sábado, 18 de febrero de 2012

Ocurrencias de la tía Soledad

Fueron tres las hijas de mis abuelos maternos, y tres los varones, el menor de los cuales, Alfredito, falleció siendo niño. Las hembritas fueron La tía María del Rosario, que murió joven y soltera, mi tía Soledad, y Angelita, mi madre.
Varones: el Tío Rogelio y el Tío Mario, uno casado y el otro solterón.

Celosa hasta el extremo, la tía Sole decía que lo peor que podía sucederle a una niña, era ser “la hija del centro” porque mientras la mayor iba de la mano de la madre, y la menor era llevada en brazos, la del medio iría siempre arrastrada. También decía que, cuando, estando grave, sufría de una terrible calentura y se sentía morir, su peor pesadilla consistía en verse yendo, de bulto, hacia la escuela.

Aborreció el estudio y cualquier disciplina. Desde que entró a la escuela, fue vaguísima, solamente sabía leer “en la página cuatro del libro de mano Juan ”A pesar de poseer una excelente memoria, (lo que de mayor la hizo desempeñarse como una buena declamadora) en la escuela aprendía de memoria ciertas lecturas, ocultando así su incapacidad para leer nada más.

Al final consiguió la niñita Soledad, hacerse de una amiguita nueva. Una compañerita destacada y excelente alumna, que le ayudaría a estudiar y a hacer las tareas. Chiquilla linda, blanca y rubia con unas bellas trenzas gruesas que, terminadas en dos exagerados lazos de raso, enmarcaban su inocente carita de niña buena y aplicada.

Solita se constituyó en su sombra, y, gracias a la buena influencia, comenzó a mejorar sus notas, los padres estaban encantados.

De repente vino un examen, y la chica no había estudiado nada, pretendió copiar de su compañera, que, en esa oportunidad, por orden de la dirección, fue retirada del pupitre contiguo al de ella, y sentada en el pupitre situado directamente al frente suyo, lógicamente no consiguió copiarle.

Cuando, concluida la prueba, la amiguita se levantó del pupitre para entregar la hoja, mi tía aún no había escrito ni una línea. El asombro y la indignación de los reunidos, fue observar que la alumna aplicada, al levantarse dejó caer una de aquellas hermosas trenzas al suelo. Solita, presa de celos y envidia, se la había cortado con una tijera que trajo de la casa.

Cuando nació mamá, Solita sufrió diversas emociones, primero, la reacción natural de su carácter celoso, por otra parte le encantó la bebé, estuvo orgullosa de esa nueva adquisición de la familia.
Una mañana, le suplico a mi abuela: mamá no sea ingrata, déjeme llevar a Angelita a la escuela, y continuó: La maestra está loca por conocerla y ya me dio permiso.

¡No seas necia Soledad! Le respondía mi abuela, yo sé que a la escuela no se pueden llevar niños pequeños, la maestra estará ocupada!
No mamá, le digo que tengo permiso.

Fueron tales su necedad y su insistencia que la abuela cedió, y allá fue tía Sole con mamá alzada en brazos, a la escuela. He de indicar que la tía Sole era delgada y frágil, y mi mamá, gordita y mofletuda, además consentidísima, contaría entonces con apenas tres añitos.

La pobre de mi tía iba por la acera matándose con aquella pelota en brazos. Al pasar frente al Teatro Nacional, entró en pavor, todo lo dicho a su mamá había sido mentira, no tenía permiso y no se atrevió a consumar su deseo de mostrar a la maestra y a sus compañeras, a la hermanita nueva.
Sin meditarlo, subió a mamá al borde de cemento, y la dejó sentadita en la verja agarrada de los barrotes, le dijo: “ahorita vuelvo”, y se fue para la escuela, dejándola aterrorizada y dando gritos.
Dichosamente para entonces mi abuelo era administrador del teatro nacional, uno de los empleados observó la escena y lo alertó. Mi abuelito, furioso, comisionó a alguien para que regresara a la gritona, a casa con la madre.

Entre sus primas hermanas, Sole fue sumamente popular, y la inventora de las peores travesuras.
Cuando iban todas juntas a confesarse, los primeros jueves de mes, fabricaba una lista con sus pecados y la intercambiaba con alguna de las otras, para que fuese aquella quien confesara los pecados suyos. Para convencerlas, cerraba el trato, chantajeándolas con una melcocha, robada en la Pulpería de mi abuelo, o con un confite de igual procedencia.

Estando reunida la familia, de temporada, en Echeverría, la finca del abuelo, en Río Segundo de Alajuela, (Lo que es ahora la Cervecería Costa Rica) adonde todos los nietos iban con la abuela pasar las vacaciones de verano, los chicos se divertían nadando en la casi única piscina que por entonces existió en Costa Rica, pero la abuela ponía sus condiciones: “Entre Santa y Santo pared de calicanto” los nietos de un lado, y las niñas del otro.
Y después del almuerzo, por la tarde, estaban comisionados los chiquillos, para leer, en voz alta, capítulos de la vida da algún santo, mientras cada cual en su sitio, con la Tía Rosa en medio para evitar tumultos, hembritas y varones tejían, bordaban o hacían dechado (deshebrando los hijos de una tela).
Terminada la lectura se rezaba una decena del rosario, y hasta entonces había permiso de ir a la piscina.

Cuando, en el gran salón de la hacienda, los primos escuchaban “La Palabra”, mi tío Mario leyendo la vida de la Santa del día:” la Beata Imelda”, leyó a propósito: ¡La vida de la beata de mierda! Naturalmente todos los chiquillos estallaron en risa, y permanecieron castigados por ocho días sin poder ni acercarse a la piscina.

En horas tempranas de la mañana, o, pasado el rezo, sobre todo si estaban castigados, lo que sucedía con gran frecuencia, Soledad se escapaba a escondidas, con un chiquillo hijo del mandador, e iban juntos a bañarse en las pozas del río.

Alguna tarde, el asunto llegó a oídos de la abuela, y comisionados a la investigación (los primos mayores los pescaron bañándose desnudos ambos, saltando entre las rocas. El escándalo que se armó fue mayúsculo, la abuela y las tías decían aterrorizadas:
” Pero Soledad, ¿usted se da cuenta de lo grave de su horrible pecado?, ¿Y qué va a ser de su reputación cuando ese joven vaya a la ciudad, se la encuentre en la calle, y le cuente al mundo “Yo me bañé con esa niña, desnudos en el río”?

Ella contaba el cuento, atacada de risa, porque decía que aquella sentencia de su abuela había sido peor que la “Maldición de Tutancamen”. Con las vueltas de la vida, el chico se convirtió en conductor del tranvía, y dado que ella vivía en la Avenida Central, frente al swich del mismo, varias veces al día el muchacho pasaba y la saludaba muy sonriente.

Desesperada por la vagancia de su niña, mi abuelita la matriculó en clases de costura, para que al menos le ayudara en ciertos trabajos caseros, como adecuar la ropa dejada por mis tíos, para regalarla al sirviente, y aprendiera de paso algo de corte y confección.

Cuando al cabo de casi dos meses de clase, le llevó a la profesora una blusa casi terminada, ésta le indicó: Pero Soledad, eso está mal, ¡Usted pegó las mangas al revés! Y ella, imperturbable le respondió: ¡Así es como le gustan a mamá!

Aunque nunca cosió absolutamente nada, convenció a sus amistades y parientes de que era ella, y no mamá, quien cosía maravillas para satisfacer las exigencias de su enorme clientela.

Su conducta indomable y altanera, hizo que sus padres la trataran siempre con gran severidad, en el caso de la trenza cortada, la obligaron a entregar, a su compañerita, la muñeca de porcelana que su abuela había pedido a Au Bon Marché, en París, para navidad. A cambio recibió una muñeca de palo del mercado.

Por un espacio indeterminado de tiempo, le colocaron alrededor de la estrechísima cinturita desnuda, debajo de la ropa, un chicote amarrado a modo de silicio, “el cordón de San Francisco” se llamaba. La pelaron a rape después del incidente, y en casa los hermanos le llamaban por malos nombres, como “pelona de las ánimas”, en fin, que con buena voluntad y pensando en hacer lo mejor por “corregirla”, aquellos padres, con su forma errada e ignorante de actuar, deformaron para siempre su psiquis por lo que, a pesar de haber sido bellísima mujer, y haberse casado tres veces y haber hecho como ella decía “ de su capa un sayo”, jamás consiguió ser feliz, entonces no existían la sicología ni los siquiatras.

No tuvo hijos, cosa que la hacía sentir muy disminuida, porque amaba a los chiquitos, y por igual razón celaba mi cariño hacia mamá, ella querría haber sido mi madre, y en muchas formas me lo demostró siempre.

Como mamá estaba tan ocupada cosiendo, era mi tía quien me peinaba, me adornaba, me chineaba, yo era su muñeca, cuando de pequeña el cabello no me salía aún, ella cortaba colochos de mi primo hermano Rogelio, y los cosía a mi gorro para salir conmigo de paseo.
Una vez que estuve casada, aborreció “con odio jarocho” a mi marido, estaba celosa, peleaba con él a diario, y aquel santo se lo permitía sin protestar.
Pero adoró a mis hijos, especialmente a los varones (tendencia de algunas damas de la época) a ellos se dedicó en cuerpo y alma, llevándoles a los paseos del kínder y la escuela, comprándoles sus antojos, y, cuando yo salía con mi marido a pasear en noches de fin de semana, accedía de inmediato a permanecer con ellos en casa para cuidarlos, porque mamá no dejaba por nada su semanal juego de canast, su única entretención.

A pesar de sus defectos de formación, (de los que comprendo, no fue culpable en absoluto) de ser muy bella y atractiva, encantadora y chistosa, divertidísima como suelen serlo muchos de los miembros de la familia Echeverría Aguilar, y también los Castro Méndez, socarrones, tipo las “ISH”, sus primas hermanas, su compañía era generalmente por demás agradable. Su presencia era apreciada en todas las reuniones, su inventiva genial, sobre todo para burlarse de los demás, e incluso de ella misma. Cuando se hablaba de alguien bueno, ella decía: ¿“Mejor que yo? ¡Solo la virgen María!
Recuerdo la ocasión en que fui con ellas a una fiesta que se celebraba en la hacienda de recreo de don Carlos Luis Jiménez y Eloisita, había orquesta y todo el grupo gozaba mil. Tía Sole vistió una bata larga de encajes y gola, y se paseaba cantando lo más desafinado posible:
“Cuando en la playa, la hermosa Lola, su blanca cola luciendo va, los marineros se vuelven locos y hasta el grumete pierde el compás.”
Los señores de la orquesta ignoraban que ella desafinaba adrede, y decían compungidos: “¡Pobrecita la señora, todos se ríen de ella sin el menor disimulo!”

Yo era muy niña, me aburrí y me fui a andar en una bicicleta, que las hijas de casa tenían, pasee por Río Segundo largo rato. En aquellos ágapes la única niña asistente era yo, no había con quién dejarme en casa.

También tía Sole declamaba poesía con gran propiedad, y su actuación era genial, declamaba “La Casada Infiel”, y poesías en aquel tiempo eróticas y prohibidas, eso le encantaba, como le encantó, a pesar de su ignorancia inveterada, aparentar ser apasionada del sistema comunista, de los mariachis, las reuniones espiritistas, las amigas de “dudosa reputación”, las obras de teatro y la revolución. Una hippie que se adelantó a esa época por más de cien años.

Ya de vieja, viviendo ambas conmigo, una tarde a mamá la vino a buscar una amiga. Mi tía era celosa y en oportunidades se mostraba antisocial, la señora que buscaba a mamá no era muy amiga suya y lucía una leve protuberancia en la espalda, era algo agachadita, entonces tía Sole gritó desde la puerta: ¡Ángela, te buscan! a lo que mamá interrogó: ¿Quién es Solita? Yo no sé, creo que te busca Rigoletto.

Ya estando muy anciana todavía vivía conmigo, en mi casa, y gozábamos entonces de los servicios de la inigualable Betty Jiménez, empleada que me acompañó por más de quince años, me ayudó con mi esposo enfermo, con papá, con mamá y con mi tía, cuando Betty se marchó, mi deseo más ferviente habría sido marchar con ella, abandonando todo lo demás.

A mi tía, la encantadora y también divertida Betty la servía con enorme abnegación, porque la viejecita era un dolor. Como ya contaba con pocos dientes, y nada pude hacer en ese aspecto pues las encías estaban desaparecidas, a diario Betty debía prepararle un chayote u otra verdura suave en determinada forma, y la pobre mujer jamás acertaba, si el chayote estaba caliente, ella lo había pedido en ensalada, si era lo contrario, estaba duro, en fin que no había manera de complacerla, pero lo más importante, era que debía tenerle siempre una cerveza fría para tomar con el almuerzo.

La viejita era sumamente guaruza y el acopio de licores que mi marido mantenía en el mueble del bar, desaparecía en forma misteriosa y constante, aquel santo se hacía el disimulado y de nuevo completaba la cuota para que nadie lo notara.

Ella tomaba largos tragos, a pico de botella, cada vez que pasaba por allí sacudiendo o limpiando. Vivía como dicen “A media ceba”, y con la bata de entrecasa abierta, sosteniendo bajo los brazos los trapos de sacudir, bajaba la escalera llevando además la escoba y la palita, y en la bolsa de la bata iba acumulando los hilos y basuritas, recogidas de la alfombra de la escalera, en donde se agachaba, para recogerlas, a cada grada que lograba bajar. Muchas veces estuvo a punto de matarse, el doctor Alpizar me decía: ponele un canasto al pie de la escalera, para que podás recoger los huesos. Hablar con ella entonces, era como decía mamá, “hablar con la pared”.
La enfermedad de mamá avanzaba a pasos rápidos, y mis amigas y vecinas acudían casi a diario a hacerme compañía, prestarme sus servicios y su solidaridad tan necesaria para mí en aquel trance. Repito hasta el cansancio que mi capital ha sido siempre el cariño de los quienes me rodean, Dios siempre puso ángeles a mi alrededor.

Una de las vecinas le preguntó a Betty, al entrar a la casa: ¿Y cómo sigue doña Angelita? A lo que Betty respondió: Pobrecita, ella esta malísima, en cambio LA QUE PRECISA, está como una uva!

Mamá se agravó, su enfermedad avanzó demasiado y la noche en que agonizaba, la tía intentó secuestrarme dentro de su cuarto para que no la dejara sola, yendo con mamá. Me le zafé en cuanto pude, a ello me ayudó mi queridísimo José María, quien, dándose cuenta del asunto, me acompañó como un padre toda la noche.
A la mañana siguiente mamá había muerto. Destrozada y confundida fui a la Iglesia en el paroxismo del dolor, acompañada por mi amiga del alma, Rose Marie, quien me ayudó hasta a vestirme, yo no sabía adónde estaba parada. Mamá había sido siempre mi fortaleza.
Cuando regresamos del funeral, Betty, también triste pero sin poder evitar el reír, me contó que al llegar los paramédicos a retirar la cama de hospital y todos los otros insumos alquilados, tardaron horas en encontrar la tapa del oxígeno. No se lo podían llevar sin tapa.
Al fin Betty lo encontró en el jardín ¡Tía Sole había sembrado en ella un nuevo helecho!
Nunca volvió a mencionar el nombre de mamá, estaba resentida de que se hubiera muerto, no se lo perdonó jamás. Y a mí me hizo la vida de cuadritos, yo asistía a Misa todas las mañanas a la capilla del Cala, cuando regresaba las empleadas me contaban que había pasado por mi cuarto, y al ver mi cama ya tendida, decía: Esta muchacha está perdida, ¡Otra noche que no duerme en la casa!
Adrede se iba para el patio de tender y rastrillaba los brazos en las latas de blanquear ropa, e iba a casa de mi consuegra que era nuestra vecina, a contarle que yo le había pegado. Por eso estaba sangrando. El doctor Carlos Luis Alpizar, su excelente médico de cabecera, cada vez que yo la llevaba a consulta, exclamaba: ¡No puedo ser tan salado! ¿Todavía estas viva? Ella lo adoraba y gozaba mucho con él, y con sus bromas, se entendían de lo mejor. Él me aconsejó que por nada del mundo la trasladara de cuarto, que a los viejitos no había que cambiarles nada, sin embargo, temerosa de que se cayera, le cedí mi dormitorio de viuda y me trasladé al suyo, en el segundo piso, al apartamento que había construido mi marido para ella, cuando por tercera vez enviudó en California.
Un día la tía llamó a Betty desde el baño, se había colocado una faja calzón apretadísima, por lo que salían protuberancias a ambos lados, sobre las piernas, entonces le dijo: Betty, revisame, yo creo que me están saliendo güevos!

Cuando se casó mi hija de en medio, estando yo ya viuda, y muerta mi mamá, logré ofrecer una modesta fiesta en el Salón Señorial, de doña Margarita Jiménez, y allá fue mi viejita arregladísima a desfilar como madrina. La tía guardó lo que yo había sacado para ella, y se puso otra vez la faja apretadísima, que según ella la hacía lucir esbelta, un traje largo rajado en la falda, y todas las joyas que encontró. Asistió al festejo y a la ceremonia.
Yo le había solicitado a Betty que, cuando ella estuviese cansada, se la trajera a casa y la acostara, para permanecer tranquila en la fiesta hasta que los invitados se despidieran.
Al rato se acercó doña Margarita a mi mesa, diciéndome asustada: Copi, te llaman de la casa, Sole se cayó y dice la muchacha que está dando de gritos.
Gracias doña Margarita, dije, dejé a mi hijo mayor encargado de despedir a los asistentes y me marché a casa con Nando, por mucho tiempo mi ángel guardián.

Rápidamente nos dirigimos hacia allá, Encontramos a tía Sole en el piso y a Betty atacada, la tía fue al baño, Betty la dejó sola pensando que no había peligro, la viejecita se bajó la faja calzón, trató de dar un paso y desde luego se cayó, se había quebrado la cadera. Mi pobre amigo la levantó del piso y salió matándose, (él era otro anciano) con ella alzada en vilo, un peso muerto, hasta el carro, en donde la metió haciendo un enorme esfuerzo, y corrimos hasta el Calderón Guardia a Emergencias. Yo no podía llevarla a una Clínica Privada después de afrontar los gastos del matrimonio aquel, y del matrimonio de mi hijo menor celebrado días antes.
Me vi obligada por las circunstancias, a vender la hermosísima residencia que mi marido me regaló, no tuve otra alternativa, en ese momento la tía debió de ser operada de la cadera y cayó grave con pulmonía, y el médico la dejó interna por más tiempo del pensado. Como ella adoraba mi casa grande y yo no deseaba hacerla sufrir, le oculté lo de la venta y esperé.
Cuando salió la interné en un sanatorio, el que, aunque sumamente oneroso, se podía pagar con la pensión que ella recibía de los Estados Unidos, dejada por su marido, mientras su situación física mejoraba y ella se reponía.
Esperé que mejorara para hacerla venir a la casita sencilla pero nueva, que compré con el saldo de la venta de la otra, no deseaba dejar a mis hijos sin techo, mis exquisitas amigas habían cubierto ya la suma adeudada por la hipoteca que pesaba sobre la antigua propiedad. Hasta en eso Dios estuvo conmigo, y días antes de traerla a la casa nueva, que a propósito arreglé minuciosamente para recibirla, falleció en el hospital de un infarto cardiaco.
Eso sí, fiel a su estilo, escogió fallecer el 24 de diciembre a las diez de la noche, cuando nuestra cena de navidad familiar apenas comenzaba. Sin permitir que los niños abrieran sus regalos, sin comer, y desesperados, acudimos todos juntos a pasar la larga noche, temblando de frío, (y yo de soledad) reunidos a su alrededor, en la aterradora Funeraria Polini de aquel tiempo.
Todo en ella debía de ser especial, el 25 de diciembre la Iglesia no recibe difuntos. Debimos velarla en la misma Capilla de la Funeraria y a la mañana siguiente, fui con mis hijos a depositar sus restos en la bóveda familiar. Mi querido e inolvidable Padre Llombart del Calasanz, celebró allí mismo el rito fúnebre, y ella tuvo la suerte inusitada, de que le tocara ocupar el mismo nicho que, muchos años antes, ocupara su idolatrada madre, a quien siempre celó y extrañó demasiado.
Con el bolsito de los amados restos a sus pies, al fin descansó en paz mi tía Soledad.

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