
Y ni hablar del último embarazo, sucedido dieciocho años después del primero y ocho años después del último. El “santanazo”, que nos aconteció: a Santa Ana, a dos de mis mejores amigas y a mí, nos tomó por sorpresa, regalándonos un nuevo querubín para la misma cuna.
La enorme ilusión de tener otro bebé, el susto de que algo pudiera sucedernos porque ya éramos “viejas” y la vergüenza de atrasar la boda de mi hija mayor, porque no estaba dispuesta de ninguna forma a desfilar para entregarla, con semejante panza. Fueron años bellísimos de lucha y recompensas, en cada buena nota, en cada éxito, en cada esfuerzo que hacían los pequeños.
De México, y en los labios de Toñico Willis, mi inolvidable tío, nos vinieron los “Cursillos de Cristiandad” y se dio un Congreso Eucarístico que llenó todas las iglesias, la población se volcó en manifestaciones piadosas y las jóvenes parejas participamos activamente. El problema medular de siempre, el control de la natalidad.
En el mundo apareció el movimiento de los hippies, y el Rock and Roll hizo furor. “hacer el amor y no la guerra” fue la consigna. Elvis “La Pelvis” movía al mundo con su baile frenético. Ahora las muchachas solteras entraban a la Universidad en forma masiva, fue el momento en que se dio por primera vez entre las costarricenses un afán de libertad y de instrucción, todas comenzaron a capacitarse para la vida, tener una profesión y ser económicamente independientes, lo que había sido hasta ese momento privilegio de varones.
Se descubrió la píldora anticonceptiva, la vacuna y la inyección mensual. Se temía que el uso de cualquiera de ellas produciría cáncer.
Pasaron en el congreso la ley del voto femenino, las mujeres podíamos ser electoras y también elegidas, ser postuladas para cualquier posición. Las jóvenes lucían su cabellera suelta, largas batas de manta y collares de flores, y los varones dejaron crecer sus cabellos también, y comenzaron a lucir aretes y cadenas, zapatos de plataforma y pantalón campana. Me tocó viajar, para acompañar en su boda al mayor de mis sobrinos políticos, y vi a su bella novia subir hasta el altar descalza, con un batón de manta con encajes y unas flores silvestres sobre su cabellera. A la puerta de los apartamentos de jóvenes hippies, me llevó mi sobrino para que aprendiera a reconocer el olor de la hierba que se fuma.
Hubo en San José rumores de posibles orgías entre matrimonios de los “grupos bien”, se hablaba de intercambio de parejas, rifas de llaves y ruleta de botella. Proliferaron los divorcios. También comenzó la lucha por el derecho a la libertad individual, en lo religioso, lo político y lo sexual.
Mi marido y yo comentábamos entonces lo curioso de tanta novedad. Ambos nos sentíamos algo fuera de moda, anticuados, cachurecos y de remate ancianos. Con un impulso atávico concertamos para ambos una cita en un motel, había que experimentar la novedad. Tiesa de ir acostada a sus pies en el asiento delantero, llegué entumida al tal motel, y me dio un asco enorme acostarme en aquella cama tan solicitada. Pedimos un trago por el intercomunicador, lo tomamos, y regresamos a casa, era el mismo argumento de la película de Luís Sandrini, “La Cigarra no es un Bicho”.
Tuvimos activa vida social por largo tiempo, pero al arribo de los primeros nietos, que llegaron casi al mismo tiempo que nuestro último retoño, mi marido se enamoró de esos niños con tanta ilusión, que ya casi no quería salir, para quedarse en casa jugando con ellos. Quizás presentía que muy pronto vendría la muerte a separarnos. Para entonces teníamos cinco nietos, y tres de ellos vivían en nuestra casa, al igual que mamá y la tía Cary, viuda por tercera vez, que regresó a vivir con nosotros, y siguió conmigo hasta los noventa y cuatro, a punto estuvo de enterrarme.
Al negocio que nos sostuvo por tantísimos años llegó el momento trágico, una política gubernamental casi lo arruina. El dólar subió y la oficina de mi esposo tenía deudas en aquella moneda, Fernando luchó con denuedo, trabajó más que nunca para tratar de aliviar el impacto, aquel momento pudo ser el causante de su pronto fallecimiento, dijo el médico de cabecera. Inesperadamente su socio falleció, pocos días después de perder a su mujer. La situación nos afectó visiblemente, y mi marido sufrió mil vejaciones, a manos de los herederos que no reaccionaron como habría sido de esperar, ya él estaba enfermo sin saberlo nadie.
A consecuencia de ese gran sufrimiento, llegó cruel y despiadada la enfermedad artera, y mi esposo se fue, dejándome muy sola y llena de durísimas responsabilidades. Partieron también mis viejitas, sentí morir, jamás había sentido tan honda soledad.
Allí tuve de nuevo la evidencia, de la presencia del Señor en mi vida, Él me tomó de su mano, y me fue sacando de aquella horrible vorágine, para que pudiese seguir adelante con mi familia. Como siempre la solidaridad y el cariño de mis amigas fue el báculo en el que me apoyé para poder vivir, su sinceridad y su entrega me ayudaron a seguir adelante, estas amigas mías tan valiosas, estas hermanas buenas que la vida me dio.
Una mañana, a la salida de misa, un antiguo amigo, también viudo, me invitó a ir al cine. Me costó tomar la decisión porque las viejitas a mi cargo estaban muy enfermas, y yo muy cansada. Dichosamente el amigo insistió, salí con él, y poco a poco nos fuimos haciendo compañeros. Fue de nuevo la mano de Dios, aquel hombre divertido, alegre, gentil y comprensivo hizo que mi vida retomara un sendero de tranquilidad, me ayudó mucho tener un apoyo, un consejo. Descubrí lo grata y saludable que es la risa, nos reíamos todo el tiempo, fuimos grandes amigos, camaradas, colegas y compinches, una amistad sincera que nos fortaleció a los dos.
Los hijos de ambos aceptaron gustosos esa relación, todavía para mí, sus hijos siguen siendo mis muchachos, un día el Señor lo llamó, y regresó para mí la soledad.
Mi tercera hija se casó, igual hizo el menor de los varones, vendí mi casa grande y busqué una pequeña, mi hija menor salió de secundaria y entró a la universidad gracias a la ayuda del menor de los varones. Mi niña se graduó y la vida continuaba. Entró a trabajar, y se casó también, ahora yo estaba sola otra vez.
Pero miento, jamás estuve sola, siempre tuve el amor y el apoyo de mi increíble hija mayor, y de mis otros hijos, y por sobre todo el apoyo de Mi Señor.
Transcurrieron más de veinticinco años desde que mi marido se marchó, años en los que el Señor me cubrió con su manto, y continúo rodeada del cariño de los míos. Soy una adulta mayor, aplicada y agradecida alumna de Ageco. Comparto con personas de mi edad, y aprendo mucho. Obtuve primeros y segundos premios escribiendo poesía y prosa para concursos literarios, tuve maravillosos profesores y compañeros sabios. Descubrí que, entre los más humildes, los que tuvieron menos oportunidades y más sufrimiento, se levanta con fuerza arrolladora la presencia del talento y la inspiración.
Mi respeto profundo a esos artistas natos, mis profesores y compañeros, tanto de vida como de literatura. Continúo en la contienda, no llegaré jamás a ser una reconocida escritora, pero amo la lectura y escribir me fascina. Hay tanta sabiduría en las personas mayores, que si eso se pudiera constatar en billetes, todos estarían tratando de lucrar con ese capital de la experiencia vivida por los viejos.
Mi vida continúa activa, estudiante eterna de Literatura, tuve por varios años un programa de radio con guiones de mi autoría, escritos y actuados por el grupo literario de Ageco, programas de poesía y cuento, todos de nuestra cosecha y actuando como profesionales. En conjunto publicamos tres libros de cuentos, e hicimos dos discos consecutivos:”Cuentos Para los Nietos”, en disco compacto, guiones y locución incluidos.
“Se cayeron mis mulas al llegar a Jerusalén” muchos de los compañeros, enfermos y cansados, no lograron continuar, tuve que cancelar el programa, porque para los últimos mensajes, además de escribir todos los guiones, actuaba casi como ventrílocuo, debiendo interpretar todas las voces. Los sobrevivientes junto con algunos compañeros nuevos, mantenemos hasta el día de hoy nuestro semanal Taller Literario.
Continúo haciendo gimnasia en un Spa tres veces por semana, y otras dos asisto a hidroquinesia, en Ageco que es mi segundo hogar, recibo clases de inglés y de computación, leo muchísimo y veo cine desde mi casa, con películas rentadas. Escucho música y rezo, jamás me aburro. Cuando puedo viajo.
Tuve una vida plena, me duele en el alma ver cómo la juventud desperdicia sus años, cómo la displicencia hacia las verdades eternas les ha hecho caer en el error. “Ni esta vida es eterna, ni la belleza perdura, ni es el cuerpo físico lo que cuenta para ser feliz.” “Ni el pasado obsesivo, ni el ayer inquietante, solo el hoy maravilloso” decía mi amigo.
UN MUNDO DIGITAL
Dentro de mis circunstancias, trato de estar al día, y me someto a las enseñanzas de mis nietos que, dichosamente, me tiene paciencia. Con dificultad aprendí a poner del DVD y el BH, me cuesta mucho grabar una película o un programa, aprendí a manejar el teléfono celular, pero todavía no puedo “desenclocharlo” cuando se “atora”. Continuamente utilizo la computadora, aunque a menudo tengo que solicitar ayuda, sostengo un fluido correo electrónico a nivel nacional e internacional, chateo con los parientes que están lejos. Disfruto de mirar a mis nietecitas más pequeñas manejar la computadora como yo jamás lograré hacerlo.
Nunca pensé vivir una época en que un correo electrónico podría suplantar la comunicación física entre seres humanos, que una máquina genial interferiría en una relación, ni que por “E-mail” se pudiesen conciliar bodas entre novios “cibernéticos”, tales absurdos ha traído la ciencia y la tecnología, incomprensible y temible para nosotras las viejas, que nos acostumbramos al calorcito de una mano fuerte envolviendo la nuestra, para reaccionar. Hoy los alimentos vienen congelados y todo se calienta en segundos en el microondas. Igual en la cocina que en la vida, ya nada requiere del “calor y el amor de la lumbre” para hacer un plato apetitoso, da lo mismo “Chana que Juana”, como decíamos antes.
Recuerdo con nostalgia aquellas tardes de sábado, en casa, cantando todos con guitarra, abuelos, padres y muchachos juntos, con poesía, con alegría, con genuino regocijo. Una noche escuchando los cuentos de familia, las historias de los bisabuelos, las leyendas y la magia de aquellos tiempos idos. ¿Quien fue don Vicente Aguilar? ¿Por qué se arruinó el abuelo Quesada? ¿Cuando cayeron los Tinoco”? Interés por la propia sangre, la propia historia. Una tarde de buena conversación en la mesa familiar, rodeada por mi esposo y mis hijos, todos participando, todos interesados, prefiriendo esa reunión a cualquier otra. Una mañana de invierno, cuando llueve mucho y no hay nada que hacer, cerca de la chimenea, leyendo poesía o escuchando música.
Las noches tristes de la enfermedad, escuchando las grabaciones del Padre Larrañaga, la guitarra de Roberto, él cantando Don Quijote, y orando todos juntos. Es que vivíamos juntos, soñábamos juntos, llorábamos juntos, éramos una familia, lo más grande que pueda existir para cualquier ser humano.
Eso es lo que deseo para todos y todas. Y es mi súplica constante ante mi Dios, que continúen mis hijos siendo unidos cuando yo me vaya.
La Fe, imprescindible para una vida plena, La Esperanza, con el conocimiento absoluto de que Él está cerca, que jamás nos abandona, de que con Él nada faltará, y la Caridad, para pensar en otros antes que en mi misma. Receta fácil, clave, para una vida feliz, pero parece que la hemos olvidado. Al enviudar y mientras pude, continué haciendo lo que siempre hice. Cosiendo trajes para veladas escolares, escuelas de ballet, disfraces para niños, y artículos de uso doméstico. Asistiendo a la presentación de nuevos libros, escuchando música y leyendo. .
Continúo reuniéndome con mis amigas y compañeras de toda la vida, las que compartimos alegrías y dolores, las mismas, las eternas, las hermanas, recientemente perdimos a dos de ellas, insustituibles amigas del alma a quien todas extrañamos mucho, hermanas que partieron primero, con las que nos reuniremos pronto.
La ciudad fue cambiando y la vida de sus habitantes también cambió. Muchas familias dejaron sus casas grandes y buscaron departamentos, que necesitan menos personal de servicio.
Aunque Costa Rica florece y es cada día más bella, con sus montañas azules, sus ríos caudalosos y sus lindas playas, todos contaminados, la ciudad de San José actual, mi pequeño Pueblo Nuevo de la Boca del Monte, ha perdido gran parte de su encanto. Se han hecho estudios minuciosos acerca de las propuestas, para construir edificios de condominios, altos, que puedan albergar a muchas familias, acercándolos a sus lugares de trabajo, en tanto no se consiga erradicar de las calles a los malvivientes que se han hecho dueños del espacio, será muy difícil que alguna familia se atreva a hacerlo.
La policía, el OIJ, y otras autoridades, resultan inoperantes ante este desafío, los desposeídos, azuzados por agentes externos, se apoderaron de las calles, y para aparcar un carro debemos pagar a esos “nuevos cuidadores” que se sienten dueños del espacio, la suma que ellos nos impongan, de lo contrario nos exponemos a sufrir un daño. Nadie tiene seguridad, las pocas casas que permanecen habitadas lucen rejas, alambre de navaja, guarda, alarma y perro, pero ni aún así terminan los asaltos.
En ese sentido estamos a siglos de distancia del viejo San José de mis amores. Adornan la capital varios bulevares que la municipalidad ha construido para solaz de los peatones, que, no tenían espacios y eran víctimas frecuentes del desmedido tráfico que impera en esas estrechas calles con que contamos. La ciudad creció también en parques y plazas que complementan a los barrios que nacen, hay múltiples centros comerciales con tiendas, cines y restaurantes prestando servicios a lo largo y ancho del entorno, pero enormes fallas de seguridad, y los desafíos del hampa que intenta penetrarnos y destruirnos, son inminentes. Somos objeto de atención de los carteles de la droga y sus sicarios, que utilizan nuestro suelo como puente para su maldito comercio.
Gracias a Dios en los antiguos suburbios nace un nuevo San José que es bello, pero es otro. Hay construcciones en todas direcciones, condominios y repartos modernos y funcionales, los colegios se han retirado del centro y están trabajando en nuevos espacios, con aire sin contaminar y mucha naturaleza alrededor. Rumbo al Oeste el progreso irrumpe con fuerza, la zona de Escazú, Santa Ana y Ciudad Colón, predilecta de los poderosos, la zona de moda. Como dijo un chistoso periodista: la “República Independiente de Escazú”.
También hay bellos repartos hacia el Este, por la carretera vieja a Tres Ríos nos encontramos con una nueva ciudad maravillosa y linda, con construcciones modernas elegantes, clásicas, con estilo. Hay Centros Comerciales en cada vecindario, cines acondicionados para VIP. Nuevas iglesias, parques y gimnasios por toda la ciudad, todos hacen ejercicio y tratan de mantenerse esbeltos. Por calles y avenidas nos encontramos muy temprano a jóvenes y viejos enfundados en sus buzos, sombreros con visera para evitar el sol, corriendo o caminando como desesperados. Y quien no sale a caminar o a trotar, lo hace en su casa con una máquina diseñada para eso.
Hoy, la empleada, que generalmente es extranjera, vendrá por horas y solo ciertos días, lo bueno de eso es que ya las costarricenses estudiaron y pueden ahora ocupar posiciones mejores. Los antiguos días de mercado ya no son viables, hoy las amas de casa se ven forzadas a ir de compras por la noche, cuando no hay oficina. La familia no puede mantenerse con un solo salario, tendrán que ser al menos dos para cubrir los gastos.
Ya no existen las telefonistas de nuestra juventud, ni los números telefónicos que tenían una “jota” (al igual que algunos señores), ahora el teléfono es atendido por una central automática. Con la inseguridad en las ciudades, las casas de corredor enfrente, adonde anteriormente vecinos y amigos se reunían en amable convivencia a conversar por las noches, cerraron el corredor para evitar la exposición ante los chapulines que se aprestan a robar, e hicieron un “barcito” dentro de casa, así los vecinos dejaron de verse, hoy nadie sabe quien vive al lado.
Todos tenemos teléfonos celulares que de pronto se hicieron indispensables. El aparato puede tomar fotografías y tocar música, tiene juegos y da la hora, y te matan por robarlo.
Los resultados del examen de matemáticas se obtienen sin saber ni sumar, ni pensar, lo hace solita la calculadora. Aunque es importante el desarrollo acelerado de la tecnología, no dejo de pensar que se ha perdido el calor humano en casi todas las relaciones interpersonales.
A pesar de mis quejas, la crítica mundial, basada en las encuestas, cataloga a los costarricenses, como uno de los pueblos más felices del mundo. ¡Qué maravilla que así sea!
En aquella época distante, la cocina fue elemento decisivo para la preparación de una jovencita. “al hombre se le atrapa por el estómago” decían, algo así como “por la boca muere el pez” y las muchachas todas nos preparábamos a cocinar sabroso. Sabíamos hacer repostería y estábamos dispuestas a perder toda una mañana preparando el “té” que ofreceríamos a las visitas, sobre todo si se trataba de la visita de una futura suegra. También debíamos aprender a coser, la vestimenta de la familia estaría en nuestras manos, su conservación y su cuidado. Hoy todo es desechable, ya no hay zapateros remendones, ni zapatos fabricados a mano y a la medida. Superando en mucho aquellas condiciones de cuando debíamos matar los pollos con las manos, y pelarlos al fuego para quitar las plumas, hoy en día los alimentos vienen listos, congelados y todo se calienta en segundos en el microondas.
Los jóvenes están desorientados, ante el implacable acoso de la propaganda, algunos por querer alcanzar la felicidad sin esfuerzo, han caído en la trampa de las drogas, el alcohol, y la desesperanza. Hubo vicios en todos los tiempos, pero hoy existen victimarios crueles y desalmados a caza de víctimas solitarias.
Los hogares destruidos por violencia intrafamiliar, la deserción escolar, el no pertenecer a nada, ha dado pie a la formación de las temibles “maras” que hoy asolan Centro América.
Si en otros tiempos la belleza fue absolutamente natural y gratuita, condición de frescura que daba la juventud, cuyo mayor adorno eran la inocencia y la dulzura, hoy la competencia descarnada con participantes de certámenes internacionales de belleza, y la exhibición descontrolada de modelos de pasarela, ha hecho que prive una belleza física ficticia que impone la moda mundial. Un molde adocenado de juguete sexual que despoja a la mujer de toda dignidad.
En compensación hay víctimas de trágicos accidentes que logan restaurar su físico en forma milagrosa, consiguiendo obtener una vida normal. La medicina se desarrolla, y consigue superar enfermedades y lacras que por mucho tiempo castigaron a la humanidad. Parejas sin hijos, sometidos a tratamientos innovadores, tienen hoy la dicha de poder lograr el hijo anhelado. La Ciencia incursiona en espacios que antes le estuvieron vedados. Los minusválidos que vivieron largo tiempo sin esperanza alguna, logran hoy llevar una vida normal mediante implantes y cirugías providenciales. La ciencia se apresta a devolver la vista a los ciegos y a trasplantar órganos completos a pacientes que los requieren. Incluso se trasplanta un rostro completo. Se ha prolongado la vida humana de forma impresionante, disminuyendo mucho el sufrimiento.
Aunque nuestra vieja ciudad está contaminada en diversos aspectos, los habitantes viejos de este amado rincón, esperamos que las cosas mejoren, alienta nuestra esperanza, el hecho de saber que hay personas e instituciones tratando de adecentar el ambiente, la lucha va a ser fuerte y prolongada, pero no dudo que con perseverancia logren rescatar lo mejor de nuestra antigua forma de vivir en la vieja ciudad que amamos tanto. Ruego a Dios que, con su Divina Misericordia, intervenga para mejorar algunas cosas.
Él desea lo mejor para sus hijos, Él tiene ese poder, y en Él confío.
Sólo resta rezar y esperar…

Copi Salazar Castro- mayo 2011- San José de Costa Rica.

GLOSARIO: Acepciones de la autora utilizadas a lo largo del texto

Jota
En una época en que las líneas telefónicas escasearon en Costa Rica, algunos teléfonos fueron duplicados para dar su servicio a dos casas diferentes. Desde la J se escuchaba, si así lo querían, la conversación del teléfono original y viceversa.
La J era una extensión del mismo teléfono, por lo cual a las “novias” de los señores casados se les nombraba “jota”.
Polada Acción que denota mal gusto, falta de educación, propio de personas ignorantes..
Yaya, Yayita Sobrenombre para abuela, abuelita.
Nagua Forma de referirse a la falda, en el lenguaje campesino.
Cotona Blusa, prenda de vestir femenina.
¡Upe! Expresión usada para anunciar visita y averiguar si hay alguien en casa.
Hacer caballito Un juego de niños.
Gringo norteamericano.
Maje Tonto.
Qué caso! Expresa asombro ante una actitud extraña.
Churuco Vaso de cuero para echar los dados.
El cuque Cocinero de un grupo de montaña.
Tenamastes Un fogón de hierro para cocinar con carbón.
Banqueta La acera.
Comer pavo En una fiesta permanecer sentada sin que nadie te saque a bailar.
“Dios nos libre de” Expresión usada antiguamente en Costa Rica, “no se debe hacer”.
Marfil Peine de dientes juntos para escarmenar el cabello con piojos.
Irse de pachanga Ir de fiesta.
A todo meter Contra todo obstáculo, con fuerza.
Estar en fachas Permanecer mal vestido, con ropa de entre casa.
Volarse a pata Caminar largos quilómetros a pie.
Cacique Dirigente indígena.
Una saca de guaro Fábrica de licor clandestina, ilegal.
A revienta cincha Contra cualquier obstáculo.
Tapesco Petate tejido de paja.
Entelerida Amoscada, penosa, inútil, sin personalidad.
Qué pelada! Hacer el ridículo.
Tarlatana Tela de hilo engomada, que se usaba para imitar la forma de las nubes.
Qué furris! De mal gusto.
Cuja Cama.
Coleto Saco de gangoche.
Patena La bandeja que sostiene el sacerdote al entregar la hostia a cada comulgante.
Zipota Término salvadoreño para muchachita.
Tata El padre.
Mama Madre.
La Cuesta Localidad limítrofe entre Panamá y Costa Rica.
Cachurecos: Religioso en extremo, con muchos prejuicios.
Chicote: Mecate broco.
Marcar: La visita que hace el novio a la novia en casa de la primera.
( actualmente puede ser al contrario)
Chillarse: Ponerse roja la cara por vergüenza, sonrojarse.
El Duelo de la Patria: Marcha costarricense muy utilizada en funerales y en Semana Santa.
Barbudos: Vainas de frijol tiernas envueltas en huevo y fritas.
Chancleta Comida hecha con chayote en puré, con azúcar, pasas y mantequilla, servida dentro de la cáscara
Pájaro sin cabeza Bistec de res arrollado y relleno.
Niño envuelto Hojas de repollo arrolladas con relleno de carne molida arreglada.
Suampo: Se dice de un sitio lleno de barro y agua sucia, donde proliferan los zancudos.
Concho: Campesino costarricense.
Pulpería: Estanco venta de comida y otros al detalle.
Carriel: Nombre que se le daba antiguamente a la cartera de mujer.


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Quién ganó las elecciones de 1948. Cap.15-. Editorial de la Universidad Nacional

Recopilación de diversas publicaciones del Diario de Costa Rica y La Tribuna, fechas entre el año 40 al 50- Biblioteca Nacional