lunes, 13 de febrero de 2012

LA VELA

Aquella noche húmeda y fría, de repente, y sin previo aviso, nos encontramos reunidos, temblorosos y asustados, en una sórdida capilla funeraria. La escena quedó gravada en mi mente, como el aviso de “PELIGRO, NO SE ACERQUE”, que a menudo escriben en un rótulo cerca de precipicios y volcanes. Aquella fue mi primera vela.
Había muerto la tía Paca, la viejecita hermana de mi suegro, escogiendo, para partir, un pésimo momento. Aquella noche debió ser alegre para las dos parejas de recién casados que, con enorme ilusión, habíamos hecho reservaciones para ir al baile de Año Nuevo al Club Unión, a celebrar con los amigos. Sería la primera oportunidad para enseñarle al mundo a nuestros flamantes esposos, y nuestras condiciones de guapas y jóvenes señoras, ya sin chaperón, escotadas y hermosas.
Estábamos mi cuñada y yo, preparándonos para el gran evento, en el Salón de Belleza de moda en aquel tiempo, en la segunda planta de la Tienda La Gloria. Ambas nos engalanábamos emocionadas, nos hicieron la manicure, nos peinaron, y creo que, aunque en aquel tiempo no se usaba todavía, hasta nos maquilló un especialista. Habíamos gastado en ello una fortuna-
Dichosamente no existían teléfonos celulares en aquella época prehistórica, de manera que, al menos, pudimos disfrutar a plenitud nuestro arreglo. Pero al llegar a casa, la fatal noticia nos esperaba. Mi suegra, con voz trémula, se encargó de informarme del terrible suceso, y yo, mirando con tristeza mi nuevo traje largo que colgaba de la puerta, las zapatillas plateadas, el bolso, y un aderezo de perlas primoroso que dejé listos desde la mañana, junto al smoking de mi esposo, me senté desolada en la cama, mientras le aseguraba por teléfono a la señora, que ahoritita llegaríamos a acompañarles.
Sometida y resignada ante la inexorable realidad, procedí a lavarme la cara, deshacer el peinado demasiado abombado que me habían hecho, y, con los ojos llorosos me dispuse a tomarme un té y partir para la funeraria. Mi marido llegó apresurado de la oficina, y al verme tan afligida me dijo: “Gracias amor, no imaginaba que quisieras tanto a la tía Paca”(Los varones no suelen ser muy asertivos).
Salimos para allá, recogiendo de paso a mi cuñada y su marido, ambos traumados por la peregrina dirección que había tomado la proyectada celebración del Año Nuevo, planeada por los cuatro, con tanta ilusión y anticipación.
Al llegar al lugar, el salón estaba en la penumbra, al centro el catafalco iluminado por cuatro velas encendidas, dos coronas de camelias, con un perfume asqueroso a muerto que, unido al aroma a parafina de las velas, nos puso de pésimo talante, y una fila de sillas frente al improvisado altar adonde la tía descansaba al fin. Sentados alrededor del catafalco las tres hijas de la finada, y al frente dos nietas, y dos yernos, algunos primos, mis suegros, unos cuatro vecinos y nosotros.
Mi suegro se levantó y nos abrazó, emocionado, cosa inusual en el excelente señor no muy propenso a demostraciones. También lo hicieron las hijas, deshechas en llanto, hipando unas deshilvanadas palabras de dolor, sorbiendo mocos, y sosteniendo en las manos un pañuelito blanco empapado. Pretendimos iniciar una conversación adecuada al momento, cosa dificilísima, no había tema apropiado para alargarlo lo suficiente, mientras transcurrían las casi nueve horas, sentados en una silla tiesa, en un sitio incómodo, mal alumbrado, sin aire puro para respirar y sin nada que hacer. Mi suegra aventuró un comienzo de rosario, que todos contestamos con desgano, pero eso duró un máximo de veinte minutos, con todo y letanías. Después la conversación fue languideciendo y todos comenzaron a cabecear. Las hijas de la occisa hipeaban frecuentemente tratando de apagar los ronquidos inoportunos que resonaban como truenos en la noche, algunas estuvieron a punto de descalabrarse cayendo de la silla. Al fin, prudentemente y tratando de no ser vistos, salimos los cuatro a la puerta del establecimiento, a tomar aire y despabilarnos un poco. A mi cuñado se le ocurrió aventurar un infortunado chiste diciendo: “Parece que las almas están de fiesta con la llegada de la tía”, reímos con miedo. Al frente de la Funeraria, en las paredes blancas del hospital de la Cruz Roja, se reflejaban las ramas de los pocos arbolitos de la jardinera, que semejaron esqueletos danzantes en la noche oscurísima, mientras en los bajantes del caño, subían llamas azuladas del suelo frío, acompasadas por el sonido fúnebre de las gotas al caer. Adrede los dos varones comenzaron a relatar cuentos de horror, recordando las manos hinchadas, la lengua fuera y el gorgoteo de sangre del ahorcado, y otros horribles detalles de las películas de horror. Se nos salía el corazón por la boca, entre el cansancio, el desengaño sufrido y la imaginación, las dos jóvenes damas estábamos enfermas de miedo. Al fin el reloj dio las seis campanadas, había salido el sol, ya nos podíamos retirar para ir a casa a bañarnos y regresar a la Iglesia para el entierro. Con cara de muertos los cuatro recién casados nos arrastramos desde la Capilla de las Ánimas hasta el cementerio Metropolitano, acompañando a la tía Paca a su última morada. Mi suegro, agradecidísimo, me dio un apretón de manos, un remedo de abrazo y me dijo” gracias niña”, la máxima expresión de cariño que recibí de él en todos esos años. Copi

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