sábado, 18 de febrero de 2012

Las Cosas de mi tía

Veníamos de regreso del puerto, en uno de los frecuentes viajes a esa Perla del Pacífico tan cara a mis recuerdos. Doradas por el sol, llenas de vida con ese calorcito de la costa entre cuero y carne, como decían entonces, mamá, mi tía y yo, habíamos pasado una semana regocijándonos al compás de las olas, donde ellas dos jugaban conmigo, mostrándome cómo había sido su manera de aprovechar el mar, en su lejana infancia.
Acostadas de frente, mientras flotaban al compás de la marea, ellas formaban una balsa con sus cuerpos, una frente a la otra y yo subida encima de las dos, navegaba hasta que otra ola mayor nos destrozara aquella embarcación humana, y yo saliera despedida y feliz nadando hacia la playa.
Otras veces jugábamos al Sapi-tun-tún brincando cada ola, nos sumergíamos para bucear un rato con las manos unidas, y algunas veces recogimos del fondo un rosa caracol o alguna concha.
Con su natural vanidad de mujer bella, mamá me mostró cómo, uniendo ambas manos como una sola, y subiendo y bajando la misma, dentro del agua y frente al estómago, evitaría para siempre que se me hiciera panza, era un magnífico ejercicio para evitar tal tragedia.
Comíamos ceviche de mariscos y chuchecas, tomábamos Churchill hasta reventar, paseábamos por el muelle de principio a fin, escuchábamos la música caliente que desde el balneario de Los Baños endulzaba las noches, yo estaba muy pequeña y todavía no iba a bailar, pero la compañía de aquellas dos mujeres tan alegres y amadas, me hacía vivir feliz.
Doradas y felices llegamos a la estación, el tren detenido nos esperaba. Subimos las maletas que habíamos cargado juntas desde el Hotel Los Baños, y nos sentamos a esperar. Alrededor nuestro un mundo de chiquillos ofrecía caimitos, marañones, zapotes, y cajetas. La Tía compró un zapote con lo que restaba de su escasa mesada, como era de esperar veníamos sin un cinco, en la seguridad que, al arribar a San José, papá esperaría en la estación, y no tendríamos la necesidad de gastar en nada.
El tren tardaba un poco en arrancar, por la ventanilla en que me arrecostaba, vi pasar a otros viajeros, madres cuidando de sus niños, vendedores, y limosneros pobres que extendían su huesuda mano para pedir limosna a los presentes.
Cuando la mano fría y sucia, negra de tierra, de un limosnero anciano y descalzo pasó rosándome la cara, me retraje temblando hasta el fondo del asiento, y mi tía, sentada junto a mí, le preguntó sonriente: ¿Qué se le ofrece buen hombre? El viejo la miró con torva y lúgubre mirada, le pareció una burla la pregunta, y contestó ¿Y usté qué cree doñita? Mi tía entonces tomó la zapayola, que ya desnuda de la pulpa permanecía en su mano, y dándosela al hombre le dijo, ¡No tengo ni un centavo, pero tome, para que pueda remendar las medias!
Aquel viejo, echando chispas de furor, dio media vuelta y se perdió entre la concurrencia.

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